Entrevista al dramaturgo Alfonso Sastre El alma de un camarada oscuro
Julio César Guanche
La Jiribilla
«No soy, digámoslo así, un pacifista a ultranza. Y desde luego prefiero la resistencia —¿hasta la muerte?; en el momento de esa decisión, he de confesar que mis piernas tiemblan— a la rendición y al abatimiento de la bandera roja. La paz es uno de los nombres de la justicia. Sin justicia, el orden público es la peor guerra posible.». Entrevista con Alfonso Sastre.
Alfonso Sastre (Madrid, 1926), uno de los dramaturgos esenciales del siglo XX español, ha dicho de sí mismo que es un «autor mundialmente desconocido». Sin embargo, después de conferírsele en el 2002 el Premio Max de Honor, que otorga la Sociedad General de Autores y Editores de España «a la obra de la vida» por un «aporte esencial a la literatura y el teatro», quizás vea aparecer sobre las tablas uno de sus dramas, pueda leer una reseña sobre tal función en los periódicos y firme ejemplares de sus libros en alguna librería de Madrid. El hecho es que Sastre ha habitado por décadas en el Index, en la Prohibición. Durante el franquismo, sufrió la inquisición en la forma medieval, la pura censura de las representaciones de sus obras, que llegó hasta no dejarle firmar su versión del clásico Marat/Sade, de Peter Weiss. Actualmente, la democracia neofranquista lo condena de otra manera. De las 173 obras que se estrenaron en los teatros españoles en el año 2002, ninguna es de su autoría. Silenciado por la prensa, ignorado por los editores, difamado como «terrorista», mantiene, sin embargo, el sentido del humor y habla de que padece solo el «discreto encanto de la marginación». Con todo, cuando se le recuerda que la Historia General de las Indias, de Bartolomé de las Casas, estuvo sin publicar durante tres siglos en el país ibérico, mientras sí se publicaron las historias tributarias del Poder Colonial, y se le pregunta qué continuidades guarda la censura desde entonces hasta hoy, Sastre responde con una afirmación radical: «escribir en España ha sido siempre —y sigue siendo— luchar contra la censura, visible o invisible». Para corroborar lo que en esa afirmación le atañe a él personalmente, bastaría con revisar Censura y represión intelectual en la España franquista: el caso de Alfonso Sastre, libro que fuera antes una investigación de doctorado y donde se analiza, con el casuismo propio de la legislación de Indias, el «Caso Sastre». Solo «un caso más, aunque más relevante que otros en función de mi tozudez», en opinión de su protagonista.
Sastre es fundamentalmente un autor teatral, pero no radica únicamente allí la importancia de su obra. Sus registros en los territorios de la poesía, la narrativa y el ensayo lo colocan en esa difícil condición de «escritor total», que algún especialista le ha conferido al autor de Escuadra hacia la muerte. Con sus trabajos y sus días, Sastre demuestra que para ser radical es preciso admirar al unísono los valores inderrotables de la sutileza y de cierta ambigüedad, que para ser de izquierda se hace obligatorio aborrecer los panfletos, la burocracia y la mediocridad; que la apuesta por la coherencia es muy difícil, pero imprescindible, sobre todo si se entiende que no hay solución a los problemas de la vida humana dentro de las estructuras del capitalismo; y que se puede ser un escritor «comprometido» y criticar reciamente a los intelectuales de izquierda, «o sedicentemente llamados de izquierda», a los de derecha, y a los que intentan mantenerse «neutrales en un tren en marcha», como diría su admirado Howard Zinn, a partir de una idea: el fiel de las adhesiones verdaderas no está en las doctrinas, sino en adscribirse a los intentos de responder a las necesidades de los seres humanos, a sus miserias, a sus carencias de pan, de justicia, y de libertad. La intelligentsia«Hoy una vasta zona del pensamiento, a fuer de ser débil, se avergüenza de ser pensamiento», ha dicho usted. Si la actividad de pensar conserva en algo su antiguo prestigio, ¿dónde estaría su dignidad?
Su dignidad reside en la fuerza con la que asume su irrisoriedad. El pensamiento es un héroe irrisorio, que es como yo defino a los de mis «tragedias complejas». Alguien que saca fuerzas de su flaqueza y es capaz de plantearse, por ejemplo, desde una casita de Königsberg y con frío, cuestiones sobre la posibilidad de los juicios sintéticos a priori o sobre el proyecto magno de una sociedad sin clases. «La intelligentsia ha sido generalmente una capa siempre sospechosa de connivencia con el Poder», idea que afecta por igual a Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Calderón. Con todo, hay otra idea que considera sospechoso al Poder mismo. ¿Qué relación tiene Alfonso Sastre con el Poder? ¿Qué Poder querría para sí?
Personalmente detesto tener poder, y no digamos ejercerlo, y hago lo posible por carecer de esa capacidad (cuando dirijo algo lo dirijo lo menos posible), pero no soy anarquista y considero necesario que alguien cargue con esa capacidad social, al menos todavía y en este momento histórico —mientras se realiza la utopía de la sociedad sin clases y la consiguiente extinción del Estado. Es necesario, digo, que alguien ejerza formas de poder justiciero contra el poder que ejerce la institución de la injusticia en el mundo. En este marco se produce toda una fronda de problemas en las relaciones entre los poderes políticos y las profesiones intelectuales y artísticas. Tú, en tu aportación al libro Mella, cien años, has definido y explorado algunos vericuetos de estas relaciones en la práctica, tanto del capitalismo como del socialismo, en las formas que han tenido hasta hoy. Es un asunto muy complejo, y yo lo he vivido en su forma más simple: en la oposición primero al franquismo y luego a la democracia neofranquista. Pero, ¿qué habría sido de mí, o conmigo, o contra mí, en la URSS de Stalin, por ejemplo? Pero también: ¿Qué problemas hubiera yo enfrentado de haber vivido la Revolución cubana «en su interior»? No lo sé, me faltan datos y vivencias para establecer una hipótesis sobre esta cuestión. He aventurado alguna vez la noción de «crítica leal», pero no sé qué alcance tendría ni qué fronteras podrían definir esa noción. En el diálogo de Platón sobre la muerte de Sócrates, el primero dijo preferir ser la víctima antes que el verdugo. Ante la misma situación, ¿qué elegiría Alfonso Sastre?
Ni la víctima ni el verdugo. ¡Me es imposible elegir! Aunque es cierto que ser verdugo me repugna y que ser víctima solo me fastidia. Pero yo me veo en una especie de «tercer hombre»; de alguien que contribuya con todas sus fuerzas a cortar las manos —y a ser posible la cabeza— de los verdugos, y a impedir, en suma, su mortífera acción, incluso por medios así mismo mortíferos. Destructores de verdugos: tal veo yo una empresa apropiada para nosotros, intelectuales y artistas. Bertrand Russell, Jean Paul Sartre y Erdwin Piscator, entre otros, son para usted ejemplos de lo que un intelectual debe asumir como responsabilidad moral. Ahora, la idea de la responsabilidad del intelectual carga también cargas nefastas. ¿Qué incluiría una crítica suya al concepto de «responsabilidad de los intelectuales»?
El riesgo que se corre es el de la hiperpolitización de estas actividades, que las deforma, como la sobreactuación deforma el trabajo de los actores. Cada actividad tiene su propia formalidad, relativamente autónoma. Me refiero a la hiperpolitización de la filosofía y de la ciencia, en el caso de los intelectuales, y a la de la poesía en el de los artistas. ¿Qué quiero decir con hiperpolitización? La conversión de la poesía en libelo (su degradación), y la de la filosofía en un propósito práctico a corto plazo y en un marco circunstancial. La TeoríaUtilizando palabras de Peter Weiss, ¿qué contendría para usted una «estética de la resistencia»?
La estética no es más que una parcela, muy ilustre, eso sí, de la psicología de la sensibilidad: aquella que considera y estudia ese fenómeno de la dilatación imaginaria de lo real, o sea, de esta extralimitación particular de los sentidos corporales que es el arte, y, claro está, de la belleza de esas dilataciones. ¿Estética de la resistencia? Comporta la incorporación de ese elemento político y lo sitúa muy visible y destacado; así es que esa dilatación (en forma de obras de arte) incorpora las armas de la poesía a los procesos justicieros, revolucionarios. Si el realismo hizo la gran crítica del siglo XIX, ¿hizo también la del XX? ¿Hasta dónde llegar con el realismo?
En el siglo XX una parte del realismo literario se trivializó (por ejemplo, en el costumbrismo), pero otra estuvo a la altura de las circunstancias y acompañó a los procesos revolucionarios, superando incluso enfermedades burocráticas como las del «realismo socialista». No obstante, tengamos en cuenta que el realismo no es más que un procedimiento político que se caracteriza por su gran sensorialidad y su atención a los detalles, y que nunca debemos confundir la realidad —tantas veces enmascaradora de la verdad— con la verdad; de manera que hay obras realistas mentirosas, y obras no realistas verdaderas. Para asociarlo a alguien que parece admirar mucho, ¿qué deuda tiene la trilogía sobre la imaginación, de Sastre, con la Crítica de la razón, de Kant?
Enorme pero mínima —aunque parezca una paradoja. Enorme como marco intelectual: yo miro a la imaginación, Kant miró a la razón, a la voluntad y a la sensibilidad, que es donde se halla el mayor parentesco entre aquellos monumentos y esta obrilla. Mínima en cuanto que el mío es un libro, digamos, «experiencial», sacado de mi práctica como escritor fabulante, como autor de ficciones, y abordado con un modesto aparato intelectual.
El discurso ¿Puede la tolerancia devenir barbarie?
Puede ser una forma indirecta, enmascarada, de barbarie. Por ejemplo, cuando toleramos los actos bárbaros del imperialismo, o las torturas de la policía. ¿El humanismo puede devenir terror?
El humanismo abstracto puede ser cómplice del terrorismo de Estado al manifestarse condenando acríticamente, por ejemplo, las guerrillas revolucionarias. Es decir, al no distinguir entre la violencia de los opresores y la de los oprimidos. ¿La patria puede devenir cárcel?
Sí, en el chovinismo, en el patrioterismo casticista, y, desde luego y sobre todo, en el fascismo.
Las obras y los días¿Cómo se imaginaría a Alfonso Sastre sin casarse con Eva Forest, sin escribir Escuadra hacia la muerte, sin ser Antón Salamanca, sin dar con sus huesos a la cárcel?
Otro, desde luego, pero no sé quién ni cómo. ¡Ni tampoco me importa demasiado! Cuba y su mundoCarlos Fuentes criticó la obcecada ortodoxia «numantina» de la Revolución cubana. ¿Qué contestaría a esa idea el autor de El Nuevo Cerco de Numancia?
Yo soy un admirador de Numancia, aunque sea un admirador escalofriado por la grandeza y el horror del destino de aquella ciudad ibérica. (Por cierto, que en esta admiración me siento bien acompañado por Cervantes). Acompaño a nuestra Pasionaria (Dolores Ibárruri) en aquello de que más vale morir de pie que vivir de rodillas. ¿Qué diría hoy Ruperto, el Camarada Oscuro, sobre la Revolución cubana?
Ya lo dijo: ¡Así! El gobernador de Cuba en 1510 tenía como misión pacificar a los «indios» cubanos. Cinco siglos después un intento similar continúa, aunque no solo con los cubanos. ¿De dónde procede esa constancia tan ejemplar?
La pacificación es una burla a la paz, una forma insidiosa de la guerra. Yo, odiando la guerra, la prefiero a ser «pacificado». No soy, digámoslo así, un pacifista a ultranza. Y desde luego prefiero la resistencia —¿hasta la muerte?; en el momento de esa decisión, he de confesar que mis piernas tiemblan— a la rendición y al abatimiento de la bandera roja. La paz es uno de los nombres de la justicia. Sin justicia, el orden público es la peor guerra posible. ¿Puede alguien estar moralmente comprometido con recoger los escombros de la casa Ulsher, como llamó usted al derrumbe del edificio del socialismo real?
Poco queda por salvar de esos escombros. Lo salvable ya se ha salvado en nosotros y en la permanencia, en nuestras sociedades, de todo lo que se le conquistó al capitalismo a pesar de todo. Eso que se salvó nos acompaña; forma parte de nosotros. Es el espíritu indomable de los bolcheviques, es el alma de los camaradas oscuros. Siempre las dos España Quevedo escribió España defendida al sentir amenazado a su país. Larra escribió un epitafio: «Aquí yace media España, murió de la otra media». ¿De quién habría que defender hoy a España?
De la otra España, como siempre. Un hombre invisible, visto por sí mismoSi Robespierre fue llamado el Incorruptible, a usted podrían llamarle el Incorregible. ¿Cómo se las arregla Alfonso Sastre para mantener la coherencia en medio de tanto vaivén?
La verdad es que no lo sé y que no estoy muy seguro de conseguirlo, aunque procurarlo sí que lo procuro, francamente. Para terminar, una banalidad: Pope escribió el epitafio de Newton: ¿Quién no escribirá el epitafio de Sastre? ¿Qué no dirá?
Nadie lo escribirá, pero quizás alguien recuerde en el futuro nuestras tentativas actuales. Entonces todo habrá merecido la pena. Entre sus títulos, amén de las piezas teatrales — de ellas aparecerán próximamente en Cuba El Nuevo Cerco de Numancia, Demasiado tarde para Filoctetes, Guillermo Tell tiene los ojos tristes y Los hombres y sus sombras,—, pueden citarse Las noches lúgubres, Necrópolis e Historias de California, en narrativa; Balada de Carabanchel y otros poema celulares, El Evangelio de Drácula y Vida del hombre invisible contada por él mismo, en poesía; y Drama y Sociedad, Anatomía del realismo, Prolegómenos a un teatro del porvenir y Crítica de la imaginación, en ensayo. Por la salvedad: la doctrina de la extinción del Estado es núcleo del enfoque democrático de la obra de Marx. Pretende que es posible diluir el Estado en la sociedad civil —esto es, que la esfera de lo público quede disuelta en la esfera de lo privado, en abierta oposición a la idea liberal— donde se deshace la propia noción de poder político y es la sociedad civil la detentadora de todo el poder. Sastre se refiere al texto que con el título «El radicalismo intelectual. A cien años de Mella» apareció en La Gaceta de Cuba, No. 4, julio-agosto, 2003, pp. 16-19 y que, asimismo, fue publicado con el título «¿JulioAntonio, qué pasa en Cuba?», en Mella, cien años, Ediciones La memoria y Editorial Oriente, La Habana, 2003. Antón Salamanca es uno de los pseudónimos utilizados por Sastre. Tras informar la policía de Franco en 1962 que el comunista Julián Grimau, «se ha caído» desde una ventana de la Dirección General de Seguridad franquista por la que «se ha arrojado» cuando estaba siendo interrogado, corrió por Madrid un soneto titulado «La ventana indiscreta» firmado por Antón Salamanca:
Otra vez esas radios extranjeras
vomitan contra España su veneno
Salimos ahora al paso de ese trueno
explicando las cosas verdaderas
No ha habido tal señor defenestrado
ni se empleó en su trato la tortura
Tratósele con tacto y con dulzura
Se le invitó a pasar a lo vedado
Saludósele allí con cortesía
Preguntósele por sus actividades
de manera correcta y muy humana
Díjonos su opinión de la amnistía
Dijímosle después nuestras verdades
Y arrojose sin más por la ventana.