Libros sí, Alpargatas también
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El árbol de los plátanos
Belén Gopegui
No escribamos sobre lo que pensamos que difícilmente nos publicarían pero que a lo mejor, como estamos en un continente libre, al fin logramos publicar en una editorial pequeña o en una gran editorial con deseo de legitimarse. Escribamos, por el contrario, sobre lo que sabemos que no podemos escribir, porque está prohibido. Escribamos textos que no estén separados de la vida, que no vayan a parar a los sillones de orejas en donde se fantasea, sino a las mesas de trabajo en donde se organiza la próxima acción
Y firmaré este texto, y ellos sabrán quién soy. Vamos firmando, diseminados, extrañados, solitarios, los escritores y escritoras nuestros textos y ellos conocen nuestros nombres y ni siquiera les importa cuáles sean. En Europa no persiguen a los escritores. En Europa no nos impiden escribir ni nos arrestan, ni tampoco nos matan. En Europa nos compran. No digo nos corrompen, nos sobornan, nos tientan con prebendas presentes o futuras. Es algo anterior. Europa ha comprado a sus escritores antes de que nosotros y nosotras empezáramos a escribir.
Se sabe, y ya no causa asombro, que los mayores centros de defensa del medio ambiente, las mayores fundaciones organizadoras de seminarios sobre la conservación de los bosques y otras instituciones similares, pertenecen a las industrias más contaminantes del planeta. Del mismo modo, afirmo, existe una inmensa fundación llamada literatura cuyos gastos sufragan los Estados nacionales a medias con diversas modalidades de empresas, fundamentalmente empresas de medios de comunicación. Y así como quien destruye el medio ambiente finge defenderlo, así quienes secuestran y cercenan la libertad fingen, a través de su fundación, que la libertad está, valga la paradoja, en libertad.
Es, por tanto, la nuestra, la de los escritores europeos, una misión terrible. Porque si no existiéramos, si desapareciésemos de la faz de la tierra, de Europa se diría que es un continente sin libertad, tal como se decía de la Unión Soviética o como se dice de algunas dictaduras religiosas en otros continentes. De Europa se diría acaso que es un continente con un nivel aceptable de vida para muchos y con una gran oferta para los consumidores. Se diría que no son tristes sus tiendas como eran tristes, al parecer, las tiendas de la Unión Soviética. Se diría que no padecen persecución y muerte los disidentes en Europa como sí la padecen aún en las dictaduras religiosas pero en cambio, se diría, es la suya una población sumisa, domesticada. Se diría de Europa que es un continente donde nadie puede buscar la verdad. Se diría, voy a decirlo ahora, que es un continente autoritario cuyas clases dominantes se alimentan y reproducen gracias al poder ejercido con la aquiescencia de una población sin ambiciones.
¿Por qué no tiene ambiciones la población europea? ¿Por qué no ambiciona una democracia real, un acceso real a la palabra pública, una resolución real de la miseria, una abolición real de la explotación? ¿Por qué no exige de sus dirigentes al menos esas promesas? No lo hace, desde mi punto de vista, por tres motivos. El primero lo describió Lenin hace mucho tiempo. Cuando las personas tienen que vender su fuerza de trabajo, cuando están obligadas a vender, por así decirlo, su disponibilidad, esas personas "no están para política". El tiempo que pasan fuera de sus centros de trabajo no es en absoluto tiempo libre, sino que forma parte de la disponibilidad vendida, es tiempo de reposición y emplearlo en la militancia no deja de ser una lucha agotadora, contrarreloj, a cambio de casi nada. A cambio de casi nada puesto que, además, la militancia política hoy por hoy en Europa juega con las cartas marcadas, y así determinada militancia no está autorizada a disputar las cuotas de poder efectivo, ya sea obteniendo la propiedad de medios de comunicación, o bien el necesario poder económico con que defenderse de las presiones de quienes hoy tienen ese poder efectivo y no lo han alcanzado, es bien sabido, por las urnas.
Sucede, sin embargo, que este primer motivo aun siendo de importancia vital puede a veces superarse, siquiera por un corto período de tiempo, en condiciones de máxima tensión, tal vez una guerra o una opresión constante. En esas condiciones la militancia puede dejar de ser aquiescencia con las limitaciones impuestas y convertirse en lucha revolucionaria. ¿Pero por qué solo en esas condiciones? ¿Acaso no es la venta de la vida una opresión constante? ¿Acaso no podrían darse durante cada uno de los días las condiciones para que la población se revolviera en busca de su libertad?
Encontramos entonces el segundo motivo. A pesar de todos los retrocesos en materia de medio ambiente, salud, conocimiento, control de las decisiones, protección frente al riesgo, etcétera, a pesar de todo el camino enloquecido en que está sumido el planeta convirtiendo a la inmensa mayoría de sus habitantes en seres desarraigados e indefensos, es cierto que en Europa y en algunos otros países sí se ha conseguido, para un porcentaje amplio de la población, eliminar la penuria. Ya no son mayoría los que tienen que trabajar con los pies hundidos en el barro, tiritando. Ya no son mayoría, en Europa, los que soportan penosos esfuerzos físicos que acaban con su vida. Son muchos, aún, pero en Europa no son mayoría. Han aparecido nuevas enfermedades profesionales, se han multiplicado las patologías mentales, son muchas más las personas que mueren solas, pero parece haber quedado lejos de la mayoría la penuria, la suciedad, el frío. Esta fue la gran conquista europea, no el estado del bienestar, esa mentira, sino algo previo: Europa ha librado a un porcentaje amplio de la población de tener que hundir los pies en el barro. Ahora bien, este ha sido también el destino de parte de la humanidad, también en algunas dictaduras ha disminuido la penuria, el barro, también había disminuido en la Unión Soviética. ¿Qué es entonces lo que distingue a Europa? ¿Cuál es el plato de lentejas a cambio del cual ha vendido su libertad? No es la desaparición de la penuria, sino la aparición de los colchones de latex, los yogures desnatados, un coche por familia y tres televisores y dos teléfonos móviles. Y si en la Unión Soviética justificaba el autoritarismo por la búsqueda de la igualdad y por la defensa propia, y si en las dictaduras religiosas lo justifican por un más allá después de la muerte, en Europa las clases dominantes solo podrían justificar su estúpido dominio por el placer posible de consumir yogur desnatado con trozos de piña cuyo envase da derecho a participar en el sorteo de veinte ciclomotores. No obstante, ahora Europa no necesita explicar nada, justificar nada, porque en Europa nadie reconoce haber entregado la libertad.
Así es como aparece el tercer motivo. Quizá, decimos, hemos aceptado sin demasiada resistencia la imposibilidad de participar realmente en las decisiones que nos incumben. Pero lo asumimos en términos de eficacia, fingimos que son solo unas pocas decisiones las que quedan fuera y, sobre todo, añadimos que, en cualquier caso, lo que sí conservamos, a lo que no renunciaríamos nunca, es a la libertad. Prueba de ello, decimos, es que aquí cada escritor puede escribir lo que quiera, y nunca será perseguido por ello. También se dice a veces que cualquiera puede expresar sus ideas políticas. Solo que este hecho, además de no ser del todo cierto queda sin efecto por cuanto las ideas políticas buscan diseminarse, crecer, y esto es imposible en Europa si no se dispone del capital suficiente. Por el contrario parece que al escritor le basta con expres