La arboleda perdida[1]
Por Rafael Alberti
En la ciudad gaditana del Puerto de Santa María, a la derecha de un camino,
bordeado de chumberas, que caminaba hasta salir al mar, llevando a cuestas el
nombre de un viejo matador de toros –Mazzantini--, había un melancólico
lugar de retamas blancas y amarillas llamado la Arboleda Perdida.
Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor
de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas;
el viento trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas verdes
y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes,
buscando donde sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí
a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luz caía como una memoria
de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también
sonaban a perdidos en aquella arboleda.
Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más
chico, más alejado punto por esa vía que va a dar al final, a
ese "golfo de sombra" que me espera tan sólo para cerrarse,
oigo detrás de mí los pasos, el avance callado, la inflexible
invasión de aquella como recordada arboleda perdida de mis años.
Entonces es cuando escucho con los ojos, miro con los oídos, dándome
vuelta al corazón con la cabeza, sin romper la obediente marcha. Pero
ella viene ahí, sigue avanzando noche y día, conquistando mis
huelas, mi goteado sueño, incorporándose desvanecida luz, finadas
sombras de gritos y palabras.
Cuando por fin, allá, concluido el instante de la última tierra,
cumplida su conquista, seamos uno en el hundirnos para siempre, preparado ese
golfo de oscuridad abierta, irremediable, quién sabe si a la derecha
de otro nuevo camino, que como aquél también caminará hacia
el mar, me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser
ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.
Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará
escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida.