Libros sí, Alpargatas también
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Lisandro Otero
9 de enero de 2004
Rebelión
En 1961, cuando la Revolución Cubana enfrentaba los mayores peligros y suscitaba
las más grandes esperanzas, Juan José Arreola se marchó a La Habana. Respondía
una invitación de la Casa de las Américas y satisfizo al público cubano con
sus conferencias eruditas y sus charlas amenas. Pero su generosidad no se detuvo
ahí y accedió a dirigir un taller literario. Yo había publicado un pequeño libro
de cuentos y me encontraba manoseando la idea de una novela, punto de partida
de una trilogía sobre la Revolución cubana. Los fantasmas de John Dos Passos,
Theodore Dreiser, John Galsworthy y Jules Romains impulsaban mis intenciones.
Arreola examinó los textos iniciales de aquel vasto proyecto, hoy concluido,
y me legó el más maravilloso instrumento disponible para un escritor: me enseñó
a tachar.
Suprimir, podar, aligerar no es fácil. Sobre todo para un escritor joven que,
o bien estima vanidosamente cuanto ha producido como poseedor de la marca de
una genialidad no descubierta, o puede irse al extremo opuesto y pensar neuróticamente
que su producción no vale nada, es un mediocre y nunca hará algo de interés.
En ese vaivén pendular me hallaba y Arreola me demostró que ni tanto ni tan
poco. La duplicación de adjetivos, la mala construcción de una sintaxis confusa,
la indeseable selección de un vocablo impreciso eran rápidamente rectificadas
al toque del lápiz rojo. Arreola me explicaba siempre por qué sugería el cambio.
Un texto torpe, mal pergeñado, emergía de su asfixiante prisión y comenzaba
a respirar, libre de lastres y rémoras, después de pasar por sus manos.
Ahí comenzó nuestra amistad. Pero Arreola era aficionado a beber Calvados, el
maravilloso aguardiente de manzanas destilado en Normandía. En ese instante
del incipiente bloqueo contra Cuba, comenzaban a faltar algunos productos esenciales
y desaparecía lo suntuoso y superfluo. Me di a la tarea de mantenerlo abastecido.
En tiendas exquisitas, como el Carmelo de Calzada, quedaban algunas botellas.
Cuando realizaba el hallazgo milagroso de una apreciable ánfora la llevaba presto
donde Arreola, quien regocijado recibía el presente y era compartido de inmediato.
En la noche del viernes 14 de abril de 1961 estuve con Paco López Cámara y Margo
Glanz hasta tarde en la madrugada. Sabíamos de la inminencia de una invasión
pero analizábamos que el único recurso inteligente para debilitar la Revolución,
a emplear por el enemigo, sería privarla de su apoyo popular mediante sabotajes,
terrorismo, insurgencia contrarrevolucionaria que infundiesen inestabilidad.
Todo lo cual fue aplicado, más tarde, infructuosamente. No nos imaginábamos
que estuviésemos tan cercanos a una invasión en gran escala. El sábado 15 de
abril me desperté al amanecer por horrísonas explosiones. Estaban bombardeando
La Habana. Escruté el cielo y vi una columna de humo elevándose sobre el oeste
de la ciudad. Pensé en Arreola. Me preocupaba su frágil vulnerabilidad, su escasa
aptitud para soportar la violencia. Vivía, con sus hijos Orso y Claudia, en
un hotel de apartamentos junto al mar. Cuando entré en su casa lo hallé muy
excitado. Un avión agresor había cruzado, volando a baja altura, frente a su
ventana principal, y vio cómo un miliciano, le disparaba su metralleta, que
se atascó en medio de una ráfaga. El combatiente, iracundo por su frustración,
arrojó su arma al mar. Mientras hablábamos, oímos el cadencioso rugido de un
motor y un enorme helicóptero pasó ante el balcón. Afortunadamente pertenecían
a las fuerzas cubanas. Dos días después comenzó la invasión en Playa Girón y
mantuve informado a Arreola de lo que sucedía mediante frecuentes llamadas telefónicas.
Arreola se marchó, meses después, cumplido el ciclo de conferencias para el
que fuese invitado, y al marcharse dejó una estela de vivísimos y perdurables
afectos. Entre ellos, el mío.
gotli2002@yahoo.com