19 de diciembre de 2002
El estado del rock, el estado de las cosas
Luis Ángel Abad
Editado en Ruta 66 n° 189 Diciembre 2002
Pongámonos en el peor de los casos: ¿es posible que se haga preciso recordar
que cada generación alberga entre sus manos un desafío histórico?
El desafío histórico de cada generación no consiste exclusivamente
en tener el coraje y la energía de afrontarlo, sino también en
tener la capacidad de descifrar su sentido. Y probablemente ahora más
que nunca, en un momento saturado de información e interpretaciones de
todo tipo, la naturaleza del desafío histórico de nuestra generación
cae del lado de ser capaces de elaborar una interpretación apropiada
de su sentido. Para quienes hemos decidido inscribirnos de una manera voluntaria
y comprometida en el seno de una cultura del rock, esto implica no sólo
la defensa y conservación de un conjunto de prácticas, valores
y tradiciones, sino también la necesidad de resolver y construir un sentido
histórico que se impone, tras medio siglo, de manera inexorable. A la
generación de los cincuenta le tocó romper el hielo profanando
los tabúes de la sociedad de su tiempo. A la generación de los
sesenta y los setenta le tocó desarrollar las posibilidades artísticas,
culturales y políticas del nuevo fenómeno, resaltando sus propias
contradicciones y su posición paradójica en el seno productivo
de la sociedad capitalista. La continuación de esta tarea sin mayores
resortes interpretativos es tan titánica que a lo largo de los noventa
se ha ido imponiendo una sensación de fatalismo, hastío y cinismo.
Las generaciones pasadas tuvieron que sacar adelante una realidad histórica
con la urgencia de un presente novedoso, con la ilusión de su permanente
proyección de futuro. A nosotros ya no nos vale sólo eso: gran
parte de nuestro desafío consiste en echar la vista al pasado y evaluar
la evolución de este último medio siglo. La historia del rock
va a hacerse en cualquier caso; a nosotros nos toca afrontarla para evitar que
nos la hagan, imponiendo un sentido donde resuena más un mecanismo de
dominio que un mecanismo crítico de liberación. Vivimos de hecho
en la constitución permanente de esta historia, de manera que cada número
de cada revista cada mes, cada canción que surge en un local de ensayo,
cada elección de compra de un cd, cada sentido que se otorga a la escucha
de un disco y a la formación de vínculos grupales en torno a la
música, adquiere hoy en día un valor de decisión histórica
que se suma a un proceso institucional de formación histórica
del rock que ya está en marcha y que, insisto, ofrece visos de perpetuar
una interpretación de la historia del rock asentada sobre las ideas de
fracaso y fatalidad. ¿Qué actitud vamos a tomar cada uno de nosotros
en este momento? ¿Vamos a dejar que nos usurpen sin resistencia nuestro derecho
generacional a constituir el sentido y el valor de la tradición que decidimos
asumir y del momento que nos ha tocado vivir?
INFORMACIÓN PARA QUÉ, IDENTIDAD PARA QUÉ.
Probablemente, el gran desafío que tenemos hoy en día a la hora
de reflexionar el sentido histórico de la cultura del rock consiste en
desmontar la dinámica de repliegue sobre sí mismo que se vislumbra
desde cada atalaya particular: cada estilo, cada revista, cada sello, cada grupo,
cada oyente… ¿Qué se esconde detrás de cada escucha, la defensa
de un territorio de mera reafirmación o la apertura radical a nuevas
interrogantes que desafían nuestros límites, allí donde
la estética incorpora mediante las formas nuestros límites
éticos? En el pasado el rock proponía todavía un esfuerzo
de riesgo y exploración al borde de abismos sonoros. A la vista de la
actitud que sostienen los dispositivos aglutinadores y los portavoces de bolsas
de fans –revistas, sellos, etc.–, queda en juego un movimiento de defensa y
reafirmación donde los recursos prácticos e ideológicos
articulados por la cultura del rock se imponen como una mera carcasa defensiva:
algunas revistas invierten ahora más esfuerzo en defender sus viejos
grupos de siempre, con debates que mantienen el mismo tono que hace una década,
asomándose a menudo a lo nuevo con recelo y a hurtadillas. Se trata de
la repetición ciega de estos mecanismos habiendo abandonado su capacidad
de función crítica, según un repertorio de sentidos per
se, que en ocasiones va desde la nostalgia patética al esnobismo
pseudovanguardista. Es así que nosotros mismos somos quienes decidimos
ejecutar con la decisión de sostener mes a mes, compra a compra, escucha
a escucha, un vacío de sentido y una falta de compromiso donde se da
pábulo a las peores sospechas efectuadas históricamente sobre
la industria cultural y la sociedad del espectáculo; somos nosotros quienes
diariamente decidimos convertir esto en un mero espectáculo. La rúbrica
de esta situación se encuentra en la absoluta desconexión entre
lo que pasa en las revistas y lo que pasa en el mundo. En esos USA que se nos
antojan tan aparentemente autoindulgentes e incultos, una revista como Punkplanet
dedica portadas a las elecciones de su país poniendo en duda qué
clase de elección encierra la opción Gore-Bush o al bombardeo
sobre Afganistán con un sobrio pero resonante "Why?". Aquí
esto es impensable. No hay debate alguno, ni una palabra sobre opciones políticas
en elecciones generales, sucesos del 11-9, guerra contra Afganistán,
irrupción del fascismo de Le Pen, huelga general, aprobación de
la LOU a rodillo, la boda de Ana Aznar como si se tratase de un acontecimiento
de Estado o la retransmisión por la TV pública de la santificación
de Escrivá de Balaguer.¿Por qué no existe una continuidad entre
la firmeza con la que se ejecuta un juicio sobre un disco o una banda y la convicción
con la que se plantea un problema social o político? ¿Por qué
las revistas no marcan una línea editorial en torno a los problemas fundamentales
del momento? ¿Por qué no se consulta a los artistas sobre dichos problemas
y se generan debates? ¿Por qué no se abren espacios para integrar en
esos debates a otros actores sociales que amplíen simultáneamente
la dimensión política y la dimensión musical o artística
de un problema dado? ¿Es una mera consecuencia de la resolución ad
hoc de cada número de la revista, o acaso el silencio es precisamente
esa elocuente toma de postura política del que otorga y se define por
elipsis? ¿Acaso un último gesto para intentar no contaminarnos en las
evoluciones de un sistema pestilente? ¿Por qué ese miedo a retratarse?
De una u otra manera estamos metidos en esto hasta las cachas. Por eso es pertinente
detener esas prácticas propias de la cultura del rock que están
constituyendo unas meras dinámicas de consumo ciego, para replantearse
qué sentido tiene la información que se administra y el tipo de
identidad que se ejecuta. Si toda la complejidad de la cultura juvenil queda
desconectada del ámbito de lo público y lo político, se
torna tanto más alienante cuanto más sofisticada. Y aquí
el modelo que parece imponerse tiene que ver con el protagonista de Alta Fidelidad:
erudición a la hora de manejar datos de la cultura pop, pero encajados
en un marco que sólo sirve para interpretar un ámbito exclusivamente
privado, en los límites paródicos que encierra como consecuencias,
el regodeo de un individuo egocéntrico y narcisista que gira en torno
a un tipo de conquista que nunca aborda lo público-social-político,
que no va más allá del galanteo de un Don Juan de pacotilla.
EL RETRASO ENDÉMICO
Este aparente fin de lo político se apoya pues en la constitución
exclusiva de lo juvenil como un campo de consumo específico. Embebido
en un repliegue hacia sí mismo, el campo del rock con sus distintos dispositivos
no cumple más que como terminal última del sistema productivo.
Por lo tanto cada uno de los actores (sellos, grupos, media, consumidores) que
pretenda detentar algún otro prestigio que los desvincule de este mecanismo
de aparente necesidad, deberá poder responder de su capacidad específica
para romper este juego de mera autorreferencialidad.
En España la ilusión del fin de lo político en el entorno
de la cultura adquiere tintes más graves debido a sus circunstancias
históricas más recientes.
En primer lugar, el entorno de la cultura actual se constituye como resultado
de una política de apoyo cultural desarrollada desde los tiempos de los
gobiernos socialistas, que impone una organización donde se esconde una
relación implícita entre fenómeno cultural y poder del
que es muy difícil escapar. Por un lado las partidas de subvenciones
gubernamentales se extienden según una red de distribución autonómica
que lo cubre todo, e impone un modelo de control que se articula hasta lo local.
Por otro lado se ha producido un infiltración progresiva del poder en
unos medios con vocación de productores culturales. De alguna manera
se impone un clima donde la opción radicalmente crítica desaparece,
donde se da la autocensura previa para poder entrar a formar parte de la fiesta
y donde se impone un consenso callado de corrección política:
la crítica política es antes que nada un detonante incómodo
propio de ese aguafiestas que nos rompe el buen rollo. De aquí han salido
Torrente y sus "amiguetes". Este es el paradigma del compromiso político
que exhiben las manifestaciones artísticas propias de nuestra generación,
la del suculento pesebre engordado por las subvenciones a Festivales, Encuentros,
Certámenes, Concursos y demás panacea de la cultura juvenil, convertida
en espectáculo y resumida como al final del telediario o en un Flash
cultural de Telecinco.
Pero además, en segundo lugar, la obviedad con la que se impone el fin
de lo político en el seno del panorama de la cultura juvenil española
entronca con el déficit contracultural que experimenta una España
que tuvo que acercarse al fenómeno desde la barrera franquista. La intensidad
y la diversidad de fenómenos asociados a la contracultura de los sesenta
no se agotaba en su expresión musical, sino que abordó un despliegue
de proyectos que se introducían de lleno, tanto reflexivamente como en
un plano activista, en el terreno de la política, de la organización
social, del urbanismo, de la ecología, de la lucha de género,
etc. Pero basta con rastrear la lectura landista de lo yeyé y la síntesis
marginal de Jeannette al mohín canturreo de "yo soy rebelde porque
el mundo me ha hecho así" para entender la profundidad de este déficit
de experiencias y reflexiones en España.
El retraso parece consumarse a lo largo de la última década. No
hay más que ver cómo se ha adaptado aquí el modelo de sello
independiente y de música alternativa, con el auge de Subterfuge y su
caterva de bandas en fase anal como paradigma. La rebeldía vuelve a ser
la de los fresones enquistados en no querer salir del jardín de infancia,
la de las monjas tontorronas orgullosas de serlo, la de un orgullo donde lo
hippy no va más allá de lo yeyé y sus guateques más
o menos siderales.
Y este retraso tiene su correlato en el plano intelectual. En los setenta el
panorama intelectual parece que no daba más que para enquistarse en una
visión egoísta y hedonista de la contracultura con Racionero y
sus filosofías del underground, cuando Hebdige, con todas las limitaciones
que se le puedan buscar a día de hoy, estaba a punto de aplicar un esquema
interpretativo al aparente caos del punk. Hoy el aparente fin de lo político
supone un enquistamiento en la perspectiva más desvirtuada del pensamiento
posmoderno: mucho Baudrillard, Foucault cogido por las hojas, Adorno frente
a Benjamin al tirar de la escuela de Frankfurt, Lyotard como explicación
del mundo actual pero sin ser capaces de reventar las homologías, Deleuze
a pesar de que Chiapello y Boltanski ya han demostrado que el rizoma (la red)
es la coartada característica del neumático hiperliberalismo que
nos asola. Los Estudios Culturales llevan más de tres décadas
intentando salir de este agujero negro a base de repensar esforzadamente la
cultura desde sus cimientos conceptuales, pero aquí la Universidad española
no se da por enterada porque, entre otras cosas, ante la avalancha de problemas
que destila la sociedad de hoy en día utiliza la táctica del avestruz.
Está también replegada en torno hacia sus intereses y la defensa
numantina del valor canónico de sus discursos. Por lo tanto, en el 68
oteando una contracultura roma y en el 2000 viviendo desfasadamente de la remesa
intelectual del 68. Viva el fin de la historia mientras nos permita vivir de
la historia.
TRIUNFO COMERCIAL, OPERACIÓN LABORAL
El mundo del rock en España vive tan a la defensiva que no sólo
se repliega frente a los problemas de índole político. Cualquier
fenómeno que lo ponga en cuestión queda inmediatamente excluido,
incluso aunque quede dentro de su terreno en términos categoriales. Un
fenómeno como Operación Triunfo no ha suscitado el más
mínimo conato de debate serio en el seno de las revistas especializadas.
Pero se da la paradoja de que al obviar radical y categóricamente la
existencia de un fenómeno tan evidente como Operación Triunfo,
las revistas especializadas sólo reeditan esa posición tradicional
de separación entre niveles culturales que pide la élite de la
alta cultura, sólo que ahora aplicada en segmentos diferenciados de la
cultura de masas. No voy a llevar la paradoja hasta el final por no confundir
innecesariamente. Tan sólo voy a señalar que se trata de una posición
tan insolidaria en lo ético y tan insensible en lo estético como
a cada adolescente pudiera parecerle la de sus padres cuando estos encontraban
absolutamente incomprensible y detestable esa voz generacional en la que el
fan venía a reconocerse, por lo general de una manera honrada y plena.
En el fondo el mundo del rock español no puede someter a debate un fenómeno
como Operación Triunfo porque tendría que empezar por reconocer
que es un poco como Operación Triunfo. En el mismo momento en el que
un músico hace dejación de sus derechos y deberes políticos
ya está siendo un poco David Bisbal. Operación Triunfo es sólo
el extremo de la despolitización del mundo del rock –su manzana madura
(o podrida). El mundo del rock en España, enredado en un discurso estilístico
de gustos subjetivos, hace tiempo que está profundamente despolitizado.
Los artistas eclipsados por Operación Triunfo puede que fuesen más
estéticamente apropiados (cosa que no siempre está clara), pero
en lo ético participan de la misma raíz despolitizada, y no braman
más que por el trozo de pastel robado, ni por mayores injusticias que
las que sufren sus bolsillos. ¿Qué más da en el fondo Bunbury,
Gurruchaga, Presuntos Implicados que Chenoa, Bustamante o Gisela? La situación
que se ha tragado a la vieja guardia no nace más que del desarrollo del
escenario potencial que estos formaron con cada concesión hecha a la
industria del disco nacional, y al sistema político-mediático
en la que ésta se incardina subordinadamente.
Pero en última instancia, lo interesante sería pensar que una
apertura a las cuestiones políticas que incumben a la sociedad en la
que se asienta el mundo del rock actual no sólo constituye una exclusiva
necesidad de honradez ética, sino que constituye también la palanca
fundamental para sostener y dar un giro a efectos prácticos, quizás
a medio o largo plazo, a una industria que languidece de grupos escuálidos,
sellos chupados y revistas moribundas. Cuando la cultura juvenil despliega nuevos
medios caracterizados por la inocuidad (videojuegos, Rol, deportes de riesgo,
etc.) la mejor manera de defenderse estriba precisamente en resaltar una especificidad
de lo rockero que consiste en sostener, de una u otra manera, un tipo de compromiso
político. Frente al despliegue multimedia, la humilde experiencia de
la escucha puede diferenciarse nítidamente y reflotar su sentido recuperando
una tradición sostenida como un modo de resistencia ética que
debe continuarse de un aprendizaje político. Y es que este tipo de experiencia
sólo puede sostenerse en la medida en que encuentra continuidad y congruencia
a lo largo del conjunto de ámbitos que componen ese espacio de intersección
y reconocimiento entre el mundo del rock y la sociedad: artistas comprometidos
en la forma pero también en el fondo, sellos que infunden y no confunden
con lo que difunden, revistas que informan y no deforman, actitudes que no desfallecen,
compromisos en la escucha sólo en la medida en que transmiten una forma
radical, plena y consecuente de ciudadanía.
Y lo mismo podría decirse a pie de calle. La confusión actual
es el resultado del escenario de fragmentación social en el que ha caído
nuestra generación. Esta desvinculación generacional se hunde
en la profunda relación que existe entre despolitización e inmediato
retroceso de un conjunto de derechos que no se derraman como maná desde
el cielo de la ONU, sino que han sido ganados históricamente mediante
lucha de clases. Y a poco que nos descuidemos, de seguir así, si es que
antes no hemos renegado de nuestro propio futuro hasta el punto de evitar descendencia,
tendremos a nuestros nietos de diez años poco menos que trabajando en
minas, eso sí, con un lector mp3 implantado resonando alegremente en
sus oídos (ya lo decían The Manic Street Preachers, "If you
tolerate this...").
Esto no va de música cool. No es ninguna pose. La desvirtuación
de la cultura del rock es un tema de enorme importancia porque constituye el
modo específico de expresión crítica que conoce la juventud
desde hace cincuenta años. Se diría de hecho que es casi el único
modo de expresarse que conoce, de establecer una crítica y de reconocer
la situación del joven en el mundo. Conocer la cultura del rock supone
en esencia reconocer las posibilidades y los límites de articular esta
crítica, para intentar ampliarla. En su reducción andamos ya.
Este conocimiento está hoy en juego con la construcción de la
historia del rock. Ante películas como Casi Famosos o Rock Star parece
imponerse la lectura de un fracaso y una enorme mentira. Por supuesto que cabe
en primer lugar la autocrítica, pero estas reflexiones no pueden imponerse
más que como una parte de la verdad, por lo demás, detentada en
sus enormes defectos como efectos que son menos el resultado del mero deseo
de las bandas, y más de la concepción totalitaria y materialista
de la industria multinacional del disco. Pero hay otra parte de la historia.
Todavía sabemos que paralelo a los dinosaurios de los setenta hay un
itinerario de aguda crítica y ascetismo que conduce al punk. Paralelo
al heavy de mediados de los ochenta hay una depuración del rock mediante
el propio thrash metal, lo indie y el hardcore que prende en nuevos estilos
de vida, nuevos modos de producción, nuevos códigos de comportamiento.
También esto es verdad. Por eso nuestra generación tiene el derecho
y el deber de elevarse por encima de los discursos dominantes para activar una
sensibilidad y una inteligencia capaces de desvelar las sutiles tramas de lo
popular que palpitan en la aparente uniformidad de lo masivo. Por eso nuestra
generación tiene el derecho y el deber de construir una historia
en cada decisión de la que surge un acontecimiento diario.
Se nos impone un mundo aparentemente absurdo, una postración laboral
y una deposición de lo político donde nada relevante parece
acontecer. La música pop parece ser cada vez menos un acontecimiento,
diríamoslo de nuevo en el sentido de Morin/Martín Barbero. Estamos
postrados frente a las consignas de una generación que vino a liberarse
y a liberarnos, y está más aferrada al poder que nunca, sin plantear
ideas, completamente a la defensiva. El mundo del rock, los grupos, los fans,
los sellos, las revistas tienen algo que decir al respecto. Pueden crear acontecimientos,
hacer historia, pero para tener futuro deberían arriesgar su presente
en un esfuerzo de reflexión y de rescate sobre el sentido de un pasado
que interesa desvirtuar, o borrar directamente. Para superar un momento dominado
por el desencanto y el cinismo en un panorama de corrección política
donde ni siquiera nos queda lo grotesco. Hasta retener los pedos debemos (Word
me marca la palabra como falta ortográfica), y ni siquiera albergar frente
a tanto control una fiesta del cuerpo. Después de tanto rock resulta
que hoy se hace difícil bailar en bares que cierran cada vez más
pronto. Hay que guardar la compostura. Aquí somos todos ya como muy sofisticados
y muy ingeniosos pero en última instancia el espíritu propio de
nuestra generación lo dice todo de nosotros: definitivamente como alternativa
exclusiva, tal como reza el título de un EP de publicación reciente,
la ironía es una escena muerta.