Marta
Harnecker
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22 de marzo
del 2001
Introducción
de Marta Harnecker
Un
proyecto político para los nuevos tiempos
Carlos Ruiz
Quienes hayan leído
mi artículo "La izquierda y la construcción de alternativas", aparecido
recientemente en Rebelión, síntesis de lo expuesto en la parte tercera
de mi libro La izquierda en el umbral del Siglo XXI. Haciendo posible lo imposible",
podrán encontrar en este excelente trabajo del joven sociólogo chileno
Carlos Ruiz una profundización de varias de las ideas allí expuestas.
Recomiendo su lectura y debate a quienes están interesados en construir
un proyecto político para los nuevos tiempos.
Marta Harnecker
18 marzo 2001
Intervención en Seminario
del Instituto Paulo Freire
Carlos Ruiz
Santiago de Chile,13 enero 2001
Nuestra razón de ser, como proyecto político, es intentar una práctica
nueva, que no repita viejas derrotas. Su eficacia, su adecuación a las
condiciones, su certeza, la juzgará la historia en definitiva. Aquí
queremos exponer apretadamente, y con cierta precisión, algunos de los
aspectos más importantes de este proyecto.
I. Las condiciones de lucha
I.1 El proceso político inmediato
Está en curso un reacomodo de la estructura de poder que rigió en
la década pasada, tras el agotamiento de los equilibrios que imperaron
entonces, forjados principalmente a partir del entendimiento entre el pinochetismo
y la Concertación aylwinista. El ocaso de Pinochet y la descomposición
del pinochetismo, así como los cambios que sufren varios de los actores
centrales de la trama del poder, como el empresariado, las fuerzas armadas, la
derecha institucional, la propia Concertación, han abierto un proceso de
reajuste en el que está en juego el trazado del sistema político
postransición.
Hoy Lagos se subordina al gran empresariado, toma una opción antipopular,
pero todavía tiene la confianza de la gente. A diferencia de lo que ocurre
con el avance lavinista, en la izquierda no preocupa de igual manera el avance
empresarial, cuyo impacto es menor a nivel político institucional, pero
mucho mayor a nivel de importantes espacios de base de la sociedad, como en el
ámbito laboral, por ejemplo.
Estos factores configuran un tiempo para la izquierda, que no se puede despilfarrar
en coyunturalismos. Al contrario, plantea la necesidad de la construcción
de una fuerza social que permita resituar a los proyectos de izquierda en el plano
de las correlaciones centrales de fuerzas, y superar así la crisis de incidencia
largamente arrastrada.
El avance de la derecha no se enfrenta con maniobras electorales. Hay que encararla
en su proceso de construcción de fuerzas, y eso remite a la disputa y la
construcción de conciencias en el seno de las bases populares.
I.2 La situación del poder en la sociedad
Hay un agotamiento de las formas tradicionales de apreciar la situación
política. La visión centrada en las instituciones y procesos formales
de la política, no es capaz de abarcar la situación general del
poder en la sociedad. A menudo se subvalora el circuito extrainstitucional del
poder y su grado de determinación de la vida del país. Tampoco se
suele considerar el estado del poder en los diferentes espacios de base de la
sociedad.
La democracia llegó a la cúspide de la sociedad y reabrió
allí un juego político limitado que permitió refundar y ampliar
la clase dominante. Pero en los espacios de base permanecieron los mismos mecanismos
de dominación y atomización. Ello abre una rígida separación
entre lo social y lo político. La política se convierte en un asunto
de élites, pierde transparencia, y pierden también incidencia las
instituciones formales de la política, como el parlamento y el sistema
de partidos.
Importantes funciones estatales se sustraen de la política abierta, muchas
de las cuales se presentan ideológicamente como "técnicas" y "apolíticas".
El Estado, como tal, se abstiene de regular las relaciones sociales. Más
allá de repetir que no entra en "conflictos entre privados", el ejemplo
más sustantivo de ello es el actual esquema de relaciones "autónomas"
o "bipartitas", como la política de regulación de las relaciones
laborales de los gobiernos de la Concertación. Tal régimen de prescindencia
estatal en la regulación de los conflictos sociales, responde a la decisión
de no volver a las viejas formas del Estado de compromiso, que subyace en el pacto
que, desde 1989 en adelante, perfila al nuevo régimen como una democracia
antipopular. Las clases dominantes no apuestan a un Estado que impulse y maneje
un pacto social, sino a uno que margine y atomice, que contenga, fraccione y desorganice
los procesos de organización y de lucha popular, y que se centre en viabilizar
la valorización del capital.
La pérdida del peso del Estado en la dirección cultural de la sociedad,
a manos de la iglesia y los medios de comunicación masiva, es otro ejemplo
que obliga a considerar, más que el tradicional poder del Estado y del
sistema político formal, a la situación general del poder en la
sociedad, para poder registrar las correlaciones reales de fuerzas.
Producto de esto se produce una disparidad entre la institucionalidad democrática
y la política formal, por un parte, y las formas de regulación de
las relaciones sociales a nivel de la base de la sociedad, por otra. En las fábricas
y las faenas impera el sometimiento mudo producto de las desiguales correlaciones
de poder imperantes entre trabajadores y empresarios. Otro tanto ocurre en campos,
centros de trabajo, escuelas, universidades. Al cerrarse el acceso popular a los
procesos de construcción del Estado, y al desarticularse las viejas formas
de relación entre los partidos y algunos sectores populares (laborales
sobre todo), se despolitizan las relaciones sociales que anidan en la base de
la sociedad. Los sectores populares son excluídos de la política,
en el sentido tradicional del término, que la limita a la capacidad de
proyección hacia el Estado.
Por todo esto, los factores que impiden la construcción de un sujeto popular
remiten, en parte, a la dirección que asume la conducción estatal,
y en otra, para nada menor, al ejercicio extrainstitucional del poder. De ahí
la necesidad de construir una mirada más amplia sobre el proceso político
en curso, que incorpore el poder del Estado y los conflictos de la política
institucional y del sistema de partidos, pero que además, se extienda al
circuito extrainstitucional del poder y a la situación general del poder
en los espacios de base de la sociedad.
II. La izquierda ante el nuevo escenario
II.1 Como izquierda no somos capaces de apropiarnos creativamente de estas
nuevas condiciones de lucha. Nuestro discurso y nuestras prácticas son
aisladas políticamente con relativa facilidad (por ejemplo, las luchas
por los derechos humanos respecto del resto de las luchas populares). Los procesos
de acumulación de fuerzas no pasan, por lo general, de las llamadas movilizaciones
"episódicas". Porque responden a un tipo de convocatoria centrada en detonar
conflictos económicos, sin plantearse el problema de la organización
popular en una perspectiva más amplia y permanente. Predomina un modelo
de lucha popular espontaneísta.
Se cree que la expresión política de esos movimientos se reduce
al partido o a la vanguardia. Es la lógica representativa (ya sea por las
urnas o por las armas). Por tanto su dinámica se reduce a los brotes esporádicos
de lucha económica. Como contraparte, esos movimientos nos asumen como
conducción de sus luchas económicas, pero ante el plano político
nacional optan por la Concertación.
III La necesidad de una nueva estrategia
III.1 El agotamiento de las viejas estrategias
Las estrategias de lucha por el poder de hace 30 o 40 años hoy no nos sirven.
El enemigo a aprendido de ellas y, además, han ocurrido importantes transformaciones
sociales, políticas, económicas y culturales que han cambiado a
la sociedad y con ello las condiciones de lucha.
Hay hoy en América Latina un proceso de búsqueda, dispar e inacabado.
Pero los procesos en Brasil, Venezuela o México, ya no se reducen a la
vieja dicotomía entre foquismos vs. electoralismos. Una y otra están
agotadas como ejes centrales de una estrategia de lucha.
Hemos aprendido que la nueva sociedad no se inventa después de la toma
del poder, sino que está determinada por el propio proceso de lucha por
el poder. En particular, por el proceso de construcción y por las características
de la fuerza popular revolucionaria, y ligado a eso, por las formas de relación
entre la vanguardia y las masas.
La fuerza popular no puede seguir siendo considerada como la base de apoyo de
la vanguardia, para que ésta realice la revolución y luego la transformación.
La fuerza popular debe ser el protagonista principal de la lucha por el poder
y de la transformación social. De lo contrario no habrá ni lo uno
ni lo otro.
La idea de brazo armado o de brazo político, que aluden por igual a la
sustitución de la fuerza popular, ya hicieron crisis. La vanguardia es
la conducción. Esa es su función irremplazable, y para ello debe
construirse como intelectual colectivo enraizado en la luchas sociales, pero con
una relación democrática, abierta y transparente con éstas,
que dé lugar a una conducción conciente, a la asunción o
a la crítica democrática por parte de las bases populares de las
propuestas que hace la organización política. De lo contrario, la
manipulación permite éxitos "episódicos" pero no construcciones
populares estables, las cuales requieren de una relación conciente.
Si la fuerza popular es el sujeto central de la lucha por el poder y de la transformación
social, en un proceso que requiere conducción pero no suplantación,
entonces esa fuerza popular requiere un alto grado de organización y conciencia
para desarrollar tamaña tarea histórica.
Las estrategias que conducen a las movilizaciones "episódicas" son ineficaces
para esta tarea histórica. Recuperando una importación de la teoría
militar que hace Gramsci, podemos decir que esta vieja práctica sigue una
lógica apegada al esquema de "guerra de movimientos", de "maniobra", del
"muerde y huye", que se basa principalmente en factores agitativos que no están
anclados en un espacio social concreto, donde se lidera a una masa inorgánica
que irrumpe estacionalmente. Este esquema responde a un viejo modelo de conducción
indirecta a través de la propaganda y la agitación. Esa es la forma
principal en que se concibe la disputa y la construcción de conciencias
en el seno del campo popular, sin entrar a impulsar proyectos sociales alternativos
en los espacios concretos, y por tanto, sin apegarse de manera estable a esos
territorios sociales.
Este viejo modelo de conducción popular indirecta, centrado en la propaganda
revolucionaria, proviene del eficaz enfrentamiento bolchevique a la dominación
de la autocracia zarista, cuyas estructuras de control y organización social
eran precarias, muy distintas de la complejidad que posteriormente adquiere la
dominación capitalista centrada en la democracia representativa, dotada
de una mayor variedad de formas que ya no se reducen al puro poder coactivo del
Estado, sino que también se asienta en diferentes estructuras e instituciones
extraestatales anidadas en los espacios de base de la sociedad, las que se constituyen
en una verdadera red de trincheras y fortalezas del orden social capitalista.
Para la estrategia revolucionaria de construcción de fuerzas, ambas dimensiones
de la dominación capitalista tienen que ser enfrentadas: tanto la más
tradicional situada en la maquinaria estatal, como aquellas extraestatales diseminadas
en la sociedad civil, a veces incrustadas en pleno mundo popular.
Requerimos enfrentar no sólo los aparatos de coerción política
de las clases dominantes sino su hegemonía sobre importantes sectores populares,
su dirección cultural sobre la sociedad, la subordinación ideológica
de las clases dominadas. Es esto lo que nos exige una visión más
amplia de las estructuras de poder, que supere -aunque la integre- la pura percepción
centrada en el poder del Estado. No sólo tenemos que distinguir la coerción
de la fuerza estatal, la intervención legislativa y la represiva, sino
los mecanismos e instituciones presentes en la sociedad civil que producen un
consentimiento con la reproducción del orden social capitalista, para poder
enfrentarlos. Si el capitalismo es tan fuerte, no es sólo porque es capaz
de evitar lo que no quiere, sino sobre todo porque es capaz de construir lo que
quiere en la sociedad. Además de la reconocida dominación directa
y coactiva ejercida a través del Estado y del gobierno, tenemos que distinguir
la hegemonía, la dirección cultural, moral e intelectual que ejercen
las clases dominantes directamente en el seno de la sociedad.
Son dos modos complementarios del poder en el capitalismo más complejo
que tenemos en la actualidad. Pero la lectura política tradicional, y la
idea también tradicional de la toma del poder y de la instauración
del socialismo, se reducen a uno sólo de ellos: el enfrentamiento y el
asalto al Estado, y luego, la transformación de la sociedad impulsada totalmente
desde allí. Sin embargo, hoy con más fuerza aún, el capitalismo
se muestra como algo que trasciende al Estado, y muestra una desconcertante capacidad
de consolidarse más allá de éste. De ahí que, para
la izquierda, hoy no sólo este vedada la esfera estatal, sino que también
lo estén importantes esferas de la sociedad civil, incluso del mundo popular.
En la mirada más amplia sobre el poder político capitalista, entonces,
es preciso incorporar las instituciones, estructuras y formas extraestatales de
poder capitalista presentes en la base de la sociedad, las que tienen una importante
capacidad de proveer estabilidad sistémica. El análisis de la democracia
capitalista tiene que distinguir cómo se combinan las formas de coerción
y de consenso, y cómo se distribuyen en las distintas esferas y ámbitos
de la sociedad. El esquema antes mencionado de prescindencia estatal en la regulación
de las relaciones sociales, la disparidad que eso abre entre la institucionalidad
y la política formal, por una parte, y las formas de regulación
de las relaciones sociales a nivel de la base de la sociedad, por otra, que en
el caso de las relaciones laborales son principalmente coercitivas, es un ejemplo
de esto que planteamos, y de su importancia para una certera estrategia de construcción
de fuerzas. Similar a la fábrica y la faena, en las que impera el sometimiento
directo producto de las desiguales correlaciones de fuerzas existentes, y la mantención
de las formas de dominación instaladas por la dictadura en estos espacios,
es parecido a lo que podemos apreciar también en centros de trabajo, escuelas,
campos, universidades.
III.2 Hacia una nueva estrategia
En las situaciones de precario dominio capitalista el Estado lo era todo, y la
sociedad civil capitalista era primitiva. Pero la dominación capitalista
se ha complejizado, permitiendo que en situaciones en las que el Estado capitalista
se ve amenazado, las potentes estructuras e instituciones capitalistas extraestatales
resistan. El Estado aparece como la trinchera avanzada, pero no como la única;
tras la cual hay un poderoso sistema de fortalezas capitalistas ubicadas en el
seno de la sociedad misma. De ahí la noción de hegemonía,
como la capacidad del capitalismo de producir consenso, consentimiento con su
dominio, o sea, como estadío superior de la dominación simplemente
coercitiva, basada en el imperio puro y simple de la fuerza.
Nuestro problema no es una estrategia revolucionaria en condiciones de una autocracia
zarista, ni de una rudimentaria dictadura batistiana, sino de una democracia burguesa
que goza de niveles sistémicamente suficientes de lealtad de masas, aún
cuando estos se expresen pasivamente; es más, nuestras condiciones de lucha
muestran un alto nivel de conducción capitalista sobre vastos sectores
populares. De ahí que haya que considerar a este régimen tanto en
su organización estatal, como en sus complejas defensas instaladas en el
seno mismo de la sociedad. Por eso, el esquema político de movimiento o
de maniobra, centro de las viejas estrategias revolucionarias, en la nueva situación
no puede ser sino un aspecto parcial de la estrategia que precisamos.
Al contrario de eso, requerimos una línea más apegada al esquema
de la "guerra de posiciones", orientada a la construcción de espacios que
no se abandonan. Debido a la mayor complejidad que asume la dominación,
a la presencia de importantes factores extraestatales que producen y reproducen
la desarticulación popular actual, es preciso superar la práctica
reducida a la mera propaganda y entrar a desarrollar procesos de construcción
popular alternativos. Sólo esto permite una lucha permanente y creciente,
que supere la dinámica entrampante de las victorias "episódicas".
Necesitamos desplegar una práctica orientada a la construcción popular
en territorios y espacios que no se abandonan, impulsando luchas no se reducen
a la simple demanda economicista -aunque necesariamente la tienen que incorporar-
sino que avanzan en el desarrollo de un proyecto social alternativo, gestando
auténticos grados de poder y de democracia popular.
Vista así la estructura de poder de las clases dominantes, requerimos impulsar
una larga guerra de trincheras entre dos campos de posiciones relativamente fijas,
en la que cada bando intenta socavar al otro política, ideológica
y culturalmente, donde producto de su avance, el cerco se haga recíproco.
Lo que no niega que una futura situación de equilibrio de fuerzas tenga
que romperse a través de la toma violenta del poder del Estado. Pero el
sujeto de este asalto al Estado no es ya un proyecto teórico de sociedad
sostenido por un puñado reducido pero organizado de hombres y mujeres,
sino que es un proyecto de un nuevo orden social desarrollado en la práctica
quien se dispone ha zanjar, definitivamente, el proceso de debilitamiento de la
dirección de las clases dominantes sobre la sociedad, asaltando entonces
su último bastión.
Una diferencia fundamental con el esquema político tradicional de "guerra
de movimientos", basado en el intento de ganar la conducción de las masas
en forma indirecta a través de la propaganda revolucionaria, radica en
el hecho que, en el esquema político estratégico de "guerra de posiciones",
la disputa de conciencias con las clases dominantes, la construcción de
los términos de conducción revolucionaria en el seno de las masas
populares, opera a través de la capacidad de elaborar, proponer y llevar
a la práctica proyectos de construcción social que, en los territorios
concretos, son capaces de socabar las bases de la organización social que
el capitalismo ha impuesto allí. Esto significa que la organización
política no debe limitarse a plantear la línea general ante la situación
política concreta, a lo que a menudo se reduce la práctica tradicional,
sino que debe entrar a proponer junto a ello un proyecto social concreto para
los diferentes espacios y territorios, de transformación del orden y las
relaciones que allí imperan actualmente producto del dominio capitalista.
En su desarrollo futuro, tales proyectos han de conducir a la superación
de las mal llamadas organizaciones "naturales" de las bases sociales - como sindicatos,
centros de alumnos, juntas de vecinos, colegios profesionales, etc.-, esas que
el capitalismo tolera porque llevan a limitar cualquier proceso de organización
de base a una dinámica economicista, que es, por lo demás, fragmentada.
Pues, para la construcción de la unidad política del pueblo, es
preciso ir generando instituciones propias de soberanía popular, que en
el fondo son el gérmen de una organización genuínamente socialista,
forjada desde abajo, y no desde un todopoderoso Estado futuro, contradictoriamente
llamado socialista en tanto no socializa el poder.
De esta forma, a través de estas construcciones populares referenciales,
en los frentes poblacionales, laborales, universitarios, se sustenta la convocatoria
hacia nuevos sectores. No es una mera convocatoria agitativa, sino todo lo contrario.
No es pura denuncia, sino, en este caso, una propaganda concebida como elemento
auxiliar para la expansión y potenciación del impacto de las construcciones
concretas de poder y de democracia popular. Más que una utopía propagandizada,
que se intenta estérilmente de introducir en forma pasiva en la cabeza
de los hombres y mujeres del pueblo, como enseñanza iluminista sin una
práctica de construcción concreta al fin, se trata de asumir el
hecho de que la revolución socialista triunfará en nuestro país
mediante un máximo de expansión -y no de constricción- de
la democracia popular organizada. Porque tan sólo esa experiencia popular
en fábricas y poblaciones, en campos, escuelas, en faenas y universidades,
puede permitir a una amplia mayoría visualizar con certeza los verdaderos
límites de la democracia representativa capitalista, y forjar la decisión
de superarla.
Si se prefiere, es una disputa por la hegemonía, por la adhesión
ideológica de las masas populares a través de una práctica
constructiva, refundadora, a partir del desarrollo y la expansión de construcciones
populares referenciales, capaces de impactar sobre aquellas zonas donde el orden
capitalista aún mantiene cierta legitimidad. Al decir de Gramsci, "en política,
la guerra de posición es hegemonía".
Por eso nuestro desafío actual, es decir, el de una izquierda hoy políticamente
marginada y de un campo popular desarticulado, es el de desarrollar formas de
doble poder, de poder popular, instituciones y construcciones de democracia popular
más amplias que cualquier precedente pasado. Sobre la base de estas construcciones,
de carácter estable, verdaderas posiciones de fuerza, es posible proyectar
un sujeto genuínamente socialista hacia las correlaciones fundamentales
de fuerza presentes en la lucha política, superando la crisis de incidencia
que arrastramos como izquierda todos estos años. Este es, por lo demás,
el único camino de fondo sobre el cual enfrentar el ascenso actual de la
derecha, y más aún, la profundización del capitalismo que
significa la égida neoliberal.
Nuestra tarea es la de crear instituciones rivales en soberanía popular
fuera y en contra del parlamento, capaces de educar a las masas en su autogobierno,
cuyos decretos y decisiones tendrán que ser defendidos política
y materialmente de la agresión lógica de las clases dominantes ante
estas formas de autonomía política popular que les niega cualquier
legitimidad y capacidad de dirección y de control.
Esta lógica revolucionaria, transformadora, refundadora de la sociedad,
tiene dos grandes exigencias: la labor refundacional como tal, y la resistencia
frente a la autoridad constitucional. Es un esquema para construir una dualidad
de poderes dentro del capitalismo, y para proyectar el avance de la soberanía
popular hacia otros territorios de la sociedad. Pero no podemos ser ingenuos.
Las formas de poder y de democracia popular, en su avance hacia una situación
de dualidad de poderes, implican el desequilibrio y la deslegitimación
de las formas de dominio capitalista, ante lo cual el centro del poder de las
clases dominantes suele desplazarse desde los aparatos más o menos representativos
hacia aquellos represivos.
Es la instalación de una pugna no sólo entre ideologías sino
entre procesos concretos y reales de soberanía capitalista y de soberanía
popular. Su coexistencia no es algo que vaya a tolerar pasivamente el capitalismo,
pero tampoco el avance popular dependerá exclusívamente de su capacidad
de resistencia y defensa material, sino también y en no menor medida, de
su capacidad para ir refundando el orden social y proyectándose políticamente
como embriones cada vez más maduros de una nueva sociedad. Su fuerza no
ha de estar dada solamente en su capacidad de resistencia material. Aunque ella
es insoslayable, su fuerza también debe provenir del contenido que expresa
como construcción democrática y popular real y tangible.
Se nos dice que tenemos un régimen democrático, pero todo lo que
podemos decir es que nos gustaría verlo. Forzando un poco el término,
democracia antipopular es como hemos llamado al actual orden de cosas.
Nuestra revolución, y sobre todo el fin del capitalismo en Chile, sólo
se producirá cuando las masas populares hayan hecho la experiencia de una
democracia popular que sea tangiblemente superior a la democracia burguesa. Porque
el único modo de garantizar la victoria revolucionaria del socialismo es
forjando en forma incontestable más -¡y no menos!- libertad.
La manifestación de una libertad nueva y de mayor alcance, sin privilegios,
realmente potenciadora de las hoy refrenadas capacidades y creatividades de grandes
mayorías, ha de empezar antes de que el viejo orden sea eliminado mediante
la conquista del Estado. El nombre de este proceso es doble poder o poder dual.
Las formas y los medios concretos de la aparición de estas construcciones
populares, de estas construcciones de un contrapoder en el propio seno del capitalismo,
son hoy el problema crítico de la revolución socialista en Chile.
Su construcción y desarrollo implica entre otras cosas la capacidad de
defensa política y material de estas experiencias; en el fondo, la defensa
de este proceso de transformación y derrota del capitalismo desde abajo.
Se trata de un poder dual con capacidad de deslegitimar al capitalismo y su democracia
representativa, antipopular. Hemos aprendido que al capitalismo hay que transformarlo
desde dentro, ponerlo en crisis, si no queremos "nuevas sociedades" que sean meras
caricaturas mejoradas de este capitalismo. Y en este sentido, estas construcciones
populares son también una fórmula para perfilar materialmente la
nueva sociedad desde el propio proceso de lucha por el poder.
A estas alturas del desarrollo del capitalismo, ha quedado claro que la "toma
del poder" ya no se reduce a la "toma del Estado". Lo que hay que arrebatar a
las clases dominantes es su poder general, su capacidad para organizar la sociedad
y disciplinar a sus integrantes, lo cual va mucho más allá del Estado
y de los factores coercitivos. A lo que nos enfrentamos es al estado general del
poder de las clases dominantes a lo largo y ancho de la sociedad. Y desde esta
perspectiva, la liberación remite insoslayablemente a la refundación
de la sociedad. La lucha liberadora es entonces, la lucha por sustentar este proceso
de transformación.
Nuestro problema no se reduce a tomarnos La Moneda, nuestro Palacio de Invierno.
Sólo las masas organizadas tras un proyecto de refundación de la
sociedad, que no se realiza desde arriba, sino que se impulsa y materializa en
cada paso de avance de esas masas, permite abrir la posibilidad efectiva de resistir
la respuesta de las clases dominantes, de avanzar, y de transformar efectivamente
la sociedad en una perspectiva democrática y popular capaz de superar la
limitada experiencia de los socialismos "reales".
Visto desde hoy, más que la toma del poder, es la forja del propio poder
y la construcción de la crisis política de las clases dominantes.
Más que asalto al Estado, es la capacidad de defender material y políticamente
lo construído y sus posibilidades de avance. Tal dualidad de poderes -y
no el inconducente sueño con un oportuno golpe de mano- es el factor que
debe conducir a la crisis política de las clases dominantes.
Es un camino más largo, por cierto. Implica que la izquierda se vuelque
a los procesos de construcción popular bajo características crecientes
de organización, poder y democracia popular. No es una tarea que pueda
impulsar un sólo sector, porque es inmensa y larga.
IV. El principio de la autonomía política de las luchas populares
Ya está claro que no hay atajos, y que la insistencia tras estos sólo
nos ha hecho perder tiempo. Las decenas de atajos soñados, a los más
han permitido victorias "episódicas" en las últimas décadas.
Lo esencial es la fuerza social en que se sustenta el proceso: los grados de desarrollo
de su organización y conciencia. Eso no hay como evadirlo. Evadirlo es
seguir alargando el festín de las clases dominantes.
Urge terminar con el "tacticismo" de los atajos, con el coyunturalismo, con los
brotes agitativos pasajeros, y enhebrar una práctica centrada en el impulso
de luchas democráticas de base, en la construcción local de formas
de poder y de democracia popular, que permita definir el sentido accesorio y la
oportunidad de la lucha electoral, violenta o de otras formas. De lo contrario,
éstas últimas prácticas no superarán el largo hilo
de inmediatismos de los últimos años.
La Concertación, aun con todos sus problemas, es capaz de confundir a la
izquierda con sus cantos de sirena. Esto puede ser una fuente más de confusión,
y sobre todo, de indecisión ante el camino de la construcción popular.
Hoy en la Concertación no hay nada que sirva para avanzar en los principales
desafíos de la lucha popular. Es una contradicción buscar hoy una
alianza, incluso un mero pacto electoral basado en supuestas coincidencias democráticas,
con una Concertación que en estos momentos exacerba una línea neoliberal
y antipopular, develando su opción empresarial. Así las cosas, tal
pacto sólo terminará legitimando ante ciertos sectores populares
los pasos que recientemente ha dado el gobierno en contra del pueblo, como la
contención del gasto fiscal en medio de una situación de desempleo,
o unas reformas laborales que buscan legalizar la sobreexplotación como
forma de resolver la creación de empleos, a través de una ampliación
de la llamada flexibilidad laboral.
La forma general de la democracia representativa es en sí misma el gran
muro ideológico que evita que las masas populares desarrollen cualquier
proyecto alternativo como tipo diferente de sociedad, como tipo alternativo de
orden social. Porque presenta las desiguales condiciones de los individuos en
la sociedad como si fuesen iguales ante el Estado. Es el gran espejismo de la
democracia representativa. El parlamento, elegido cada tantos años como
la expresión soberana de la voluntad popular, refleja ante el pueblo la
unidad ficticia del país como si fuera su propio autogobierno. Las divisiones
económicas y de poder en el seno de esta "ciudadanía" se disfrazan
mediante la igualdad jurídica entre explotadores y explotados, entre incluídos
y marginados, entre poderosos y sometidos y, con ello, nublan la completa separación
y la no participación de las masas en la labor del parlamento y en los
procesos de construcción del Estado.
Este sistema es constantemente presentado ante el pueblo como la encarnación
última de la libertad: la democracia representativa capitalista como el
punto culminante de la historia. La existencia del Estado parlamentario proporciona
el manto ideológico general que impide cualquier forma de organización
y de soberanía alternativa. Y es tan poderoso, porque los derechos jurídicos
de los ciudadanos no son un simple espejismo. Al contrario, las libertades cívicas
y los sufragios de la democracia representativa son una realidad tangible, cuyo
logro fue históricamente, en parte, obra del propio movimiento popular,
y cuya pérdida sería una derrota para él.
La ideología de la democracia burguesa es mucho más potente que
la de cualquier reformismo del bienestar (al cual, por lo demás, hoy se
oponen al unísono las distintas fracciones de las clases dominantes criollas,
incluída la propia Concertación), y constituye, por tanto, la base
del consenso inculcado por el Estado capitalista, cuya esencia radica en la creencia
de las masas de que ellas ejercen una autodeterminación en el orden social
existente. No es, pues, una simple imposición de una clase dirigente, sino
la creencia en la igualdad democrática de todos los ciudadanos en el gobierno
de la nación.
De ahí la importancia del principio de la autonomía política
de las luchas y la organización popular, entendido no como apoliticismo,
sino todo lo contrario, como autonomía frente a las reglas de los poderosos,
esas que llevan a delegar en élites supuestamente representativas cualquier
voluntad de organización y de lucha. La autonomía política
es un principio que permite fundar una práctica política propia,
que no desconoce las condiciones imperantes, impuestas por el enemigo, pero que
tampoco reduce a ellas nuestra lucha política.
Pero hay otra clase de obstáculos para el camino de lucha que propiciamos,
y que no podemos dejar de mencionar. Además de la compulsión por
los atajos, ya sean conspirativos o electoralistas, están, en el otro extremo,
el basismo, el localismo, el apoliticismo, el corporativismo que limita la lucha
de sectores populares a horizontes gremiales o luchas económicas.
Nuestra tarea es construir procesos crecientes de control popular sobre las dinámicas
sociales cotidianas en la población, la universidad, la fábrica
y la faena, la escuela y el centro de trabajo, que desconozcan la conducción
capitalista de esos espacios, sus formas de organización social de esos
territorios, y permitan originar, embrionariamente en un inicio, relaciones sociales
más democráticas y potenciadoras de la creatividad de todos sus
integrantes, y no sólo de un puñado de éstos. Esto exige,
entre otras cosas, pasar del militante de izquierda entendido como simple propagandista
y agitador, a un militante que se distinga como constructor popular en esos espacios.
Repetidamente grupos y fuerzas de izquierda se han propuesto crear desde arriba
coordinaciones, frentes o movimientos a lo largo de la década pasada. El
verticalismo en la relación vanguardia-masas aún persiste. Más
que anti- neoliberalismo o cualquier otro anti, incluída la declaración
de una identidad antisistémica como principal condición distintiva,
tenemos que avanzar en perfilar, a través de nuestra práctica, construcciones
de democracia y poder popular reales y tangibles, proyectando con ellas el tipo
de orden social que anhelamos.
Nuestra primera y principal característica, como esfuerzo revolucionario,
no está en la opción por la fuerza ni en definirnos como antisistémicos.
La primera y fundamental característica de nuestra lucha, es que apunta
a la democracia, a la libertad, a la felicidad, a terminar con la explotación
y las limitaciones a la vida. Luchamos por un futuro más pleno para la
especie humana, libre de la pobreza material, y también de las miserias
espirituales que engendra el capitalismo. Y si para avanzar hacia estos objetivos,
para construir estos sueños, estamos obligados a defender este derecho
por la fuerza, y tenemos que asumirnos y proyectarnos como individuos y como fuerzas
sociales antisistémicas, lo hacemos. Pero sin perder de vista que esta
es una consecuencia de nuestra decisión de llevar adelante una lucha liberadora.
Todo esto significa luchar por un socialismo desde abajo, que lo ligue desde ahora
y estrechamente a una práctica democrática de masas. Las soluciones
urgentes que anhela nuestro pueblo no vendrán de la ya añeja costumbre
de reclamarle todo al Estado, sino de las construcciones populares de poder y
democracia que seamos capaces de impulsar, defender y proyectar. Hacia allá
debe apuntar la conducción política de la izquierda, para cumplir
con la imperiosa exigencia de dejar de estar a la defensiva y convertirnos en
una fuerza afirmativa.
Para comunicarse
con el autor: surda@hotmail.com
Nota: El libro de Marta Harnecker ha sido publicado por Siglo XXI México
y España (1999); por Campo das Letras en Portugal y Paz e Terra en Brasil
(2000); por Sperling y Kupfer en Italia (2001); y pronto en francés por
Les Temps de Cerises en Francia y Lanctôt Editeur en Canadá.