Yanki fascista, vos sos el terrorista
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Nagasaki: el horror de lo innecesario
Alberto Piris
La Estrella Digital
Un día como hoy, 9 de agosto, hace sesenta
años, a las 11.02 (hora local) un destello cegador anunciaba a los habitantes de
Nagasaki que habían sido elegidos como campo de pruebas para el que era entonces
último invento de la tecnología del armamento. Les había tocado el gordo. Esto
no es una inapropiada broma de mal gusto: el nombre en clave de la bomba nuclear
que hizo explosión a unos 500 m de altura sobre esa infortunada ciudad, lanzada
desde un bombardero B-29 estadounidense, era "Hombre gordo" (Fat Man). Fue la
segunda bomba lanzada, de una serie de tres que estaban previstas para ser
utilizadas en acción de guerra contra Japón (derrotada ya Alemania), tras la que
había arrasado Hiroshima tres días antes. Estaba destinada a destruir la ciudad
de Kokura - que ahora es un barrio de Kitakyushu -, cuyos habitantes no pudieron
valorar ese día la enorme suerte que habían tenido.
La suerte tuvo mucho que ver con lo ocurrido. El B-29 portador del cataclismo
atómico voló esa mañana sobre Kokura durante largos minutos, sin que sus
tripulantes lograran ver el objetivo sobre el que debían descargar el arma, a
causa de la adversa meteorología. En vista de eso, el comandante decidió
dirigirse al objetivo alternativo que tenía asignado: Nagasaki. Con una
explosión de potencia equivalente a unas 21.000 toneladas de trilita, a la que
hay que añadir los letales efectos térmicos y radiactivos, la mitad de la ciudad
quedó arrasada en unos instantes.
No hay cifras exactas de las víctimas de esta última carnicería de la Segunda
Guerra Mundial, debido a la destrucción de los archivos y a la imposibilidad de
recuperar todos los cuerpos en el caos producido. Se cree que murieron en el
acto unas 40.000 personas, cifra que se duplicó en unos pocos meses a causa de
los efectos de la radiación, las heridas incurables y las nuevas enfermedades.
En los años inmediatamente posteriores se produjeron en Nagasaki 50.000 muertes
más. Todavía quedan en Japón unos 400.000 hibakusha, personas que padecen los
efectos de aquellos dos fatídicos días en los que la ciencia moderna probó sus
inventos en los ciudadanos de ese país.
La destrucción nuclear de Nagasaki no ha gozado del eco mediático de la de
Hiroshima: son los inconvenientes de una opinión pública tan propensa a valorar
las cosas siempre por algún orden de prelación. Hasta en la muerte y la
catástrofe, el ganador se lo lleva todo y apenas queda nada para el segundo.
Pero Nagasaki ofrece especiales motivos de reflexión.
Lo más grave del bombardeo de Nagasaki es la reiteración en la destrucción de
vidas humanas inocentes, después de haber contemplado, con horror, lo ocurrido
tres días antes en Hiroshima. Ya no podía justificarse el empleo de un arma de
tales características, habiendo comprobado por vez primera la realidad de sus
efectos.
Se ha defendido a posteriori el uso de las dos armas basándose en que Japón se
rindió cinco días después. Para sustentar la decisión se adujeron cifras de
probables bajas de combatientes de EEUU en caso de tener que asaltar el
archipiélago nipón para alcanzar la victoria final. Pero se suele olvidar que,
justo el día anterior a la destrucción de Nagasaki, la URSS había declarado la
guerra a Japón y había iniciado la invasión de Manchuria. El enorme potencial
militar soviético, que había rescatado gran parte de Europa del dominio nazi a
costa de ingentes sacrificios humanos y materiales, se volcaba ahora amenazador
hacia el Este. Japón estaba aislado; sin aliados, desabastecido, bloqueado y
cortado del exterior, bombardeado a diario, toda resistencia militar era inútil.
Ni el fanatismo de los kamikazes, ni la furia defensiva japonesa mostrada ese
mismo año en algunas islas del Pacífico engañaban ya al mando estadounidense
sobre el inminente fin de la lucha.
Incluso si el mando militar japonés podía albergar todavía alguna esperanza en
su capacidad de resistencia, ésta desapareció sin duda tras la bomba lanzada
contra Hiroshima. La de Nagasaki fue, por tanto, superflua e inútil. Violó todas
las reglas de la guerra: se asesinó a una población civil que ya poco o nada
tenía que ver con el curso posterior de las operaciones. Digámoslo sin ambages:
fue un evidente crimen contra la Humanidad, una vulneración de las más básicas
leyes de la guerra. Esto es lo que reveló con toda claridad la bomba de Nagasaki.
En ello radica su especial relevancia. Ni siquiera los que aportan razones en
favor de la rápida conclusión de la guerra arrasando Hiroshima han podido jamás
sostener la necesidad de lo ocurrido en Nagasaki hace hoy sesenta años.
Entonces se inició la "era nuclear inactiva". Nunca se ha vuelto a utilizar un
arma nuclear contra un enemigo, ni en los momentos más críticos de la Guerra de
Corea. La Humanidad fue consciente de que, por vez primera en su historia, se
había dotado de un instrumento capaz de destruir la especie humana en su
totalidad. Según afamados científicos, solo bacterias y artrópodos nos
sobrevivirían y mantendrían la llama de la vida en la Tierra, constituyendo la
base para una nueva evolución biogenética.
Desde entonces, también, nos acompaña tan sombría perspectiva. Cuando hoy en
EEUU y en algunos países se sigue considerando viable la estrategia militar
nuclearizada y se desarrollan nuevos modelos de esas armas, conviene tenerla
presente. Tanto más cuanto que la irresponsabilidad de altos dirigentes
políticos respecto a las decisiones que irreflexivamente adoptan - puesta tan en
evidencia en la invasión y ocupación de Iraq - no nos permite descartar el más
pesimista curso de los acontecimientos.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)