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Libros sí, Alpargatas también

11 de noviembre de 2002

(Cuento inspirado por el Plan Puebla-Panamá y el reciente Aniversario del descubrimiento de América)
La peste del noveno mes

Juan García Colorado
Rebelión
––¿Habría pasado lo mismo si ese desgraciado nunca hubiera venido? ¿Se acuerda Melitón?; él jamás se había aparecido por acá y nomás lo conocíamos por la radio… ¡Creíamos conocerlo! En la radio se la pasaban fregando a cada rato con lo buena persona que era él. Y según nos dijo el gordo de Don Silverio, el tal licenciado ese venía a mejorar nuestras cosechas, pero ahora están todas echadas a perder, llenas de shirules. Y también venía para inaugurar la construcción de una nueva carretera para estar más cerca de la ciudad, y aunque nunca a nadie del pueblo le había interesado visitar la capital, su voz nos entusiasmó mucho. Pero jamás pasó nada después de las votaciones esas, y la capital todavía se encuentra tan lejos como antes de que él viniera, más allá de los últimos cerros del horizonte que ni siquiera el sol llega a alumbrar. Y la veredita de terracería, tan agrietada y polvorienta y casi, casi, interminable, siguió siendo nuestro único contacto con el resto de la gente, aunque nunca nadie se interesaba en venir ni casi nadie salía de este rancho... salvo los que se dedicaban a mercar con nuestro maíz, nuestro chile y nuestro fríjol. ¡Ay Melitón, es que estábamos tan adentro de los llanos y de nosotros mismos! Pero El Zocolotillo era todo lo que necesitábamos pa’ vivir; no teníamos que pedirle nada a nadie… ¿Se acuerda de lo rápido que crecían los cultivos en su cuamil? Y después de que vino ese canijo licenciado y nos dijo un montón de palabras muy bonitas, como las que nos dijeron los otros catrines que vinieron antes que él durante tantos años, todos los de aquí, animales y personas, se empezaron a morir por beber el agua del arroyo. Y Don Silverio quiso tranquilizarnos, y al día siguiente de la muerte del niño Tobías, declaró en la placita que el licenciado que acababa de largarse nos mandaría muchos dotores para ayudarnos, y para el día de su discurso ya se habían secado otros cuatro chamacos, entre ellos mis dos ahijaditos… ¡Y Doña Lupe Trejo, la mujer más vieja de El Zocolote! Yo tuve que enterrarlos a todos, pero nada me revolvió más las tripas que la muerte del niño Tobías. Hasta se me asustó el hambre por un rato por ver su cuerpecito chupado, duro y descolorido. Pero yo no le creí ni media palabra a Don Silverio esa tarde… Y tenía razón en no creerle, Melitón, porque los únicos dotores que llegaron a El Zocolote fueron esos tres chamacos en batas blancas, con sus caras pringosas y llenas de granos, que nada más anduvieron enamorando a nuestras muchachas sin saber que hacer con el problema. Dijeron que hirviéramos el agua y que con eso bastaría... ¡Puras mentiras!, no sirvió de nada. Y hasta dos de ellos también se petatearon, y el que sigue vivo no ha podido hacer nada todavía, porque según él, los mandaron de la capital sin cargar con ninguna medicina, y de seguro ya hasta se quiere regresar pa’ allá. Y hablando de la capital, me da alegría no haberle creído al viejo de Don Silverio, porque yo me quedé con la ilusión de viajar por la nueva carretera y conocerla; aunque lo perdono por las botellas de tequila que me regala cada quince días. El Zocolotillo, un río flaco de aguas mansas y transparentes, cercado por una arboleda de pirules y acahuites viejos, parecía haber estado en ese sitio desde la creación del mundo, porque los chosnos de la comarca ya contaban relatos de idilios juveniles ocurridos a sus orillas, y más todavía, comentaban que la vida de una multitud de agricultores y sus familias ––quienes erigieron el rancho a unos kilómetros del riachuelo–– había sido posible gracias a su lozanía. Lamentablemente, en temporadas más recientes sus aguas parecían estar malditas, porque aquel que bebía de su cauce para quitarse la sed, perdía toda la humedad del pellejo. Algunos creían que El Zocolotillo quería cobrarse tantos años de ayuda que había facilitado a los humildes hortelanos, y robarse el líquido de los cuerpos para sí mismo. Corría el mes de noviembre, El Zocolote se convertía apresuradamente en un rancho fantasma con ese olor a mierda mezclado en la tolvanera que se movía en círculos por entre las calles y los barrios solitarios; una endemia de diarrea había matado a un gran número de sus habitantes. Era una época marchita. La extinción había llegado de tan inesperada forma a la vida de tantos campesinos, que el árido color rojizo del cementerio local quedó oculto por una desmesurada maleza seca de endebles tonos verdes y amarillos, debida a la incalculable suma de ofrendas florales que intoxicaban el ambiente circundante con su putrefacto aroma. En esos días, los achaparrados campos de cultivo se tornaron pálidos, frágiles y quebradizos como papel de celofán; estrujados por la ausencia labradora y el denso silencio de los cerros. El invierno ya era melancólico desde el otoño. Sotero Sierra, un enorme sujeto de treinta y tantos años, anormalmente huraño aún para el caserío de El Zocolote, había iniciado dos meses atrás con la aciaga tarea de ser el único sepulturero del poblado. Y pensar que Don Silverio Gómez le dijo al contratarlo ––: ¡Aproveche la oportunidad, Sotero! Nadie ha solicitado este empleo y francamente es muy sencillo; aquí nadie se ha muerto desde hace diez años. ¡Piénselo!, el sueldo es muy decente y se podrá comprar todo el tequila que se le venga en gana ––. Y es que cualquiera que negociara con el hombre y mencionara al tequila, lograba convencerle, pues era bien sabido en la comunidad que Sotero Sierra siempre cargaba con un aliento anhidro de alcohol degustado. "Si tomo, me muero. Si no tomo, me muero", esa era su máxima. Al principio Sotero Sierra fingió deliberarlo, pero enseguida aceptó el trabajo, pues no habría muchos entierros y sí muchas copas. Para su mala suerte, justo en su primer día laboral en el camposanto, principió el borbotón contagio que para esa misma tarde ya había demacrado y vencido al bebé Tobías, primogénito del joven Tobías Sánchez, popular músico de El Zocolote. Por enterrar al bebé Tobías, Sotero Sierra había perdido el apetito por toda una semana, pues nunca había visto a un muerto de verdad y sintió que era demasiado para un tipo tan alcohólico y patán ––aunque once días después tuvo que excavar las tumbas de los padres del párvulo––. Y después de tan patético acto, sucumbieron ante la enfermedad Doña Guadalupe Trejo e infantes más bellos y más pequeños, que empujaron a Sotero Sierra solicitar la renuncia a Don Silverio Gómez, la siguiente tarde en el jardín, después de su perorata en el kiosco. Don Silverio, un delegado municipal mochicuán, timador y regordete, percatándose de que nadie aceptaría ese empleo en semejantes circunstancias ––un mochuelo, indudablemente–– y que incluso ya casi no habría nadie en el pueblo para tomarlo, logró apaciguar los reclamos con la promesa de dos botellas de tequila barato que le obsequiaría al sepulturero a finales de cada quincena. Así, completamente beodo, Sotero Sierra seguiría cavando una nueva fosa cada día, esperando el próximo sepelio. Y muy rápidas se vinieron temporadas de humores más sombríos y deplorables. Esos fueron los tiempos cuando la gente comenzó a desconocer a sus difuntos y nadie visitaba los sepulcros, cuando la tierra no se abría lo suficiente y había que amontonar los largos cajones y dejarlos por uno o dos días en la parte posterior del panteón. Y el cielo parecía reconocerlas, porque llovía a goterones en las madrugadas y los féretros amanecían blandos, hundidos sobre una zoquitera espesa e inmunda. En aquellas mañanas de grises empapados, el lodazal y las hojas sueltas de los árboles que rodeaban el panteón invadían la chabola miserable donde Sotero Sierra descansaba, y el enterrador se levantaba angustiado de su catre y salía tambaleándose a rescatar las botellas de tequila que escondía bajo los montículos de grava de las tumbas más recientes, licuados ya por el agua de los cielos. Cuando el sol del medio día lograba liberar sus rayos de entre las nubes y se había acabado la última gota de licor de todos los frascos, los ataúdes apilados detrás del camposanto crujían quejumbrosos y Sotero Sierra pensaba que los muertos querían salir a conversar con él. Así era la cosa, poco a poco su mundo se había encogido hasta caber en un terreno mullido, delimitado por cuatro muros de adobe, situado en un mundo no más grande. Y el hombre gastaba los pocos pesos en el trago, pues prefería nutrir el vicio de su alma al hambre de su cuerpo; después de todo era el licor el origen de su efímero universo. Y se hizo una costumbre penetrar la tierra y bajar los ataúdes entre charlas, y al rellenar nuevamente el suelo, guardar de vez en cuando una botella debajo del cascajo. En esos días de soledad acompañada por fantasmas, tras haber platicado por tantas horas con los rostros enjutos y acartonados de más de la mitad de los zocolotenses, mientras depositaba para siempre decenas de sarcófagos construidos de oscuros maderos en huecos más negros, que en su opinión rozaban el corazón del infierno, Sotero Sierra había hecho que la misma muerte sintiera antipatía por aquellos desabridos restos humanos.
II
––¡Qué pronto se nos acabó El Zocolote!… ¿Verdad Melitón?... ¡Y qué pronto se nos escapó la vida y se nos borró el futuro! Era un rancho olvidado en la llanura y en el tiempo, eso sí, pero no era ajeno a su patria. Sus raíces lo anclaban a una nación corrupta y decadente, y por ende a los hábitos y la injusticia acumulados durante más de medio siglo. En El Zocolote también imperaba el yugo del más rico, siendo la vida próspera sólo para unos cuantos. Como consecuencia, la mayoría que había sobrevivido a la peste del noveno mes estaba compuesta por una minoría de provincianos opulentos, todos parientes de Don Silverio Gómez, incluyendo al joven galeno capitalino Clemente Díaz, quien hizo su prometida a Otilia Gómez, la única hija viva del gobernante. Durante un periodo de sesenta largos días, Don Silverio Gómez y su progenie se mantuvieron enclaustrados en la casa grande ––el antiguo casco de la hacienda repleto de descuidados ornamentos rústicos y cuartos hechos de setos––, alimentándose de las reservas empolvadas de fríjol y granos de maíz guardadas en los costales añejos de la bodeguilla, y bebiendo el agua tierna del pozo situado en el centro de la vivienda. Todo esto por la terquedad del delegado municipal de imaginar que la endemia pronto pasaría, pero lo único que pasaba eran las manecillas por la carátula del reloj. De inmediato, Sotero Sierra y sus peripecias de ultratumba se convirtieron en el tema predilecto del pequeño grupo. Lo consideraban una especie de insecto digna de analizarse. Cuando este iba cada quince días a reclamar sus monedas y su alcohol a la puerta del caserón, dando siempre tres golpes con la aldaba, todos se amontonaban, jaloneaban y empujaban, con una morbosidad insaciable, para observar al extraño hombre de tez mostaza, dos veces más fuerte y casi dos veces más alto que cualquiera de los ordinarios habitantes del poblado. Gustaban de reunirse en la sala y escuchar las conversaciones vespertinas entre Don Silverio Gómez y su gallardo yerno acerca del sepulturero, bebiendo un repugnante mejunje hecho con el agua del pozo y cantidades minuciosamente medidas de sal y azúcar, preparado por el más reciente miembro de los Gómez Palacios. ––¡Ya no tolero su bebida, doctorcito! ––decía Don Silverio mientras se pasaba el primer trago con un asco evidente. Después miraba el vaso de reojo y replicaba con un beneplácito nauseabundo ––: Pero si dice que nos salva la vida, pues ni hablar. ––¡Aguántate Silverio, es por tu insistencia que seguimos aquí ––exclamaba desde el sofá Doña Romana Palacios, con ese semblante amolado que de ningún modo tuvo arreglo tras la muerte de su primer hijo. El delegado municipal la miraba con candidez infantil y continuaba bebiendo. ––Tú bien sabes que nos iremos dentro de uno o dos días. Es cuestión de esperar a que los muchachos terminen de arreglar el carro ––decía, dirigiendo su fonación más a la taza de porcelana fina entre sus manos que a su esposa. ––¡Ese par nada más se la pasa armando ataúdes y llevando muertos al panteón! El carro lo vienen componiendo desde hace más de tres semanas. ––Pancho me dijo que estaban por concluir, mujer ––corregía el delegado y también tomaba asiento. ––Además es necesario enterrar a todos los muertitos, Doña Romana ––interrumpía el doctor Clemente Díaz, sentado al otro extremo de la habitación, con su mano entrelazada a la de Otilia––. Es una medida sanitaria indispensable. ––¡Así como tomarnos este suero! ¿Verdad mi amor?… ––añadía su prometida. ––Sí, preciosa ––. Y se daban un beso breve y resonante. Don Silverio Gómez detestaba los mimos entre los muchachos, pues, por dos razones relacionadas entre sí, poseía un desprecio furtivo por el galeno de perfil oleaginoso y ojos color verde pistache: la primera era la incapacidad del joven para resolver el padecimiento enteral del rancho, y como consecuencia a una estancia prolongada, la segunda, el romance con su hija. Lo único que lo resignaba era que Clemente Díaz se llevara a vivir lejos del campo a su Otilia. ––¡Maldito licenciado Ochoa, únicamente nos trajo pura desgracia! ––reponía Doña Romana, aún con un enojo nutrido––. ¡Esto sabe horrible! ––¡No maldigas al licenciado, mujer!... ¿Qué no ves que convenció a Don Bonifacio Macias para que me diera un puestecito en su gobierno, y hasta nos consiguió otra casa? ¡Llegaremos a Milpazul con techo, salario y todo! ––decía su marido. Todos callaban después y el patriarca, con la paz apelotonada de la pieza, recordaba cuando fue a recibir al licenciado Ochoa a las afueras de El Zocolote, y éste alejándolo de los demás, le dijo muy quedito, arrimándosele al oído ––: Mire Don Silverio, mi buen amigo, necesito que me ayude con un problemita. Ahí en la cajuela tengo el cuerpo de un trasgresor de la ley al que destriparon mis muchachos como el cerdo que era. El muy hijo de su tal por cual intentó perjudicarme… ¡Y eso que era de los nuestros! Deshágase de él y le propongo que le cumpliré cualquier favor que usted me pida ––. Y sin reflexionar más sobre el asunto, Don Silverio ordenó que lo tiraran al río. ––¿Y cómo sigue el ebrio del sepulturero? ––preguntaba irónicamente el doctor a su suegro, obstaculizando su memoria––. ¿Sigue hablando con los muertos? ––¡Dios mío, ya van a empezar con sus barbaridades! ––exclamaba Doña Romana––. ¡Dejen en paz a los muertitos! ––. Se persignaba. ––¡Sí, sigue platicando con ellos, doctorcito! ––respondía Don Silverio––. Lo que yo me pregunto es por qué al miserable no le ha dado diarrea estando tan cerca de la peste, si hasta Matías y Pancho lo han visto bañándose en El Zocolotillo. ––Eso es obvio, Don Silverio ––replicaba el médico soberbio. ––¡A ver doctorcito, explíqueme! ––Es por el tequila que toma tan seguido; el alcohol en su sangre le confiere resistencia a la infección. ––¡¿Cómo?! –indagaba el delegado, atónito. ––El tequila en su cuerpo… quema las bacterias que causan el cuadro diarreico ––contestaba Clemente Díaz, con el orgullo más inflado. ––Entonces darle tequila barato al loco de Sotero Sierra es una inversión ––concluía Don Silverio––, ¿verdad doctorcito? ––lo dudaba un segundo. ––Pues, la es y no la es. ––¡¿Cómo que la es y no la es?! ––preguntaba su suegro con el rostro congestionado de desavenencia––. Usted siempre complicando las cosas. El galeno explicaba ––: La es porque gracias a una inmunidad artificial dada por el alcohol, Sotero Sierra está protegido muy bien de los bichos. Y no la es porque, gracias al vicio, tarde o temprano va a morirse. Por eso puede charlar con los cadáveres... ¡No es cosa del diablo, como piensa Doña Romanita! ––Doña Romana hacía malabares con su rosario mientras Clemente Díaz proseguía ––: El hombre sufre de una enfermedad llamada demencia etílica. ––¡Pues mire doctorcito, mientras Sotero Sierra sea feliz enterrando a sus vecinos y nosotros estemos sanos y salvos, prefiero que se emponzoñe el cerebro y hable con fantasmas… por lo tanto es una inversión y nada más! Además, es una "medida sanitaria indispensable", ¿o no? ––exclamaba el padre de Otilia. Ambos hombres se llevaban sus tazones a los labios sin separar sus miradas de perros callejeros. Para el resto de la gente, los humildes lugareños, era un hecho triste saber que aquellos que se quedaran en El Zocolote, perecerían. Por eso los escasos campesinos que por hazaña milagrosa seguían vivos, se marchaban a otros lados sin pensarlo dos veces; antes de que la enfermedad los pescara tarde o temprano. Así, súbitamente, las risas ingenuas de los niños, las intrigas de las comadronas, las historias ocultas en las gargantas de los viejos, y los romances mozos y los besos de centenares de almas, fueron reemplazados por una nostálgica balumba de tierra negra, ramillas rotas y hojas ralas como alfombra. Las aves también desertaron con su vuelo, parecía que conocieran el presagio de aquella sentencia desoladora; a su canto envolvente lo sustituía el resuello llorón de la brisa estoica. El ambiente estaba estancado en todas partes, el tiempo flemático, como si aquel suceso espectral hubiera existido eternamente sin que la vida hubiese florecido nunca entre las edificaciones despintadas sobre esa callada planicie.
III
––¡Ay, cómo me duelen mi barriga y mi cabeza! Oiga Melitón, ¿se acuerda cuando llegó al camposanto hace unos días? Creo que fue el dieciocho de octubre… ¡Qué bonita tarde escogió para morirse!... ¿Se acuerda del sol de aquella tarde, Melitón? Estaba justo enfrente del panteón, acostadito sobre la lejanía y grandote como un faro, como ése que usted y yo vimos de chicos cuando nos escapamos a conocer el mar. El solezote hacía que el paisaje brillara tanto que deslumbraba, y su calor lo dejaba a uno atontado. Todito el pueblo parecía de oro y no de arena y adobe corriente. Estaba tan iluminado que no se podía diferenciar donde se dividían el cielo y la tierra, porque la luz se escurría por todos lados… ¡Hasta yo me veía bien amarillo! ¡Sí, debió ser el dieciocho de octubre! Porque yo ya me había derrochado hasta el último centavo de mi tercer pago en el puro vicio, y hasta me peleé con Don Secundino, el cantinero, porque me dijo que se iba del rancho para siempre y era la última vez que me vendía licor. Y además ya me había zampado las dos botellas que tenía escondidas en las sepulturas de los gemelos Don Higinio y Don Santiago Pardo. ¡Y ahora que lo pienso!… ¿Serían las únicas botellas que me quedaban llenas?, ¡a lo mejor dejé alguna perdida por allí! Yo sí me acuerdo bien clarito de todos los detalles de ese día, Melitón. Sería que estaba bien frugal. Lo sé porque el pescuezo sí que me ardía, como cuando no estoy tomado. Andaba sin que se me fuera nada en el gallo, bien parado en la entrada del cementerio, junto al portón, descansando bien a gusto porque ya tenía un agujero listo para el próximo difuntito… ¡Nunca me imaginé que fuera para usted! El 23 de octubre de ese año achacoso, mientras Sotero Sierra contemplaba estupefacto desde el portal del cementerio la mágica puesta de aquella tarde otoñal, unos delicados pasos de viuda nueva seguían muy de cerca, en un trayecto de soledad absoluta, a la única carroza fúnebre que existía en El Zocolote, justo hacia donde él reposaba. Cuando escuchó el relinchar de los caballos, que ya por costumbre significaba que traían otro cliente, y atrapó con su turbia mirada a la menuda procesión, Sotero Sierra sintió una extraña curiosidad sesuda. Era el primer féretro escoltado en mucho tiempo por alguien más que el último par de capataces del delegado: Pancho y Matías. Consideró tan fuera de contexto a aquel tercer acompañante, que tuvo que tallarse los ojos y cubrírselos con la mano en visera por los intensos rayos solares. Ya ni siquiera el padre Don Fermín Cerrillo, su Excelencia, se atrevía a ir a recitar sus responsos durante los entierros, de hecho el muy cobarde ni siquiera volvió a presentarse en el rancho para dar misa los domingos, y en ese ocaso trivial, surgía de entre los desalentados acahuites y los arrabales infectados de silencio, uno de los tantos zocolotenses exterminados por la crisis de esencia a azufre, seguido por una silueta de hermosas corvas, envuelta de negro, sollozando inconsolable. Cuando el apesadumbrado conjunto se aproximó unos metros más, Sotero Sierra logró reconocer a la doliente mujer a pesar de su exprimido rostro colorado, sazonado en lágrimas; y su imagen evocó en él grandes recuerdos de parranda, conjuntados a una sensación de hormiguero en ansioso movimiento dentro de su pecho. ––¡¿Usted también compadre?!… ––exclamó con palabras cimentadas sobre un suave suspiro, como intentando convencerse del suceso de un tajo––. Pobre comadrita Trinidad. Al llegar a la entrada del panteón, la mujer rodeó la carreta y se adelantó a los escoltas, se levantó el rebozo caliente de la cabeza y encontró los ojos del enterrador con los suyos. Ambos callaron en una clase de ritual de respeto enmudecido, él se quitó su viejo sombrero de palma, y por un instante el escarapelado canto de los grillos sirvió como música de fondo para la triste ceremonia. ––¡Se nos fue, compadre, se nos fue! ––dijo Trinidad Campos mientras desviaba la vista al suelo y se limpiaba de la nariz y las mejillas el llanto mezclado con la tierra––. Dios lo tenga en su gloria ––. Sotero Sierra no dijo nada, sabía muy bien que sus pupilas expresaban su sentir mejor que las palabras más dulces. Sólo abrazó a la mujer fuertemente, dejando que las gotas de dolor también se desparramaran por su ropa. Y cuando percibió las frágiles costillas estirando la piel, y la fragancia visceral de Trinidad Campos, pronosticó la inminente necesidad de seguir con la tarea de fragmentar el suelo, y en ese momento no le quedó más que apretar con mayor tenacidad a la afligida y enfermiza dama. Luego se puso de pie junto a la carreta fúnebre y palpó por un rato la barata madera despeinada del cajón que contenía a su compadre. Se llevó las manos contra el pecho y dijo con la confianza absoluta de un verdadero profesionista ––: ¡Le juro comadre, que mi compadre Melitón tendrá la tumba más chula en toda la historia de El Zocolote! Y lo cumplió. Una semana más tarde, ––pese a un estado más perverso provocado por el licor–– Sotero Sierra, mofándose de la parca, había hecho la sepultura más ufana y extraordinaria en toda la historia del rancho. Y le agradó consumarla de tanto conversar con su compadre. En primera lugar, no la hizo rectangular si no cuadrada, así que el féretro de Melitón cupo muy fácilmente. La rellenó con greda blanca del arroyo y no con la tiznada tierra carmesí del cementerio. De las demás tumbas tomó las ofrendas más frescas y con mejores decorados, y las colocó alrededor de la de Melitón, formando una minúscula valla. En el centro moldeó una cruz, rajando la grava y echando encima de los surcos Margaritas sin tallo que había arrancado de la gran variedad de flores que crecían a granel en la parte trasera de la capilla, junto al prostíbulo del pueblo, que por su silencio ahora parecía museo. Pidió obsequiado a Doña Trinidad ––cada día más sola y desmedrada–– el retrato carcomido de su esposo que siempre había estado en un burocito de la recamara matrimonial, y para que no se lo llevara el aire, lo puso sobre la cruz floral con una piedra encima que le tapaba todo el rostro sepia al difunto. Por último, depositó a un lado de la fotografía bajo la roca una botella de cerveza vacía, para rememorar las grandes juergas y los días felices junto a su compañero. ––¡Se merece esto y más, Melitón! ––dijo el solitario enterrador en el crepúsculo del séptimo día de aquella penosa labor mientras ––de pie frente a la cruz floral–– revisaba su obra maestra y se tomaba una botella de tequila, casi llena, que había olvidado desenterrar de la tumba de las hermanas Saturnina y Dominga Domínguez (sepultadas una sobre otra en sus respectivas cajas) ––. ¡Salud! Fue un buen festín el que se dio Sotero Sierra por la conclusión de su más bello sepulcro para quien a los siete años de edad lo presentó con las hadas del agave; y sin embargo, importunadamente, esa noche estuvo inundada de tinieblas insufribles. El forraje del lecho se advertía duro, fosilizado debajo de las sábanas. El tibio ambiente de la choza, acongojado y saturado de incertidumbre. La tos, que había empezado en el atardecer después del primer trago, tubular y corroída. No era posible comprender como después de tanto sudor y de tanto tequila, sobre todo después de tanto tequila, se podía padecer de insomnio. La tos empeoró progresivamente con las horas aplastadas en minutos, para la madrugada pasó del retumbo de un tamborete al estruendo de una banda de guerra, acompañada todo el tiempo de una respiración forzada. Y la piel canaria secretaba un sudor úrico y pegajoso que cubría por completo la anatomía febril del sepulturero. De repente, Sotero Sierra se levantó entre la lobreguez del cuarto con la sensación de un millar de alfileres de angustia incrustados en sus sienes, y con el espasmo final del pecho, de una herrumbre metálica dentro de su garganta. Se incorporó de un salto y encendió una lámpara de petróleo todavía con una tos persistente, y cuando retiró el puño de la boca vio salpicados de sangre espumosa algunos de sus dedos. Con vértigo marítimo se agachó y sacó de un anaquel un botellón con leche fermentada ––la única medicina disponible según su criterio–– y la bebió burdamente, chorreándola toda, arrellanado a un costado de la cama. Eso lo tranquilizó un poco. ––Sotero, Sotero… ¿me escucha? Necesito de su ayuda. ––¡No, no puede ser! ––exclamó el enterrador con los ojos bien pelones, interrumpiendo un sorbo––. Esa voz se parece a la de... ––Sotero, venga afuera, necesito que me ayude ––se escuchó nuevamente la voz del visitante por fuera de la choza. ––¿Es usted, Melitón? ––¡Y quién más, condenado borracho! Claro que soy su compadre Melitón León. Necesito de su amparo. Mi querida Trinidad recién acaba de morirse, más por la tristeza en su corazón que por la diarrea. Sotero Sierra no creyó lo que escuchaba; y no porque no estuviera acostumbrado a conversar con los difuntos, es que nunca había podido escuchar su voz cuando ya estaban debajo la tierra. Sintió una fortuna extravagante por esa primera experiencia, y más aún por haberla tenido por primera vez con su compadre Melitón, pero al mismo tiempo sintió un denso pesar por la trágica noticia que el espectro le traía. ––¿Cómo que se murió mi comadrita?… Si mañana la iba a invitar a rezar junto a su tumba para que viera lo chula que me quedó. ––¡Así es compadre! Hace un momento falleció; por eso vine a molestarlo en esta noche tormentosa ––confirmó la voz quimérica con un tono más reposado––. Precisamente ella venía para acá a rezarme un poco, porque el sufrimiento que tenía era más macizo que su sueño. Quiero que vaya por sus restos que están a dos cuadras y que los entierre aquí, a mi lado, pa’ tenerla conmigo por siempre. ––Lo que me pide es imposible ––reconoció el enterrador agobiado––. No soporto ni mi propio peso. Todos mis músculos y mis coyunturas están bien fastidiados, y además estoy escupiendo sangre de vuelta ––prosiguió con la mano ensangrentada en alto––. ¡No, hoy no puedo! ––¡Ande Sotero, ayúdeme! ¿Cuándo había visto que un difunto se levantara a las dos de la madrugada para pedir un favor? ––Lo que me pide es muy difícil, Melitón. No sabe lo que me costó dejarlo descansar en paz en esa tumba. ¿Y ahora me pide que desbarate mi trabajo? ––Compadre Sotero, en verdad le doy las gracias por esa tumba tan linda, pero yo no se la pedí nunca. Ahora Trinidad y yo le rogamos que nos entierre juntos, eso sí que lo deseamos. ¡Es más, si me cumple mi encargo, hasta le podría cumplir un deseo, el que usted quiera!. Sotero Sierra observó detenidamente la superficie láctea con natas de sarro en el interior del cántaro ––: ¿Ha dicho un deseo, Melitón? ––Sí, pero después de que me haya traído a mi Trinidad. El sepulturero se despojó el sudor ácido de la frente, se frotó los labios teñidos de sangre y se sentó sobre el catre ––: De acuerdo compadre Melitón, lo haré mañana. ––¡No Sotero, debe ser ahora en la penumbra! Mientras el cuerpo de mi Trinidad aún esta blandito… ¡Si no, no habrá deseo! ––señaló la voz de Melitón León.
IV
Con el amanecer del primer día de aquel onceavo mes se manifestaba todavía un destino próspero para Don Silverio Gómez ––que ya se autoproclamaba ex alcalde de El Zocolote y nuevo funcionario de Don Bonifacio–– y para su familia. El día anterior, durante la noche fría, Matías y Pancho al fin habían terminado de reparar el automóvil del hogar, e incluso para que ellos siguieran a sus patrones hasta Milpazul, también ya habían afinado la vetusta motocicleta que jamás utilizó el niño Julián Gómez, primogénito de la familia que había fallecido una década atrás, en su adolescencia, por una tumoración que se hinchó en su vientre y se comió su brío. Toda la familia abordaba muy temprano el viejo carro color crema con un montón de enormes valijas de cuero. Atrás subían Clemente Díaz y su novia, adelante Doña Romana como acompañante y Don Silverio como conductor. Se encendía el motor. ––¿Seguros que funciona la carcacha, muchachos? ––preguntaba el funcionario con ambas manos sobre el volante y el cristal de la ventana abajo. ––¡Claro patrón, yo mismo lo probé anoche! ––respondía Matías. Había estado conduciendo el auto en un paseo de treinta minutos por el desolado rancho, sin trayectoria alguna. ––¡Muy bien Matías! Al parecer Sotero Sierra será el último sobreviviente de este mísero lugar. Me lo hubiera llevado con nosotros a Milpazul, pero ya no hay espacio aquí adentro para nadie más ––sonreía. ––No se preocupe Don Silverio, Sotero Sierra ya está muerto ––decía Matías. ––¡¿Muerto has dicho?! ––exclamaba el patrón. ––¡¿Cómo?! ––continuaba Doña Romana Palacios. ––¡Se los dije! ––afirmaba engreído el galeno. Otilia acariciaba la mejilla de su pretendiente tan intuitivo, a ella no le importaba la noticia. ––Sí, ayer me encontré su cuerpo cuando estaba tanteando la máquina ––aclaraba Matías––. Me detuve en el cementerio para ver que locuras estaba haciendo Sotero. No fue difícil encontrarlo por su hedor a cantina, y la curiosidad se volvió asombro cuando lo vi tendido encima de la tumba mal rellenada de Melitón León, casi todo manchado de sangre y cubierto de arena blanca y pétalos de Margaritas. Lo más raro es que estaba abrazado a un cántaro con leche que se le había desparramado sobre toda su ropa. ––¿Y cómo sabes que era la tumba de Melitón León? ––preguntaba Don Silverio. ––Por esto ––Matías sacaba la fotografía del difunto de uno de sus bolsillos––. Estaba debajo de una roca, junto a un casco de cerveza. ––¡Pues ni hablar muchachos! ––exclamaba Don Silverio mientras examinaba la foto apresuradamente––. Iba a pasar a dejarle otras dos botellas de tequila antes de irnos, pero… ni modo. Invitaré al licenciado Macias a echarnos unos traguitos para celebrar la llegada de los Gómez Palacios al pueblo de Milpazul. ––¿Y qué hacemos con el cadáver? ––preguntaba Pancho. ––¡Ahí déjenlo! ––respondía el doctor Díaz, acercándose un poco a la ventana––. De todos modos nosotros ya nos vamos.
V
Como pudo, Sotero Sierra se incorporó con el mundo confuso en su cabeza, y sin dejar de abrazar el cántaro de leche amarga, jaló la sábana tibia del catre y cargó la lámpara de petróleo y la pala con el otro brazo; dio una fuerte patada a la puerta y partió rumbo al sepulcro de Melitón León. Ahí soltó el jarrón y la oxidada herramienta en una orilla del cercado vegetal, llevándose con él, la lámpara en una mano y la frazada sucia colgando del hombro contrario, decidido a encontrar los restos mortales de Trinidad Campos. En las calles, todavía con sangre en su garganta y languidez en su lomo, con la luz trémula de la linterna por arriba de su cabeza iluminando el camino embadurnado de sombras, se topó precipitadamente con el cuerpo de su comadre tumbado debajo de dos fresnos, cubriéndole su cara el cenizo chal negro de luto. Hizo la señal de la santa cruz con la lámpara, en un movimiento casi maquinal, y luego la dejó a un lado para amortajar el cadáver con la manta. ––Dios la guarde en su regazo ––. Después se echó de nuevo la sábana al mismo hombro, pero ahora enrollada al cuerpo, y recogió su candil para regresarse por donde vino, marcando esta vez la ruta con pequeñas manchas de sangre amarga. Tal era el lastre de un final tan próximo para Sotero, que al separar la greda sepultural por la mitad que no tenía ataúd debajo, no le preocupó destruir en siete minutos los arreglos y la cruz inmaculada elaborados en siete días. Cuando el alba comenzó a pintar el horizonte con sus exhalaciones oriundas, había excavado sólo dos cuartos de la profundidad a la que estaba acostumbrado hacerlo, y no dejaba de expectorar hebras de sangre. Y cuando se dispuso inhumar el cuerpo envuelto de Trinidad Campos, instantes después de las primeras paladas repletas de arena y pétalos plisados, Sotero Sierra se desplomó como si el gran titiritero hubiera cortado sus cordeles de la vida. Pronto se halló con un viscoso charco rojo bajo su cara y su tronco. Con el rabillo de su ojo derecho notó entonces la presencia de una difusa figura gris tras sus espaldas. ––¿Es usted, Melitón? ––Soy yo, compadre. ¿Qué le pasa? ––¡Que ya me va a llevar el Toruca!… ¡Me estoy muriendo, compadrito! ––dijo gimoteando Sotero Sierra, mientras giraba un poco la cabeza. ––¡Compadre, me ha cumplido… recuerde que le debo un deseo! ––dijo el espectro, conmovido. ––¡Tiene usted razón, Melitón, tiene usted razón! ––exclamó el sepulturero con palabras alentadas, empapadas por la sangre lineal que chapoteaba por su boca. Y con un esfuerzo final alcanzó el botellón de barro tumbado a una orilla de la desordenada sepultura––. ¡Déme una muerte digna… convierta la leche agria de este recipiente, en el más fino tequila!