Libros sí, Alpargatas también
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26 de enero de 2004
Los ojos del Duce
Umberto Eco
La Reppublica - El País
Recientemente celebré mi cumpleaños, y con mis allegados, que habían acudido a
felicitarme, volví a evocar el día de mi nacimiento. Si bien estoy dotado de
excelente memoria, aquel momento no lo recuerdo, pero he podido reconstruirlo a
través del relato que de él me hicieron mis padres. Al parecer, cuando el
ginecólogo me extrajo del vientre de mi madre, una vez hechas todas las cosas
que requieren tales casos, y presentándole el admirable resultado de sus
contracciones, exclamó: "¡Mire qué ojos, parece el Duce!". Mi familia
no era fascista, al igual que no era antifascista -como la mayor parte de la
pequeña burguesía italiana, tomaba la dictadura como un hecho meteorológico: si
llueve, se coge el paraguas-, pero para un padre y para una madre, oír decir
que el recién nacido tenía los ojos del Duce suponía indudablemente una bonita
emoción.
Ahora, cuando los años me han hecho más escéptico, me inclino a pensar que
aquel buen ginecólogo decía lo mismo a cualquier madre y a cualquier padre -y
mirándome al espejo, me descubro más bien parecido a un grizzly que al Duce,
pero eso poco importa-. Mis padres fueron felices al saber mi semejanza con el
Duce.
Me pregunto qué podría decir un ginecólogo adulador de hoy a una puérpera. ¿Que
el producto de su gestación se parece a Berlusconi? La sumiría en un
preocupante estado depresivo. Por par condicio, asumo que ningún ginecólogo
sensible diría a la puérpera que su hijo parece tan rollizo como Fassino, tan
simpático como Schifani, tan guapo como La Russa, tan inteligente como Bossi, o
tan fresco como Prodi, por citar algunas de las personalidades políticas
italianas más destacadas.
El escritor.
Un ginecólogo sensato compararía más bien al recién nacido con algún famoso
televisivo, y diría así que tiene los ojos penetrantes del periodista Bruno
Vespa, el aire agudo de Paolo Bonolis, el popular presentador, la sonrisa del
actor Christian de Sica (y no dirá que es tan guapo como Boidi, tan arrogante
como Fantozzi o -tratándose de mujer- tan sexy como Sconsolata).
Cada época tiene sus mitos. La época en la que nací tenía como mito al Hombre
de Estado; ésta en la que se nace hoy tiene como mito al Hombre de Televisión.
Con la consabida ceguera de la cultura de izquierdas, la afirmación de
Berlusconi de que los periódicos no los lee nadie mientras que todos ven la
televisión se ha entendido como uno más de sus patinazos insultantes. No lo
era, era un acto de arrogancia, pero no una estupidez. Reuniendo todas las
tiradas de los periódicos italianos se alcanza una cifra bastante risible si se
la compara con la de quienes sólo ven la televisión. Calculando, además, que
sólo una parte de la prensa italiana mantiene aún una actitud crítica ante el
Gobierno actual, y que toda la televisión, la RAI más Mediaset, se ha
convertido en la voz del poder, no cabe duda de que Berlusconi tiene toda la
razón: el problema es controlar la televisión, y que los periódicos digan lo
que les venga en gana.
Éstos son hechos, nos gusten o no, y los hechos son tales precisamente porque
son independientes de nuestras preferencias (¿que se te ha muerto el gato? Pues
muerto está, te guste o no).
He arrancado de estas premisas para sugerir que, en nuestro tiempo, si
dictadura ha de haber, será una dictadura mediática y no política. Hace casi
cincuenta años que se viene diciendo que en el mundo contemporáneo, salvo
algunos remotos países del Tercer Mundo, para dar un golpe de Estado ha dejado
de ser necesario formar los tanques, basta con ocupar las estaciones
radiotelevisivas (el último en no haberse enterado es Bush, líder
tercermundista que ha llegado por error a gobernar un país con un alto grado de
desarrollo). Ahora el teorema ha quedado demostrado.
Por lo tanto, es una equivocación decir que no puede hablarse de
"régimen" berlusconiano, puesto que la palabra "régimen"
evoca el régimen fascista, y el régimen en el que vivimos carece de las
características de las dos décadas de dominio mussoliniano. Un régimen es una
forma de gobierno no necesariamente fascista. El fascismo obligaba a los chicos
(y a los adultos) a ponerse un uniforme, acabó con la libertad de prensa y
enviaba a los disidentes al confinamiento. El régimen mediático de Berlusconi
no es tan zafio y anticuado. Sabe que el consenso se controla controlando los
medios de información más difundidos. Por lo demás, no cuesta nada permitir que
disientan muchos periódicos (hasta que no puedan ser adquiridos). ¿A qué
serviría confinar al prestigioso periodista Biagi? ¿A que se convierta acaso en
un héroe? Basta con no dejar que hable en la televisión.
La diferencia entre un régimen "al estilo fascista" y un régimen
mediático es que en un régimen al estilo fascista la gente sabía que los
periódicos y la radio no comunicaban más que circulares gobernativas, y que no
podía escucharse Radio Londres, bajo pena de cárcel. Precisamente por eso, bajo
el fascismo la gente desconfiaba de los periódicos y de la radio, escuchaba
Radio Londres con el volumen bajo y confiaba sólo en las noticias que le
llegaban a través del murmullos, del boca a boca, de la maledicencia. En un
régimen mediático donde, pongamos, sólo el diez por ciento de la población
tiene acceso a la prensa de oposición y el resto recibe las noticias a través
de una televisión bajo control, si por un lado está extendido el convencimiento
de que se acepta el disenso ("hay periódicos que hablan contra el
Gobierno, prueba de ello es que Berlusconi se queja siempre al respecto, por lo
tanto existe libertad"), por otro el efecto de realismo de la noticia
televisiva (si recibo la noticia de que un avión se ha precipitado en el mar,
es indudablemente cierta, de la misma forma que es verdad que veo las sandalias
de los muertos flotar, y no importa si por casualidad son las sandalias de una
catástrofe precedente, usadas como material de repertorio), hace que se sepa y
se crea sólo aquello que dice la televisión.
Una televisión controlada por el poder no debe necesariamente censurar las
noticias. Naturalmente, por parte de los esclavos del poder no faltan tampoco
tentativas de censura, como una muy reciente (afortunadamente ex post, como
dicen quienes dicen un momentín y pool position), por la que se juzgó
inadmisible que en un programa televisivo se pudiera hablar mal del jefe del
Gobierno (olvidando que en un régimen democrático se puede y se debe hablar mal
del jefe del Gobierno; en caso contrario, nos hallamos en un régimen
dictatorial). Pero se trata sólo de los casos más visibles (y, si no fueran
trágicos, risibles). El problema es que se puede instaurar un régimen mediático
en positivo, con la apariencia de decirlo todo. Basta saber cómo decirlo.i
ninguna televisión dijera lo que piensa Fassino [líder de la oposición], acerca
de la ley tal de cual, entre los espectadores nacería la sospecha de que la
televisión oculta algo, porque se sabe que en alguna parte hay una oposición.
La televisión de un régimen mediático usa en cambio ese artificio retórico que
se llama "concesión". Pongamos un ejemplo. Acerca de la conveniencia
de tener un perro hay aproximadamente cincuenta razones a favor y cincuenta
razones en contra. Las razones a favor son que el perro es el mejor amigo del
hombre, que puede ladrar si entran ladrones, que es adorado por los niños,
etcétera.
El conferenciante.
Las razones en contra son que hay que sacarlo cada día para que haga sus
necesidades, que nos cuesta en alimentos y veterinario, que es difícil
llevárselo de viaje y otras cosas. Admitiendo que queramos hablar a favor de
los perros, el artificio de la concesión podría ser así: "Es cierto que
los perros cuestan, que representan una esclavitud, que no se les puede llevar
de viaje" (y los adversarios de los perros son conquistados por nuestra
honestidad), "pero es necesario recordar que son una estupenda compañía,
que los niños los adoran, que se muestran vigilantes contra los ladrones,
etcétera". Ésta sería una argumentación persuasiva a favor de los perros.
Contra los perros podría concederse que es cierto que los perros son una
compañía deliciosa, que son adorados por los niños, que nos defienden de los
ladrones, pero a continuación seguiría la argumentación opuesta: que, sin
embargo, los perros representan una esclavitud, una fuente de gastos, un
engorro para los viajes, y ésta sería una argumentación persuasiva en contra de
los perros.
El observador.
La televisión actúa de esta forma. Si se discute la ley tal de cual, se enuncia
ésta en primer lugar, después se da la palabra de inmediato a la oposición, con
todas sus argumentaciones. A continuación aparecen los partidarios del Gobierno
que objetan las objeciones. El resultado persuasivo se da por descontado: tiene
razón quien habla el último. Si se siguen con atención todos los telediarios,
podrá verse que la estrategia es esa: en ningún caso tras la enunciación del
proyecto aparecen primero los partidarios del Gobierno y después las objeciones
de la oposición. Siempre ocurre lo contrario.
A un régimen mediático no le hace falta meter en la cárcel a sus opositores.
Los reduce al silencio, más que con la censura, dejando oír sus razones en
primer lugar.
¿Cómo se reacciona, pues, ante un régimen mediático, visto que para reaccionar
sería necesario tener ese acceso a los medios de información que el régimen
mediático precisamente controla?
Hasta que la oposición, en Italia, no sepa hallar una solución a este problema
y continúe recreándose en diferencias internas, Berlusconi será el vencedor,
nos guste o no.