El libro The Clash of Civilizations and the Remaking of the World Order -El choque de las civilizaciones y la remodelación del nuevo orden mundial- de Samuel Huntington, publicado en 1977, merecería cierta atención así fuera por el solo hecho del enorme éxito que obtuvo cuando apareció, y sobre todo después de los atentados del 11 de septiembre, a raíz de los cuales se volvió uno de los grandes bestsellers en Estados Unidos y otros países, habiéndose aureolado su autor, automáticamente, con un prestigio muy cercano al de un visionario..
Sin embargo, una ligera hojeada que se haga del libro basta para que uno se dé cuenta de algunos errores mayúsculos y de la enorme ignorancia que el profesor Huntington -catedrático de la Universidad de Harvard, y director del Instituto de Estudios Estratégicos John M. Olin- manifiesta sobre algunas de esas «civilizaciones» que presume de conocer tan bien. Una lectura cuidadosa confirma, con creces, esta primer impresión..
El libro tuvo origen en un artículo del propio Huntington publicado en 1993 en la revista Foreing Affairs, con el mismo título: «The Clash of Civilizations» el cual, según los directores de la revista - cuenta Huntington-, despertó más polémicas que ningún otro artículo aparecido en esa publicación desde los años cuarenta. Esta respuesta animó a Huntington a hacer, del artículo, un libro. Y, si no siempre, casi siempre sucede que, para transformar un artículo en un libro, hay que inflarlo, que fue lo que hizo el profesor, acudiendo a un agobiante número de datos y estadísticas que, se supone, fortalecen sus teorías..
No obstante, y aunque el libro contiene algunas cosas interesantes y atinadas, resulta que la principal de esas teorías, por principio de cuentas, no fue inventada o, digamos, enunciada por la vez primera por Samuel Huntington, sino por un ex primer ministro canadiense, Lester B. Pearson, Premio Nobel de la Paz 1957 -y a quien Huntington no le queda más remedio que citar- quien hace casi medio siglo expresó que «los conflictos más importantes y de más largo alcance» no ocurrirían ya «entre las naciones pertenecientes a una misma civilización, sino entre las propias civilizaciones». Ese es el origen no sólo del artículo, sino también del libro y del éxito de Samuel Huntington..
Tras citar algunas opiniones sobre lo que es una civilización, y cuántas y cuáles han sido las civilizaciones fundamentales que se han dado en la historia conocida -puntos de vista por ejemplo de Braudel, Durkheim y Toynbee- Huntington afirma que, de todos los elementos objetivos que definen a una civilización, es sin duda la religión el más importante. Así, pueblos que comparten raza y lenguaje -nos dice-, pero que no comparten el mismo credo religioso, suelen matarse unos a otros, «como sucedió en el Líbano y en Yugoslavia». Huntington no explica -porque lo que no conviene a sus tesis lo ignora- a qué se debe, entonces, que en Irlanda del Norte los habitantes, todos de una misma religión, la cristiana, se maten entre sí y no por cuestiones religiosas: protestantes unos, católicos otros, no se aniquilan mutuamente por la defensa de dogmas o creencias, sino por la conquista del poder económico y político. Tampoco nos dice Huntington por qué los etarras, pertenecientes a un pueblo católico, el vasco, matan a los habitantes de otro pueblo católico, el español. Por último, no hay ninguna explicación sobre cómo pudo ocurrir, entre dos países musulmanes, Irán e Irak, una guerra que duró casi diez años, que, aunque al principio parecía una guerra santa, la verdad es que en ella y desde un principio Dios tuvo nada o muy poco que ver, ya que no en balde comenzó, como sabemos, con la invasión iraquí de los campos petroleros de la provincia iraní de Khuzestán.. La brújula de Occidente .
En las primeras páginas del libro nos encontramos con varios mapamundis. Uno de ellos ilustra los territorios ocupados por las nueve civilizaciones del mundo de hoy, que son, según Huntington: la occidental, la latinoamericana, la africana, la islámica, la sínica o china, la hindú, la ortodoxa, la budista y la japonesa..
El gran pensador y escritor rumano Cioran dijo en una ocasión -lo cito de memoria-, después de conocer a Jorge Luis Borges, que los intelectuales europeos no dejaban de ser unos provincianos si se les comparaba con los intelectuales latinoamericanos. Y tenía razón. América Latina, además de la presencia de un gran número de etnias aborígenes, cuenta con una población inmensamente mayoritaria en relación con esos núcleos indígenas, que habla un idioma occidental y piensa en ese idioma, y que profesa una religión heredada de Europa Occidental. Los intelectuales y los escritores, los científicos, los filósofos latinoamericanos, son producto de esa cultura que, desde luego, si entra en la clasificación huntingtoniana de las civilizaciones, sólo puede ocupar un lugar: el de la civilización occidental. Hablar de una civilización latinoamericana en contraposición a la occidental -o sea en clash, presente o futuro, actual o probable- es un disparate que apenas si sería comprensible si proviniera de un cargador italiano, pero que es inexcusable en un académico norteamericano..
Huntington dice que la civilización latinoamericana es un vástago de otra civilización que, como todas las más importantes hoy existentes, ha sobrevivido cuando menos un milenio: la occidental. Lo más que acepta es que puede considerársele -supongo que en caso extremo- como una subcivilización. De lo que no se da cuenta -o no quiere darse- es de un hecho por demás evidente: nosotros, los latinoamericanos, no somos los hijos, sino los continuadores -en la misma medida en que lo son los propios norteamericanos y canadienses- de la cultura occidental en este otro hemisferio al cual los conquistadores, ingleses y españoles, holandeses, portugueses, llegaron con toda su historia a cuestas, en el mismísimo siglo en que tuvo lugar el Renacimiento, para imponer una nueva realidad, ocasional y afortunadamente enriquecida por aportes aborígenes, algunos de gran trascendencia. En América del Norte el exterminio de los indios fue prácticamente total. No así en el resto del continente, aunque se cometieron en él inmensos genocidios. Pero las culturas prehispánicas fueron cortadas de tajo y en América Latina fueron impuestas a sangre y fuego las lenguas española y portuguesa, y la religión católica de la Contrarreforma. Como es esta, la religión católica, la que ha sido predominante hasta la fecha en Latinoamérica, Huntington sostiene, en apoyo de su teoría de una civilización latinoamericana distinta a las demás, la peregrina idea de que las naciones latinoamericanas adquirieron una identidad diferente a la de Occidente, al no combinar, como hicieron los países europeos y Estados Unidos, las culturas católica y protestante. Este apego, pues, al catolicismo, es lo que transforma a América Latina en otra civilización. Como de costumbre, Huntington no se acuerda de lo que no quiere acordarse: de Irlanda del Sur, y por supuesto, tampoco de la misma España -ambos países profundamente católicos, como sabe todo el mundo y, además, en el caso de la Irlanda de James Joyce, un país puritano como pocos. Otra característica que ha alejado a América Latina de la civilización occidental, son los regímenes autoritarios -los cuales, según Huntington, fueron mucho menos autoritarios en Europa, y nunca han existido en América del Norte. La suma de las tiranías bárbaras de Europa llenaría miles de páginas. Bastaría mencionar las de Hitler, Mussolini y Franco, para convencernos de que Europa resulta, en ese aspecto, tan occidental como Latinoamérica..
Como si estos dislates fueran pocos, en un momento dado de su libro Huntington cita a un investigador de nombre Melko, autor de Nature of Civilizations -Naturaleza de las civilizaciones- quien habla de no menos de doce grandes civilizaciones, siete de las cuales ya extinguidas: la mesopotámica, la egipcia, la cretense, la clásica, la bizantina, la mesoamericana, la Middle American -supongo que se refiere a la mesoamericana- y la andina, y de cinco que aún existen: la china, la japonesa, la hindú, la musulmana y la occidental. Y Huntington agrega que a estas últimas cinco «es útil, en el mundo contemporáneo, agregar la latinoamericana ortodoxa y algunas civilizaciones africanas». ¿Qué quiere decir Huntington con «ortodoxo» aplicado a América Latina, y en todo caso cuál es la Latinoamérica «ortodoxa»? Para esto, como para muchas otras cosas, Huntington no tiene ninguna respuesta..
Huntington no puede ignorar el notable avance del protestantismo en América Latina -él mismo nos proporciona las estadísticas: en 1960, el número de protestantes era de siete millones, en 1960 de cincuenta millones-, pero no se le ocurre, desde luego, afirmar que ese progreso signifique una «occidentalización» de nuestro continente. A cambio de ello, se le olvida ocuparse del fenómeno que representa la cada vez mayor influencia de la lengua castellana en Estados Unidos, la invasión de las cocinas latinoamericanas, muy en particular la mexicana, y en general la multiplicación del número de los llamados hispanics -cuya población es ahora en Estados Unidos mayor que la población negra-, misma que por su magnitud representa una amenaza concreta no contra las civilizaciones occidentales, sino contra la raza predominante en ese país, los anglosajones. Los llamados wasp, para ser más exactos -white anglosaxon protestants. Me atrevo a suponer que el temor -por supuesto no infundado- de que los latinoamericanos acaben por dominar el escenario político norteamericano, a fuerza simplemente de reproducirse con mucha mayor tenacidad que los wasp, es lo que hace que el profesor Huntington nos considere, si no como marcianos, sí como miembros de una civilización muy distinta a la occidental, o al menos inferior. Tampoco se le ocurre a Huntington suponer que todo ese proceso de aparente hispanización -en realidad no lo es tanto- podría conducir a la «desoccidentalización» de Estados Unidos. Si se me perdona la digresión, valdría la pena recordar que alguien dijo que la lucha de las lenguas española e inglesa en Estados Unidos recuerda la batalla que, durante siglos, libraron el mundo anglosajón y el español por el dominio del mar y del mundo.. Todos somos todo .
La conquista de América Latina, en cambio, sí condujo a la occidentalización del continente. El resultado fue una cultura mestiza, como en su tiempo fueron mestizas las naciones que, en su conjunto, dieron forma y sentido a la cultura occidental. La misma España conquistadora del siglo xv era el producto de una rica mezcla de fenicios y griegos, romanos, suevos, visigodos, judíos, bereberes y árabes. Y en lo que se refiere a América Latina, la influencia occidental, mediante la imposición de una lengua y una religión europeas, fue, nos guste o no, la predominante. Puede no gustarnos, sí, porque hoy lamentamos la desaparición de grandes civilizaciones cuyos vestigios perduran como ruinas arqueológicas o, si acaso, en la gastronomía, en el folclore y en cierta medida, modesta, en el idioma; pero como eso, como vestigios las más de las veces, y no como elementos esenciales. Pero puede gustarnos: somos herederos de toda la cultura universal y en particular, muy en particular, de la judeo-cristiana-occidental. O tal vez debería decir: de la judeo-árabe-cristiana-occidental..
Es así como Cervantes pertenece a la cultura latinoamericana tanto como pertenece a la española. Lo que es más: Aristóteles, Rabelais, Dante, Shakespeare y Mozart -para poner los ejemplos más obvios: se podría mencionar en su lugar a Anaximandro, Delacroix, Vico, John Donne o Gluck- pertenecen a la cultura latinoamericana tanto como pertenecen a las culturas griega, francesa, italiana, inglesa y alemana. Esto, muy pocos europeos están capacitados para entenderlo. Esto lo entendió Cioran. Esto no puede, o no quiere entenderlo Samuel Huntington. En realidad, pienso, no lo entendería jamás. Después de todo Benito Juárez, el presidente mexicano que separó al poder espiritual del temporal, nutrió su pensamiento en la filosofía francesa del Siglo de las Luces, y no en la filosofía náhuatl..
Un error semejante en el que caen quienes se refieren a Gran Bretaña con el nombre de Inglaterra, cuando en realidad este país se divide en tres naciones: Gales, Escocia y la propia Inglaterra, es cometido por todos los millones de europeos que llaman sudamericanos a todos los habitantes del continente latinoamericano. Es decir, a todos los que habitan desde el río Bravo -o río Grande- hasta la Patagonia. Algunos, incluso, nos llaman a todos -desde los mexicanos hasta los chilenos y argentinos- centroamericanos. Aquí, en este lado del mundo, o cuando menos en México, se nos enseña que, desde el punto de vista geográfico, el continente americano se divide en América del Norte, que comprende México, Estados Unidos y Canadá; América Central, que comprende a seis países, desde Guatemala a Panamá, y América del Sur, que comprende al resto de las naciones..
Samuel Huntington, catedrático de la Universidad de Harvard, no está, al parecer, enterado de esta división geográfica, y eso lo conduce a decir nuevos despropósitos. Afirma, entre otras cosas, que «en México -como en Rusia- la revolución incluyó la incorporación de elementos de la cultura occidental y su adaptación a ellos». No exageré al calificar de enorme la ignorancia de Huntington. Es sabido que en México la Revolución de 1910-1921 produjo el surgimiento de un nacionalismo que, entre otras cosas, reivindicó el valor de las culturas precolombinas de nuestro territorio hasta el punto que -y no obstante que esto no acabó con la discriminación racial que, entre nosotros mismos, siempre ha existido en México- muchos millones de mexicanos de la minoría de piel blanca comenzaron a manifestarse -por lo menos de la boca para afuera- orgullosos de «su pasado indígena». A raíz de la revolución, comenzó también la revaloración de la gastronomía, la música, las danzas regionales y otros aspectos de la cultura mexicana que habían sido menospreciados durante décadas por la afrancesada burguesía urbana, y nació y alcanzó su apogeo el movimiento muralista que tuvo renombre internacional, y del cual los tres más destacados representantes fueron Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Algunos signos anunciaron el resurgimiento de esta nueva cara del nacionalismo mexicano: en 1887, en pleno porfiriato, se inauguró en la avenida más importante de México, el Paseo de la Reforma, el monumento al último emperador azteca, Cuauhtémoc, un héroe cuya relación con el presente mexicano es, en todo caso, mucho más importante y cercana de la que pueda tener, por ejemplo, el tan apreciado héroe galo Vercingetorix con la Francia actual. Nada de esto, por supuesto, significó una desoccidentalización de México, y sí la recuperación y el reconocimiento de características destinadas a consolidar la identidad de un país latinoamericano occidental, muy distinto a todos los otros países occidentales, pero occidental al fin. Sin embargo, si aplicamos a esta serie de fenómenos un criterio huntingtoniano, nos encontraríamos con una más de las confusiones y contradicciones que caracterizan las teorías del profesor. Pero una vez más, Huntington nada sabe de esto, o no quiere saberlo..
Está claro que por este motivo, por no saber que se da el nombre de América del Norte al conjunto de México, Estados Unidos -incluida Alaska, desde luego- y Canadá, que el profesor Huntington, cuando oye o lee la palabra Norteamérica -North America- o sus derivados, como en el nafta -North American Free Trade Agreement: Tratado de Libre Comercio- piensa que el término sólo comprende a Estados Unidos y Canadá y decide por lo tanto que el afán demostrado por México para integrar, junto con esas dos naciones, el tlc -como lo conocemos en sus siglas españolas- es el reflejo de la obsesión que tienen desde los años ochenta sus líderes políticos e intelectuales por redefinir a México como un país norteamericano. En otras palabras, México ha tratado de renunciar a su identidad latinoamericana, según Huntington, para alcanzar una identidad distinta cuyo éxito a largo plazo, asegura, depende de su habilidad para redefinirse culturalmente, despojándose de los lazos que lo unen al resto de América Latina para establecerlos con América del Norte -entiéndase por esto, nuevamente, Canadá y, sobre todo, Estados Unidos.. Ataturk de Gortari nunca existió .
México queda así catalogado por Huntington dentro de las naciones «desgarradas» - torn countries- que son aquellas que poseen una sola cultura predominante que las coloca dentro de una civilización específica, con líderes que quieren cambiar esa civilización por otra. Estos países son aquellos que, según Huntington, han sido inoculados con el virus de la occidentalización, y que por lo mismo viven en una especie de esquizofrenia cultural..
Como abanderado de esta colosal transformación -¿qué otra cosa puede ser, sino colosal, el cambio de una civilización en otra civilización en el transcurso de unos cuantos años y por voluntad de sólo unos cuantos? - figura, en The Clash of Civilizations el ex presidente mexicano Carlos Salinas, al que Huntington llama «el Kemal Ataturk de México»..
El propio Hutington se encarga de recordarnos que Kemal Ataturk, el célebre gobernador de Turquía, proclamó en las primeras décadas del siglo xx, en un desenfrenado impulso de occidentalización, la república laica, abolió el califato -que desde entonces desapareció del mundo islámico-, suprimió las escuelas religiosas, adoptó el calendario gregoriano, prohibió el uso del fez -el clásico gorro de fieltro rojo en forma de cubilete- y declaró que el idioma turco debía ser escrito en alfabeto romano y no en árabe. Cabe decir que durante muchos años, el Occidente ha presentado a Kemal Ataturk como un gran hombre, un prócer de elevada estatura, fundador de la moderna Turquía. Para esto se ha prescindido de su participación en lo que hoy día se consideran como los primeros genocidios de fines del siglo XIX y principios del siglo XX: la matanza de millones de armenios. Pero sucede -el propio Huntington lo señala- que Occidente consideró a Turquía como un muro de contención de los impulsos expansionistas rusos -y después, soviéticos. Esta es también la razón, desde luego, por la cual Turquía es miembro de la otan -nato por sus siglas inglesas-, a pesar de que Huntington afirma «que el éxito de la otan es resultado, en gran parte, de que se desempeña como la organización central de seguridad de países occidentales que comparten valores y presupuestos "filosóficos" comunes -common values and philosophical assumptions-». ¿En qué quedamos por fin? El mismo Huntington confirma algo que no necesita confirmación, y es que Turquía es un país islámico cuyo gobierno laico, además, y en vista del creciente resentimiento del resto del mundo musulmán -en la Conferencia de Bandung de 1995 se calificó a Turquía como país «blasfemo»- comenzó a financiar entre los años ochenta y noventa la construcción de mezquitas e hizo obligatoria la educación religiosa -islámica, por supuesto- en todas las escuelas públicas. Para nuestra sorpresa, el profesor tampoco considera que Grecia sea un país occidental -de sus razones se dará cuenta más adelante-, pero sin embargo, según se entiende, de acuerdo con sus teorías cualquier país de cualquier civilización no occidental se vuelve occidental en forma automática e instantánea cuando se integra a la otan..
Si uno de los principales méritos de Kemal Ataturk fue el de promover la laicización de su país, ¿ en qué se le puede parecer Carlos Salinas, el presidente que reconcilió al Estado y la Iglesia, y reanudó las relaciones diplomáticas de México con el Vaticano que se habían interrumpido desde hacía más de un siglo, dándole así nuevos ímpetus a la derecha y a la reacción mexicanas? Pues en el hecho de que Salinas promovió el liberalismo económico, privatizó numerosas empresas gubernamentales, redujo el poder de los sindicatos y llevó a México al Tratado de Libre Comercio, afirma Huntington, sin decirnos qué otras cosas -aparte de los esfuerzos por laicizar y occidentalizar a su país y de las masacres de armenios- hizo el turco para que el mexicano pueda ser comparado con él.. Fuera de Occidente, todo es periferia .
Huntington se pregunta si México llegará a ser un país norteamericano. Por una parte, afirma, la inmensa mayoría de las élites políticas, económicas e intelectuales favorecen ese tránsito -el de una civilización a otra. Al mismo tiempo, cien páginas más adelante, nos dice que si los musulmanes representan el problema más inmediato para los europeos hoy en día, para los norteamericanos el problema más inmediato lo representan los mexicanos, que son -agrega-, entre todos los inmigrantes que llegan a Estados Unidos, los más reacios a la adaptación. Se olvida Huntington de los millones de musulmanes norteamericanos que ese país no puede asimilar a su muy particular versión de la civilización occidental -tal como es concebida por los wasp- y, en primera y última instancia de los millones de negros descendientes de los primeros esclavos, víctimas de una inmigración forzada, que tampoco acaban de ser digeridos por la comunidad anglosajona. Ni es lo que, al parecer, desea la mayoría de los negros. Pero en fin, en lo que respecta a los mexicanos, a Huntington lo que le alarma -lo menciona con especial énfasis más de una vez- es el hecho de que hayan sido banderas mexicanas, y no las banderas de las barras y las estrellas, las que hayan salido a relucir en las marchas de protesta que hizo la comunidad mexicana de Los Ángeles contra la Propuesta 187 votada en California en 1994..
Huntington acepta el nombre de «civilización ortodoxa» dado por otros investigadores a la que ocupa, en su mapa, todo lo que era la Unión Soviética, algunos países balcánicos y, como ya se ha mencionado, Grecia. En otras palabras, aunque Huntington reconoce que Grecia fue la cuna de la civilización occidental -la palabra que emplea en inglés es home, que significa hogar-, la elimina de la civilización occidental con el argumento, prestado, de que ésta y las otras naciones mencionadas se separaron de lo que llama la cristiandad occidental como resultado de su «parentesco» con Bizancio y una religión distinta. Huntington ignora una vez más que la Iglesia Ortodoxa, llamada también Iglesia Griega porque surgió en los países de habla griega del Imperio Romano, constituye una de las tres grandes divisiones del cristianismo: no se trata de otra religión, sino de la misma, si bien con variantes, algunas de ellas, poco significativas. Esta Iglesia nació de la ruptura habida entre las dos grandes sedes de la Iglesia: Roma y Constantinopla, cuando esta última fue saqueada en 1204, con el apoyo del Papa, por el ejército de la cuarta cruzada, que abandonó su propósito inicial -el de combatir a lo turcos-, para atacar a la gran metrópoli cristiana..
No escapa, por otra parte, al profesor de Harvard, la amenaza que, para otras naciones -o, digamos, civilizaciones-, representa China, cuya economía, nos señala, creció a un ritmo del ocho por ciento anual en la década de los ochenta, y que sin duda en este siglo XXI está en camino de transformarse en la mayor economía del mundo: el peligro amarillo, así bautizado si mal no recuerdo, hace más de cincuenta años, por el escritor y lingüista chino Lin Yutang..
No pienso dedicar mucho más espacio al libro de Samuel Huntington. Como dije en un principio, si vale la pena hablar de él es porque cientos de miles de lectores, probablemente millones, han creído -se les ha hecho creer- que en El choque de las civilizaciones encontrarían una clara respuesta a sus interrogantes sobre el 11 de septiembre del 2001. No es así: se trata de un libro farragoso y denso, que revienta de estadísticas y lugares comunes. Mi propósito al hablar de él es, sobre todo, el de señalar los grandes disparates que contiene, y que tanto distorsionan la realidad histórica. Es evidente, por supuesto, que si a Huntington lo han leído millones de lectores, al que esto escribe lo leerán, con suerte, algunos miles, y no serán los mismos lectores de Huntington. Pero con disuadir a esos cuantos miles -o a algunos cientos- de la lectura de El choque de las civilizaciones, me doy por satisfecho. Pero también si esta reseña despierta su curiosidad y se animan a constatar por sí mismos algunas de sus bárbaras afirmaciones. Por ejemplo, una más de tantas: «Los occidentales se han opuesto permanente y abrumadoramente a la proliferación de armas nucleares, y apoyado -en todo el mundo- la democracia y los derechos humanos»..
Tanto en general, como en lo que se refiere al conflicto entre Occidente y el Islam, Huntington tiene unos cuantos aciertos. Entre los primeros, algunos que podemos aplicar en defensa de la occidentalidad latinoamericana. Por ejemplo, dice Huntington que las personas tienen niveles diferentes de identidad. Así, una persona nacida en Roma puede definirse como romana, italiana, católica, cristiana, europea y occidental. Lo mismo se puede decir -digo yo- del nacido en Buenos Aires, que primero es bonaerense y argentino y después católico, judío o ateo, pero definitivamente latinoamericano y occidental. Y -en muchas ocasiones- casi tan italiano como el nacido en Roma o el hijo de italianos que creció en el Bronx.. Entre arrogantes, intolerantes y hegemónicos .
En otra parte de su libro, Huntington afirma que aquellos que creen que la internacionalización de los hábitos de consumo occidentales -léase norteamericanos- está contribuyendo a crear una civilización universal, están equivocados: «la esencia de la civilización occidental es la Carta Magna -así llamado el pacto de rey Juan de Inglaterra y sus barones en el cual el monarca garantizaba ciertas libertades al pueblo inglés, y que es considerado como el germen de los derechos del hombre- y no el Big Mac» -the Magna Carta, not the Magna Mac-, y ejemplifica: «en alguna parte del mundo islámico, media docena de jóvenes, vestidos con blue jeans, que beben Coca Cola y escuchan rap, bien pueden estar planeando cómo hacer explotar un avión norteamericano de pasajeros». Tiene razón el profesor, y es por eso, no por el hecho de que a los mexicanos les gusten los hot dogs, los Levis y el hard rock, que se están volviendo norteamericanos: simplemente, siguen las tendencias culturales -culturales en el sentido más lato y pedestre de la expresión- del mundo occidental en el que viven, o son arrastrados por ellas. Huntington se sorprendería mucho si supiera que la Coca Cola es usada, por algunas comunidades indígenas mexicanas, como una bebida sagrada en sus rituales religiosos..
Señala Huntington por otra parte un hecho que, no por obvio, deja de tener una importancia fundamental: las grandes ideologías políticas del siglo XX, entre ellas el liberalismo, el anarquismo, el socialismo, el comunismo, la socialdemocracia, y el fascismo -aunque a mí no me queda claro que todas ellas sean en verdad «ideologías»-, han sido producto de la civilización europea, y en cambio, el Occidente, afirma Huntington, nunca ha generado una religión mayor. Esta es una verdad a medias, que sería necesario matizar, porque el profesor pasa por alto que durante el siglo i el cristianismo había sido ya predicado en casi todos los países del Imperio Romano, cuyos territorios en África y Asia Menor -Mauritania, Numidia, Cirenaica, Egipto, la Arabia Pétrea, Capadocia y Asiria, entre otros- eran mucho menos extensos que sus dominios en lo que hoy día es buena parte de las Europas del Este y del Oeste -la Hispana Citerior, Lusitania, Hibernía, Britania, Hiria, Tracia, Macedonia, etcétera-, que fue donde prendió y prosperó como en ninguna otra parte del mundo de aquel entonces la semilla del cristianismo. En otras palabras, las raíces del cristianismo no fueron occidentales -sus cimientos no han dejado de ser los mismos: el Antiguo Testamento, producto de la civilización judía-, pero fue Roma la que a fin de cuentas, y a pesar de su deseo inicial de exterminarlo, nutrió al cristianismo y le dio alas..
No abundan, sin embargo, los norteamericanos con la lucidez suficiente como para reconocer, como lo hace Huntington, que «Occidente no ganó al mundo por la superioridad de sus ideas, sus valores o su religión, sino por su superioridad en aplicar la violencia organizada. Con frecuencia, esto lo olvidan los occidentales. Los no occidentales nunca lo olvidan». Por otra parte nos recuerda algunas verdades que no por obvias dejan de ser incómodas, por decir lo menos: Occidente -léase Estados Unidos y Europa- es la única civilización que tiene intereses sustanciales en todas las otras civilizaciones y regiones del mundo, así como el poder de influir en su política, su economía y su seguridad, entre otras cosas porque es dueño -y maneja- el sistema bancario internacional, domina los mercados internacionales del capital, y tiene la supremacía en la investigación científica y de tecnología de punta, así como en el acceso al espacio, las comunicaciones internacionales y la industria armamentista más avanzada. A esto se agrega, dice Huntington, que el fracaso rotundo del comunismo le hizo creer a Occidente que su liberalismo democrático era un sistema válido universalmente, y que pronto consolidaría su triunfo en todo el planeta..
Y, en lo que se refiere a los choques del futuro -del que sin duda tuvimos ya un vislumbre cegador el 11 de septiembre del 2001-, Huntington asegura que los encuentros más peligrosos se derivarán, muy probablemente, de la «interacción de la arrogancia occidental, la intolerancia islámica y la determinación de China por imponer su hegemonía». De paso, nos proporciona un dato que habla por sí solo: de acuerdo con el Departamento de Defensa de Estados Unidos, entre 1980 y 1995 -recordemos que el libro fue publicado en 1997- los norteamericanos realizaron diecisiete intervenciones militares en Medio Oriente, todas contra musulmanes.