Ser como ellos
A pesar de los pesares
Los cursos de la facultad de impunidades
Eduardo Galeano II
Ser como ellos .
(a Karl Hubener)
Los sueños y las pesadillas están hechos de los mismos materiales, pero esta pesadilla dice ser nuestro único sueño permitido: un modelo de desarollo que desprecia la vida y adora las cosas.
¿Podemos ser como ellos?
Promesa de los políticos, razón de los tecnócratas, fantasía de los desamparados: el Tercer Mundo se convertirá en Primer Mundo, y será rico y culto y feliz, si se porta bien y si hace lo que le mandan sin chistar ni poner peros. Un destino de prosperidad recompensará la buena conducta de los muertos de hambre, en el capítulo final de la telenovela de la Historia. Podemos ser como ellos, anuncia el gigantesco letrero luminoso encendido en el camino del desarrollo de los subdesarrollados y la modernización de los atrasados.
Pero lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible, como bien decía Pedro el Gallo, torero: si los países pobres ascendieran al nivel de producción y derroche de los países ricos, el planeta moriría. Ya está nuestro desdichado planeta en estado de coma, gravemente intoxicado por la civilización industrial y exprimido hasta la penúltima gota por la sociedad de consumo.
En los últimos veinte años, mientras se triplicaba la humanidad, la erosión asesinó al equivalente de toda la superficie cultivable de los Estados Unidos. El mundo, convertido en mercado y mercancía, está perdiendo quince millones de hectáreas de bosque cada año. De ellas, seis millones se convierten en desiertos. La naturaleza, humillada, ha sido puesta al servicio de la acumulación de capital. Se envenena la tierra, el agua y el aire para que el dinero genere más dinero sin que caiga la tasa de ganancia. Eficiente es quien más gana en menos tiempo.
La lluvia ácida de los gases industriales asesina los bosques y los lagos del Norte del mundo, mientras los desechos tóxicos envenenan los rios y los mares, y al Sur la agroindustria de exportación avanza arrasando árboles y gente. Al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, el hombre serrucha, con delirante entusiasmo, la rama donde está sentado.
Del bosque al desierto: modernización, devastación. En la hoguera incesante de la Amazonia arde media Bélgica por año, quemada por la civilización de la codicia, y en toda América Latina la tierrase está pelando y secando. En América Latina mueren veintidós hectáreas de bosque por minuto, en su mayoríasacrificadaspor las empresas que producen carne o madera, en gran escala, para el consumo ajeno. Las vacas de Costa Rica se convierten, en los Estados Unidos, en hamburguesas McDonald's. Hace medio siglo, los árboles cubrían las tres cuartas partes del territorio de Costa Rica: ya son muy pocos los árboles que quedan, y al ritmo actual de deforestación, este pequeño país será tierra calva al fin del siglo. Costa Rica exporta carne a los Estados Unidos, y de los Estados Unidos importa plaguicidas que los Estados Unidos prohíben aplicar sobre su propio suelo.
Unos pocos países dilapidan los recursos de todos. Crimen y delirio de la sociedad del despilfarro: el seis por ciento más rico de la humanidad devora un tercio de toda la energía y un tercio de todos los recursos naturales que se consumen en el mundo. Según revelan los promedios estadísticos, un solo norteamericano consume tanto como cincuenta haitianos. Claro que el promedio no define a un vecino del barrio de Harlem, ni a Baby Doc Duvalier, pero de cualquier manera vale preguntarse: ¿Qué pasaría si los cincuenta haitianos consumieran súbitamente tanto como cincuenta norteamericanos? ¿Qué pasaría si toda la inmensa población del Sur pudiera devorar al mundo con la impune voracidad del Norte? ¿Qué pasaría si se multiplicaran en esa loca medida los artículos suntuarios y los automóviles y las neveras y los televisores y las usinas nucleares y las usinas eléctricas? ¿Qué pasaría con el clima, que está ya cerca del colapso por el recalentamiento de la atmósfera? ¿Qué pasaría con la tierra, con la poca tierra que la erosión nos está dejando? ¿Y con el agua, que ya la cuarta parte de la humanidad bebe contaminada por nitratos y pesticidas y residuos industriales de mercurio y plomo? ¿Qué pasaría? No pasaría. Tendríamos que mudarnos de planeta. Éste que tenemos, ya tan gastadito, no podría bancarlo.
El precario equilibrio del mundo, que rueda al borde del abismo, depende de la perpetuación de la injusticia. Es necesaria la miseria de muchos para que sea posible el derroche de pocos. Para que pocos sigan consumiendo de más, muchos deben seguir consumiendo de menos. Y para evitar que nadie se pase de la raya, el sistema multiplica las armas de guerra. Incapaz de combatir contra la pobreza, combate contra los pobres, mientras la cultura dominante, cultura militarizada, bendice la violencia del poder.
El american way of life, fundado en el privilegio del despilfarro, sólo puede ser practicado por las minorias dominantes en los países dominados. Su implantación masiva implicaría el suicidio colectivo de la humanidad.
Posible, no es. Pero, ¿sería deseable?
¿ Queramos ser como ellos?
En un hormiguero bien organizado, las hormigas reinas son pocas y las hormigas obreras, muchísimas. Las reinas nacen con alas y pueden hacer el amor. Las obreras, que no vuelan ni aman, trabajan para las reinas. Las hormigas policías vigilan a las obreras y también vigilan a las reinas.
La vida es algo que ocurre mientras uno está ocupado haciendo otras cosas, decía John Lennon. En nuestra época, signada por la confusión de los medios y los fines, no se trabaja para vivir: se vive para trabajar. Unos trabajan cada vez más porque necesitan más que lo que consumen; y otros trabajan cada vez más para seguir consumiendo más que lo que necesitan.
Parece normal que la jornada de trabajo de ocho horas pertenezca, en América Latina, a los dominios del arte abstracto. El doble empleo, que las estadísticas oficiales rara vez confiesan, es la realidad de muchísima gente que no tiene otra manera de esquivar el hambre. Pero, ¿parece normal que el hombre trabaje como hormiga en las cumbres del desarrollo? ¿La riqueza conduce a la libertad, o multiplica el miedo a la libertad?
Ser es tener, dice el sistema. Y la trampa consiste en que quien más tiene, más quiere, y en resumidas cuentas las personas terminan perteneciendo a las cosas y trabajando a sus órdenes. El modelo de vida de la sociedad de consumo, que hoy día se impone como modelo único en escala universal, convierte al tiempo en un recurso económico, cada vez más escaso y más caro: el tiempo se vende, se alquila, se invierte. Pero, ¿quién es el dueño del tiempo? El automóvil, el televisor, el video, la computadora personal, el teléfono celular y demás contraseñas de la felicidad, máquinas nacidas para ganar tiempo o para pasar el tiempo, se apoderan del tiempo. El automóvil, pongamos por caso, no sólo dispone del espacio urbano: también dispone del tiempo humano. En teoría, el automóvil sirve para economizar tiempo, pero en la práctica lo devora. Buena parte del tiempo de trabajo se destina al pago del transporte al trabajo, que por lo demás resulta cada vez más tragón de tiempo a causa de los embotellamientos del tránsito en las babilonias modernas.
No se necesita ser sabio en economía. Basta el sentido común para suponer que el progreso tecnológico, al multiplicar la productividad, disminuye el tiempo de trabajo. El sentido común no ha previsto, sin embargo, el pánico al tiempo libre, ni las trampas del consumo, ni el poder manipulador de la publicidad. En las ciudades del Japón se trabaja 47 horas semanales desde hace veinte años. Mientras tanto, en Europa, el tiempo de trabajo se ha reducido, pero muy lentamente, a un ritmo que nada tiene que ver con el acelerado desarrollo de la productividad. En las fábricas automatizadas hay diez obreros donde antes había mil; pero el progreso tecnológico genera desocupación en vez de ampliar los espacios de libertad. La libertad de perder el tiempo: la sociedad de consumo no autoriza semejante desperdicio. Hasta las vacaciones, organizadas por las grandes empresas que industrializan el turismo de masas, se han convertido en una ocupación agotadora. Matar el tiempo: los balnearios modernos reproducen el vértigo de la vida cotidiana en los hormigueros urbanos.
Según dicen los antropólogos, nuestros ancestros del Paleolítico no trabajaban más de veinte horas por semana. Según dicen los diarios, nuestros contemporáneos de Suiza votaron, a fines de 1988, un plebiscito que proponía reducir la jornada de trabajo a cuarenta horas semanales: reducir la jornada, sin reducir los salarios. Y los suizos votaron en contra.
Las hormigas se comunican tocándose las antenas. Las antenas de la televisión comunican con los centros de poder del mundo contemporáneo. La pantalla chica nos ofrece el afán de propiedad, el frenesí del consumo, la excitación de la competencia y la ansiedad del éxito, como Colón ofrecía chucherías a los indios. Exitosas mercancías. La publicidad no nos cuenta, en cambio, que los Estados Unidos consumen actualmente, según la Organización Mundial de la Salud, casi la mitad del total de drogas tranquilizantes que se venden en el planeta. En los últimos veinte años, la jornada de trabajo aumentó en los Estados Unidos. En ese período, se duplicó la cantidad de enfermos de stress.
La ciudad como cámara de cas
Un campesino vale menos que una vaca y más que una gallina, me informan en Caaguazú, en el Paraguay. Y en el nordeste del Brasil: Quien planta no tiene tierra, quien tiene tierra no planta.
Nuestros campos se vacían, las ciudades latinoamericanas se hacen infiernos grandes como países. La ciudad de México crece a un ritmo de medio millón de personas y treinta kilómetros cuadrados por año: ya tiene cinco veces más habitantes que toda Noruega. De aquí a poco, al fin del siglo, la capital de México y la ciudad brasileña de San Pablo serán las ciudades mayores del mundo.
Las ciudades del Sur del planeta son como las grandes ciudades del Norte, pero vistas en un espejo deformante. La modernización copiona multiplica los defectos del modelo. Las capitales latinoamericanas, estrepitosas, saturadas de humo, no tienen carriles para bicicletas ni filtros para gases tóxicos. El aire limpio y el silencio son artículos tan raros y tan caros que ya ni los ricos más ricos pueden comprarlos.
En el Brasil, la Volkswagen y la Ford fabrican automóviles sin filtros para vender en el Brasil y en los demás países del Tercer Mundo. En cambio, esas mismas filiales brasileñas de Volkswagen y Ford producen automóviles con filtros (convertidores catalíticos) para vender en el Primer Mundo. La Argentina produce gasolina sin plomo para la exportación. Para el mercado interno, en cambio, produce gasolina venenosa. En toda América Latina, los automóviles tienen la libertad de vomitar plomo por los caños de escape. Desde el punto de vista de los automóviles, el plomo eleva el octanaje y aumenta la tasa de ganancia. Desde el punto de vista de las personas, el plomo daña el cerebro y el sistema nervioso. Los automóviles, dueños de las ciudades, no escuchan a los intrusos.
Año 2000, recuerdos del futuro: gente con máscaras de oxígeno, pájaros que tosen en vez de cantar, árboles que se niegan a crecer. Actualmente, en la ciudad de México se ven carteles que dicen: Se ruega no molestar los maros y Favor de no azotar la puerta. Todavía no hay carteles que digan: Se recomienda no respirar. ¿Cuánto demorarán en aparecer esas advertencias a la salud pública? Los automóviles y las fábricas regalan a la atmósfera, cada día, once mil toneladas de gases y humos enemigos. Hay una niebla de mugre en el aire, ya los niños nacen con plomo en la sangre y en más de una ocasión han llovido pájaros muertos sobre la ciudad que era, en tiempos, no tan lejanos, la región más transparente del aire. Ahora el cóctel de monóxido de carbono, bióxido de azufre y óxido de nitrógeno llega a ser tres veces superior al máximo tolerable para los seres humanos. ¿Cuál será el máximo tolerable para los seres urbanos?
Cinco millones de automóviles: la ciudad de San Pablo ha sido definida como un enfermo en vísperas del infarto. Una nube de gases la enmascara. Sólo los domingos se puede ver, desde las afueras, a la ciudad más desarrollada del Brasil. En las avenidas del centro, los carteles luminosos advierten cada día a la población:
Calidad del aire: ruin.
Según las estaciones medidoras, el aire estuvo sucio o muy sucio durante 323 días del año 1986.
En junio de 1989, Santiago de Chile disputó con las ciudades de México y San Pablo, en unos días sin
lluvia ni viento, el campeonato mundial de contaminación. El cerro San Cristóbal, en pleno centro de Santiago, no se veía, oculto tras una máscara de smog. El naciente gobierno democrático de Chile impuso algunas mínimas medidas contra las ochocientas toneladas de gases que cada día se incorporan al aire de la ciudad. Entonces los automóviles y las fábricas pusieron el grito en el cielo: esas limitaciones violaban la libertad de empresa y lastimaban el derecho de propiedad. La libertad del dinero, que desprecia la libertad de los demás, había sido ilimitada durante la dictadura del general Pinochet, y había hecho una valiosa contribución al envenenamiento general. El derecho de contaminar es un incentivo fundamental para la inversión extranjera, casi tan importante como el derecho de pagar salarios enanos. Y al fin y al cabo, el general Pinochet nunca había negado a los chilenos el derecho de respirar mierda.
La ciudad como cárcel
La sociedad de consumo, que consume gente, obliga a la gente a consumir, mientras la televisión imparte cursos de violencia a letrados y analfabetos. Los que nada tienen pueden vivir muy lejos de los que tienen todo, pero cada día los espían por la pantalla chica. La televisión exhibe el obsceno derroche de la fiesta del consumo y a la vez enseña el arte de abrirse paso a tiros.
La realidad imita a la tele, la violencia callejera es la continuación de la televisión por otros medios. Los niños de la calle practican la iniciativa privada en el delito, que es el único campo donde pueden desarro
liarla. Sus derechos humanos se reducen a robar y a morir. Los cachorros de tigre, abandonados a su suerte, salen de cacería. En cualquier esquina pegan el zarpazo y huyen. La vida acaba temprano, consumida por el pegamento y otras drogas buenas para engañar el hambre y el frío y la soledad; o acaba la vida cuando alguna bala la corta en seco.
Caminar por las calles de las grandes ciudades latinoamericanas, se está convirtiendo en una actividad de alto riesgo. Quedarse en casa, también. La ciudad como cárcel: quien no está preso de la necesidad está preso del miedo. Quien tiene algo, por poco qué sea, vive bajo estado de amenaza, condenado al pánico del próximo asalto. Quien tiene mucho, vive encerrado en las fortalezas de la seguridad. Los grandes edificios y conjuntos residenciales son castillos feudales de la era electrónica. Les falta el foso de los cocodrilos es verdad, y también les falta la majestuosa belleza de los castillos de la Edad Media, pero tienen grandes rejas levadizas, altas murallas, torres de vigía y guardias armados.
El Estado, que ya no es paternalista sino policial, no practica la caridad. Pertenecen a la antigüedad los tiempos aquellos de la retórica sobre la domesticación de los descarriados a través de las virtudes del estudio y del trabajo. En la época de la economía de mercado, las crías humanas sobrantes se eliminan por hambre o tiro. Los niños de la calle, hijos de la mano de obra marginal, no son ni pueden ser útiles a la sociedad. La educación pertenece a quienes pueden pagarla; la represión se ejerce contra quienes no pueden comprarla.
Según el New York Times, entre enero y octubre de 1990, la policía asesinó más de cuarenta niños en las calles de la ciudad de Guatemala. Los cadáveres de los niños, niños mendigos, niños ladrones, niños hurgadores de basura, aparecieron sin lenguas, sin ojos, sin orejas, tirados en los basurales. Según Amnesty International, durante 1989 fueron ejecutados 457 niños y adolescentes en las ciudades brasileñas de Río de Janeiro, San Pablo y Recife. Esos crímenes, cometidos por los Escuadrones de la Muerte y otras fuerzas del orden parapolicial, no han ocurrido en las áreas rurales atrasadas, sino en las más importantes ciudades del Brasil: no han ocurrido donde el capitalismo falta, sino donde sobra. La injusticia social y el desprecio por la vida crecen con el crecimiento de la economía.
En países donde no hay pena de muerte, se aplica cotidianamente la pena de muerte en defensa del derecho de propiedad. Y los fabricantes de opinión suelen hacer la apología del crimen. A mediados de 1990, en la ciudad de Buenos Aires, un ingeniero mató a balazos a dos jóvenes ladrones que huían con el pasacasetes de su automóvil. Bernardo Neustadt, el periodista argentino más influyente, comentó en la televisión: Yo hubiera hecho lo mismo. En las elecciones brasileñas de 1986, Afanásio Jazadji ganó un puesto de diputado en el estado de San Pablo. Él fue uno de los diputados más votados en toda la historia de ese estado. Jazadji había conquistado su inmensa popularidad desde los micrófonos de la radio. Su programa defendía a gritos a los Escuadrones de la Muerte y predicaba la tortura y el exterminio de los delincuentes.
En la civilización del capitalismo salvaje, el derecho de propiedad es más importante que el derecho a la vida. La gente vale menos que las cosas. Resulta revelador, en este sentido, el caso de las leyes de impunidad. Las leyes que absolvieron al terrorismo de Estado ejercido por las dictaduras militares, en los tres países del Sur, perdonaron el crimen y la tortura, pero no perdonaron los delitos contra la propiedad (Chile: decreto-ley 2191, en 1978; Uruguay: Ley 15848, en 1986; Argentina: Ley 23521, en 1987).
El «costo social» del Progreso
Febrero de 1989, Caracas. Sube a las nubes, de golpe, el precio del boleto, se multiplica por tres el precio del pan y estalla la furia popular: en las calles quedan tendidos trescientos muertos, o quinientos, o quién sabe.
Febrero de 1991, Lima. La peste del cólera ataca las costas de Perú, se ensaña sobre el puerto de Chimbote y los suburbios miserables de la ciudad de Lima y mata a cien en pocos días. En los hospitales no hay suero ni sal. El ajuste económico del gobierno ha desmantelado lo poco que quedaba de la salud pública y ha duplicado, en un santiamén, la cantidad de peruanos en estado de pobreza crítica, que ganan por debajo del salario mínimo. El salario mínimo es de 45 dólares por mes.
Las guerras de ahora, guerras electrónicas, ocurren en pantallas de videogame. Las víctimas no se oyen ni se ven. La economía de laboratorio tampoco escucha ni ve a los hambrientos, ni a la tierra arrasada. Las armas de control remoto matan sin remordimientos. La tecnocracia internacional, que impone al Tercer Mundo sus programas de desarrollo y sus planes de ajuste, también asesina desde afuera y desde lejos.
Hace ya más de un cuarto de siglo que América Latina viene desmantelando los débiles diques opuestos a la prepotencia del dinero. Los banqueros acreedores han bombardeado esas defensas, con las certeras armas de la extorsión, y los militares o políticos gobernantes han ayudado a derrumbarlas, dinamitándolas por dentro. Así van cayendo, una tras otra, las barreras de protección alzadas, en otros tiempos, desde el Estado. Y ahora el Estado está vendiendo las empresas públicas nacionales a cambio de nada, o peor que nada, porque el que vende, paga. Nuestros países entregan las llaves y todo lo demás a los monopolios internacionales, ahora llamados factores de formación de precios, y se convierten en mercados libres. La tecnocracia internacional, que nos enseña a dar inyecciones en patas de palo, dice que el mercado libre es el talismán de la riqueza. ¿Por qué será que los países ricos, que lo predican, no lo practican? El mercado libre, humilladero de los débiles, es el más exitoso producto de exportación de los fuertes. Se fabrica para consumo de los países pobres. Ningún país rico lo ha usado jamás.
Talismán de la riqueza, ¿para cuántos? Datos oficiales de Uruguay y Costa Rica, los países donde menos ardían, antes, las contradicciones sociales: ahora uno de cada seis uruguayos vive en extrema pobreza, y son pobres dos de cada cinco familias costarricenses.
El dudoso matrimonio de la oferta y la demanda, en un mercado libre que sirve al despotismo de los poderosos, castiga a los pobres y genera una economía de especulación. Se desalienta la producción, se desprestigia el trabajo, se diviniza el consumo. Se contemplan las pizarras de las casas de cambio como si fueran pantallas de cine, se habla del dólar como si fuera persona:
-¿Y cómo está el dolar?
La tragedia se repite como farsa. Desde los tiempos de Cristóbal Colón, América Latina ha sufrido
como tragedia propia el desarrollo capitalista ajeno. Ahora lo repite como farsa. Es la caricatura del desarrollo: un enano que simula ser niño.
La tecnocracia ve números y no ve personas, pero sólo ve los números que le conviene mirar. Al cabo de este largo cuarto de siglo, se celebran algunos éxitos de la modernización. El milagro boliviano, pongamos por caso, cumplido por obra y gracia de los capitales del narcotráfico:: el ciclo del estaño se acabó, y con la caída del estaño se vinieron abajo los centros mineros y los sindicatos obreros mas peleones de Bolivia: ahora el pueblo de Llallagua, que no tiene agua potable, cuenta con una antena parabólica de televisión en lo alto del cerro del Calvario. O el milagro chileno, debido a la varita mágica del general Pinochet, exitoso producto que se está vendiendo, en pócimas, en los países del Este. Pero, ¿cuál es el precio del milagro chileno? ¿Y quiénes son los chilenos que lo han pagado y lo pagan? ¿Quiénes serán los polacos y los checos y los húngaros que lo pagarán? En Chile, las estadísticas oficiales proclaman la multiplicación de los panes y a la vez confiesan la multiplicación de los hambrientos. Canta victoria el gallo. Este cacareo es sospechoso. ¿No se le habrá subido el fracaso a la cabeza? En 1970, había un 20 por ciento de chilenos pobres. Ahora hay un 45 por ciento.
Las cifras confiesan, pero no se arrepienten. Al fin y al cabo, la dignidad humana depende del cálculo de costos y beneficios, y el sacrificio del pobrería no es más que el costo social del Progreso.
¿Cuál sería el valor de ese costo social, si pudiera medirse? A fines de 1990, la revista Stern hizo una cuidadosa estimación de los daños producidos por el desarrollo en la Alemania actual. La revista evaluó, en términos económicos, los perjuicios humanos y materiales derivados de los accidentes de autos, los congestionamientos del tránsito, la contaminación del aire, del agua y de los alimentos, el deterioro de los espacios verdes y otros factores, y llegó a la conclusión de que el valor de los daños equivale a la cuarta parte de todo el producto nacional de la economía alemana. La multiplicación de la miseria no figuraba, obviamente, entre esos daños, porque hace ya unos cuantos siglos que Europa alimenta su riqueza con la pobreza ajena, pero sería interesante saber hasta dónde podría llegar una evaluación semejante, si se aplicara a las catástrofes de la modernización en América Latina. Y hay que tener en cuenta que en Alemania el Estado controla y limita, hasta cierto punto, los efectos nocivos del sistema sobre las personas y el medio ambiente. ¿Cuál sería la evaluación del daño en países como los nuestros, que se han creído el cuento del mercado libre y dejan que el dinero se mueva como tigre suelto? ¿El daño que nos hace, y nos hará, un sistema que nos aturde de necesidades artificiales para que olvidemos nuestras necesidades reales? ¿Hasta dónde podría medirse? ¿Pueden medirse las mutilaciones del alma humana? ¿La multiplicación de la violencia, el envilecimiento de la vida cotidiana?
El Oeste vive la euforia del triunfo. Tras el derrumbamiento del Este, la coartada está servida: en el Este, era peor. ¿Era peor? Más bien, pienso, habría que preguntarse si era esencialmente diferente. Al Oeste: el sacrificio de la justicia, en nombre de la libertad, en los altares de la diosa Productividad. Al Este: el sacrificio de la libertad, en nombre de la justicia, en los altares de la diosa Productividad.
Al Sur, estamos todavía a tiempo de preguntarnos si esa diosa merece nuestras vidas.
(1991)
Eduardo Galeano, Ser como ellos y otros artículos, Siglo Veintiuno Editores, México, 1992.
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A pesar de los pesares .
1
América Latina ya no es una amenaza. Por tanto, ha dejado de existir. Rara vez las fábricas universales de opinión pública se dignan a echarnos alguna ojeada. Y sin embargo Cuba, que tampoco amenaza a nadie, es todavía una obsesión universal.
No le perdonan que siga estando, que maltrecha y todo siga siendo. Esa islita sometida a feroz estado de sitio, condenada al exterminio por hambre, se niega a dar el brazo a torcer. ¿Por dignidad nacional? No, no, nos explican los entendidos: por vocación suicida. Con la pala en alto, los enterradores esperan. Tanta demora los irrita. Al Este de Europa han hecho un trabajo rápido y total, contratados por los propios cadáveres, y ahora están ansiosos por arrojar tierra sin flores sobre esta porfiada dictadura roja que se niega a aceptar su destino. Los enterradores ya tienen preparada la maldición fúnebre. No para decir que la revolución cubana ha muerto de muerte matada: para decir que ha muerto porque morir quería.
2
Entre los más impacientes, entre los más furiosos, están los arrepentidos. Ayer han confundido al estalinismo con el socialismo y hoy tienen huellas que borrar, un pasado que expiar: las mentiras que dijeron, las verdades que callaron. Es el Nuevo Orden Mundial, los burócratas se hacen empresarios y los censores se vuelven campeones de la libertad de expresión.
3
Nunca he confundido a Cuba con el paraíso. ¿Por qué voy a confundirla, ahora, con el infierno?
Yo soy uno más entre los que creemos que se puede quererla sin mentir ni callar.
4
Fidel Castro es un símbolo de dignidad nacional. Para los latinoamericanos, que ya estamos cumpliendo cinco siglos de humillación, un símbolo entrañable.
Pero Fidel ocupa, desde hace añares, el centro de un sistema burocrático, sistema de ecos de los monólogos del poder, que impone la rutina de la obediencia contra la energía creadora; y a la corta o a la larga, el sistema burocrático -partido único, verdad única- acaba por divorciarse de la realidad. En estos tiempos de trágica soledad que Cuba está sufriendo, el Estado omni-potente se revela omni-impotente.
5
Ese sistema no proviene de la oreja de una cabra. Proviene, sobre todo, del veto imperial. Apareció cuando la revolución no tuvo más remedio que cerrarse para defenderse, obligada a la guerra por quienes prohibían que Cuba fuera Cuba; y el incesante acoso exterior lo fue consolidando a lo largo del tiempo. Hace más de treinta años que el veto imperial se aplica, de mil maneras, para impedir la realización del proyecto de la Sierra Maestra.
Continuo escándalo de hipocresía: desde aquel entonces, toman examen de democracia a Cuab, los fabricantes de todas las dictaduras militares que en Cuba han sido.
En Cuba, democracia y socialismo nacieron para ser dos nombres de la misma cosa; pero los mandones del mundo sólo otorgan la libertad de elegir entre el capitalismo y el capitalismo.
6
El modelo de la Europa del Este, que tan fácilmente se ha derrumbado allá, no es la revolución cubana. La revolución cubana, que no llegó desde arriba ni se impuso desde afuera, ha crecido desde la gente, y no contra ella ni a pesar de ella. Por eso ha podido desarrollar una conciencia colectiva de patria: el imprescindible auto-respeto que está en la base de la auto-determinación.
7
El bloqueo de Haití, anunciado con bombos y platillos en nombre de la democracia herida, fue un fugaz espectáculo. No duró nada. Terminó mucho antes del regreso de Aristide. No podía durar: en democracia o en dictadura, hay cincuenta empresas norteamericanas que sacan jugo a esa mano de obra baratísima.
En cambio, el bloqueo contra Cuba se ha multiplicado con los años. ¿Un asunto bilateral? Así dicen; pero nadie ignora que el bloqueo norteamericano implica, hoy por hoy, el bloqueo universal. A Cuba se le niega el pan y la sal y todo lo demás. Y también implica, aunque lo ignoren muchos, la negación del derecho a la autodeterminación.
El cerco asfixiante tendido en torno a Cuba es una forma de intervención, la más feroz, la más eficaz, en sus asuntos internos. Genera desesperación, estimula la represión, desalienta la libertad. Bien lo saben los bloqueadores.
8
Ya no hay Unión Soviética. Ya no se puede cambiar, a precios justos, azúcar por petróleo.
Cuba queda condenada al desamparo. El bloqueo multiplica el canibalismo de un mercado internacional que paga nada y cobra todo. Acorralada, Cuba apuesta al turismo. Y se corre el peligro de que resulte peor el remedio que la enfermedad.
Cotidiana contradicción: los turistas extranjeros disfrutan de una isla dentro de la isla, donde para ellos hay lo que para los cubanos falta. Se reabren viejas heridas de la memoria. Hay bronca popular, bronca justa, en esta patria que había sido colonia, y había sido putero, y había sido garito.
Penosa situación, sin duda; que por ser cubana, se mira con lupa. Pero, ¿quién puede tirar la primera piedra? ¿No se consideran normales, en toda América Latina, los privilegios del turismo extranjero? Y, peor, ¿no se considera normal la sistemática guerra contra los pobres, desde el mortal muro que separa a los que tienen hambre de los que tienen miedo?
9
¿En Cuba hay privilegios? ¿Privilegios del turismo y también, en cierta medida, privilegios del poder? Sin duda. Pero el hecho es que no existe sociedad más igualitaria en América. Se reparte la pobreza: no hay leche, es verdad, pero la leche no falta a los niños ni a los viejos. La comida es poca, y no hay jabones, y el bloqueo no explica por arte de magia todas las escaseces; pero en plena crisis sigue habiendo escuelas y hospitales para todos, lo que no resulta fácil de imaginar en un continente donde tantísima gente no tiene otro maestro que la calle, ni más médico que la muerte.
La pobreza se reparte, digo, y se reparte: Cuba sigue siendo el país más solidario del mundo. Recientemente, por poner un ejemplo, Cuba fue el único país que abrió las puertas a los haitianos fugitivos del hambre y de la dictadura militar, que en cambio fueron expulsados de los Estados Unidos.
10
Tiempo de derrumbamiento y perplejidad; tiempo de grandes dudas y certezas chiquitas.
Pero quizá no sea tan chiquita esta certeza: cuando nacen desde adentro, cuando crecen desde abajo, los grandes procesos de cambio no terminan en su lado jodido.
Nicaragua, pongamos por caso, que viene de una década de asombrosa grandeza, ¿podrá olvidar lo que aprendió en materia de dignidad y justicia y democracia? ¿Termina el sandinismo en algunos dirigentes que no han sabido estar a la altura de su propia gesta, y se han quedado con autos y casas y otros bienes públicos? Seguramente el sandinismo es bastante más que esos sandinistas que habían sido capaces de perder la vida en la guerra y en la paz no han sido capaces de perder las cosas.
11
La revolución cubana vive una creciente tensión entre las energías de cambio que ella contiene y sus petrificada estructuras de poder.
Los jóvenes, y no sólo los jóvenes, exigen más democracia. No un modelo impuesto desde afuera, prefabricado por quienes desprestigian a la democracia usándola como coartada de la injusticia social y la humillación nacional. La expresión real, no formal, de la voluntad popular, quiere encontrar su propio camino. A la cubana. Desde adentro, desde abajo.
Pero la liberación plena de esas energías de cambio no parece posible mientras Cuba continúe sometida a estado de sitio. El acoso exterior alimenta las peores tendencias del poder: las que interpretan toda contradicción como un posible acto de conspiración, y no como la simple prueba de que está viva la vida.
12
Se juzga a Cuba como si no estuviera padeciendo, desde hace más de treinta años, una continua situación de emergencia. Astuto enemigo, sin duda, que condena las consecuencias de sus propios actos.
Yo estoy en contra de la pena de muerte. En cualquier lugar. En Cuba, también. Pero, ¿se puede repudiar los fusilamientos en Cuba sin repudiar, a la vez, el cerco que niega a Cuba la libertad de elegir y la obliga a vivir en vilo?
Sí, se puede. Al fin y al cabo, a Cuba le dictan cursos de derechos humanos quienes silban y miran para otro lado cuando la pena de muerte se aplica en otros lugares de América. Y no se aplica de vez en cuando, sino de manera sistemática: achicharrando negros en las sillas eléctricas de los Estados Unidos, masacrando indios en las sierras de Guatemala, acribillando niños en las calles de Brasil.
Y por lamentables que hayan sido los fusilamientos en Cuba, al fin y al cabo, ¿deja de ser admirable la porfiada valentía de esta isla minúscula, condenada a la soledad, en un mundo donde el servilismo es alta virtud o prueba de talento? ¿Un mundo donde quien no se vende, se alquila?
(1992)
Tomado de:
Eduardo Galeano, Ser como ellos y otros artículos,
Siglo Veintiuno Editores, México, 1992.
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Los cursos de la facultad de impunidades .
Este centro universitario, cosa rara, no es privilegio de pocos. La Facultad de Impunidades abarca la realidad entera, y a ella asisten todos los jóvenes latinoamericanos, ricos y pobres, ilustrados y analfabetos. La realidad dicta los cursos prácticos. De la teoría se encarga la televisión.
Cómo desprestigiar a la democracia
La eficacia pedagógica está fuera de duda. Las clases que enseñan la impunidad de los políticos, por ejemplo, están logrando, aceleradamente, la despolitización masiva de la muchachada. Si la siembra del desaliento continúa a este ritmo, pronto se logrará que nadie crea en nadie. El caso más instructivo, en esta materia, es el de Carlos Menem, que llegó a la presidencia de Argentina con el 46 por ciento de los votos. Al día siguiente, Menem hizo suyo el programa del Álvaro Alsogaray, que había obtenido el 6 por ciento, y desde entonces Menem está realizando todo lo contrario de lo que había prometido. Esta usurpación de la voluntad colectiva está contribuyendo en gran forma al desprestigio de la democracia, en un país donde ella nunca ha sido muy frecuente y en una sociedad abrumada por el peso tradicional del ejército y la Iglesia.
La Facultad de Impunidades instruye en la falta de escrúpulos y educa en la irresponsabilidad moral. En ocasiones, las estadísticas ilustran sus cursos. Los numeritos acompañan, por ejemplo, a la materia que se ocupa de las relaciones entre la economía y la política en las democracias recién nacidas, o renacidas, en toda América Latina. La economía es cada vez más antidemocrática, mientras la gente pasa del entusiasmo a la desesperanza y más de un defraudado identifica a la democracia con el fraude. Los gobiernos civiles están continuando y multiplicando, impunemente, la política económica neoliberal, mercado libre, dinero libre, que habían impuesto las dictaduras militares. Los resultados están a la vista. Nunca había sido tan evidente la contradicción entre la democracia política y la dictadura social. Y a la vista están los últimos datos de las Naciones Unidas sobre la década de los ochenta: según la CEPAL, organismo técnico regional, cuatro de cada diez latinoamericanos "viven en estado de miseria absoluta". Ellos no tienen el destino escrito en los astros: lo tienen escrito en el sistema de poder.
La trampa del hambre y la trampa del consumo operan con impunidad, y así se va abriendo la brecha que separa a trampeados de tramposos: cada vez hay más distancia entre la inmensa mayoría que necesita mucho más de lo que consume y la mínima minoría que consume mucho más de los que necesita.
Cómo desprestigiar al Estado
Otra materia de la Facultad de Impunidades trata de los políticos y el Estado. Los mismos políticos que impunemente han exprimido al Estado hasta la última gota, han descubierto ahora que el Estado es inútil y merece ser arrojado a la basura. A lo largo de muchos años, ellos han convertido los derechos de los ciudadanos en favores del poder, han puesto al público al servicio del servicio público y han hecho del Estado un laberinto lleno de parásitos que deambulan hacia ninguna parte. Seguramente Franz Kafka hubiera cambiado de tema si hubiera conocido a la burocracia latinoamericana, en estos países nuestros donde de día falta agua y de noche falta luz, los teléfonos no funcionan, las cartas no llegan y los expedientes tienen hijos.
Y ahora, los políticos tradicionales que hicieron al enfermo, nos venden el hospital: devueltos al gobierno tras el ocaso de las dictaduras militares, ellos entonan salmos a la gloria del dinero libre y sacrifican, en los altares del mercado, a las empresas públicas.
Impunidad de los dueños del mundo. Hágase la voluntad de los países ricos, aunque los países ricos son ricos precisamente porque predican la libertad económica pero no la practican. Nuestra buena conducta se mide por la puntualidad en los pagos y la capacidad de obediencia. Los acreedores golpean la mesa y nuestros gobiernos civiles humillan la cabeza y juran que van a privatizarlo todo. Los numerito prueban que en América Latina la libertad del dinero favorece su evasión, no su inversión, y que así la especulación se ría de la producción y la economía se convierte en una ruleta; pero las trompetas anuncian al capital privado como si fuera un rescate del Quinto de Caballería.
Nuestros gobiernos quieren privatizarlo todo, sí, y empiezan por poner la bandera de remate a los sectores clave de la soberanía nacional: las comunicaciones, la energía, el transporte. Privatizarlo todo, y de ser posible también los hospitales y las escuelas y los cementerios y las cárceles y los zoológicos. Todo, menos las Fuerzas Armadas, que casulamente son las que se llevan la parte del león de los sueldos y gastos de cada presupuesto público. En el nuevo Estado, Estado de la Seguridad Nacional, la burocracia militar es sagrada. Y si no, ¿quién va a ocuparse del "costo social" de los "programas de ajuste"? La impunidad del dinero, que en nuestras tierras mata por hambre o bala, exige que el Estado benefactor deje paso al Estado juez y gendarme: juez vulnerable al soborno y amenaza, implacable gendarme de los pobres.
Cómo desprestigiar a la justicia
La impunidad militar es el más intensivo de los cursos de la Facultad de Impunidades. El acelerado desprestigio del poder civil, en toda América Latina, da la medida de sus éxitos.
Este curso está centrado en la aceptación de la ley del más fuerte como ley natural. Calumniando a la selva, la cultura urbana llama "ley de la selva" a la ley que rige nuestra civilizada vida. En el vértigo de la competencia, en la lucha por el dinero y el poder, la economía de mercado y el orden imperial confirman, cada día, la moral militar: la humillación es el destino que merecen los débiles: los países débiles, las empresas débiles, los gobiernos débiles, las personas débiles.
Las dictaduras militares, que en años recientes nos ensuciaron de mugre y miedo, han dejado a la democracia una doble hipoteca. Los gobiernos civiles han aceptado, sin chistar, esa herencia maldita: el pago de sus deudas y el olvido de sus crímenes. Ahora todos trabajamos para pagar los intereses y vivimos en estado de amnesia.
Las deudas militares, que los gobiernos civiles han socializado, ¿han servido para financiar obras de desarrollo? La usina nuclear de Angra dos Reis, en Brasil, es un buen ejemplo: costó varios miles de millones de dólares, ni se sabe cuántos, y no da más luz que una luciérnaga. Y la absolución del terrorismo militar y paramilitar, que los gobiernos civiles han dispuesto, ¿han servido para consolidar la democracia? ¿O más bien han servido para legalizar la prepotencia, para estimular la violencia y para identificar a la justicia con la venganza o la locura? Somos todos iguales ante la ley, dice la Constitución; pero nuestras Constituciones, obras de ficción de tendencia surrealista y mediocre estilo, ignoran que en este mundo la justicia es, como la democracia y el bienestar, un privilegio de los países ricos.
La deuda militar, traducida en abrumadora deuda externa, no es el precio del desarrollo. La deuda militar es el precio del terror; y la impunidad nos impide saberlo, porque nos prohibe recordarlo. Nuestros profesores en la materia han superado a Freud. Para salvar sus exámenes, hay que repetir esta lección: la desmemoria indica buena salud.
Cómo desprestigiar la vida humana
A este paso, América Latina va en camino de convertirse en un vasto criadero de Frankensteins; y Colombia nos brinda un ejemplo de alarmante fecundidad.
Desde hace años, en Colombia, el poder enseña que el crimen paga. A la sombra del poder, y por él alimentadas, han crecido las bandas paramilitares que vienen lloviendo muerte sobre el país. La prensa internacional atribuye toda la culpa a los narcotraficantes y a los guerrilleros; pero la violencia es más bien hija de la Doctrina de Seguridad Nacional, que instrumenta a los ejércitos para matar compatriotas. En todo caso, el dinero de los mafiosos de la cocaína no se consideraba sucio mientras servía para la limpieza de rojos; y de las 75 matanzas que ocurrieron en 1988, carnicerías que bañaron a Colombia en sangre, apenas cinco fueron obra directa de los narcos. Con el pretexto de los grupos de auto-defensa contra los secuestros de la guerrilla, los Escuadrones de la Muerte nacieron, crecieron y se multiplicaron, impunemente, a lo largo de mucho tiempo. Impunemente, el ejército partici[ó; impunemente, el gobierno toleró. En 1983, el Procurador General de la Nación acusó a 59 militares y policías, integrantes de una banda responsable de más de cien asesinatos y desapariciones. La justicia militar se hizo cargo del asunto: nunca más se supo. En 1988, los asesinatos de políticos, sindicalistas e intelectuales de izquierda sumaron siete veces más víctimas que los enfrentamientos entre la guerrilla y el ejército. Ese año, los obreros de la industria del cemento hicieron una huelga, y no fue por salarios: exigían al gobierno que les permitiera armarse. Doce de sus dirigentes habían sido asesinados. Ante las denuncias de Amnesty International, el Ministerio de Defensa contestó con una lista de torturadores militares que habían sufrido sanción. El Ministerio no mencionaba la sanción, que consistía en 48 horas de arresto simple.
Hoy Colombia está peor que Chicago en los años de Al Capone y la ley seca. Tres candidatos a la presidencia han caído, acribillados, en ocho meses. Un precoz egresado de la Facultad de Impunidades, un niño de quince años salido de los suburbios de Medellín, asesinó al jefe de Izquierda Unida, Bernardo Jaramillo, a cambio de 650 dólares. Normalmente, se cobra mucho menos. Como en el corrido mexicano, la vida no vale nada. La gente muere de plomonía y en las ciencias socilaes han surgido nuevos especialistas, los violentólogos, que intentan descifrar lo que ocurre. Algunos se limitan a confirmar una antigua certeza del sistema: además de ser burros y haraganes, los pobres son violentos, si han nacido en Colombia. Otros, en cambio, se niegan a creer que los colombianos lleven la marca de la violencia en la frente. No es asunto de genes: esta violencia es hija del miedo, esta tragedia es hija de la impunidad.
Cómo desprestigiar la soberanía nacional
Como todas nuestras fuerzas armadas, los militares colombianos obedecen a una potencia extranjera, a través de la Junta Interamericana de Defensa; y ese deber de obediencia está por encima de la jurada lealtad a su propia nación. La potencia extranjera dominante los adiestra en las artes de la impunidad, transmitiéndoles un know-how de altísimo nivel y probada experiencia.
El último espectáculo público en la materia, la invasión de Panamá, tuvo un éxito clamoroso. Esta operación, destinada a capturar a un agente de la CIA que había sido infiel a la empresa, costó cuatro mil muertos y siete mil millones de dólares en daños, pero casi todas las víctimas eran pobres y pobres eran los barrios arrasados, de modo que el mundo entero no tuvo mayor dificultad en encogerse de hombros y dejar hacer. Con la más absoluta impunidad, los Estados Unidos han impuesto un nuevo administrador del canal de Panamá, para evitar que se cumplan los tratados, y un nuevo presidente del país. El nuevo presidente, el gordísimo Endara, se dedica a hacer huelgas de hambre protestando porque Roma no paga traidores, mientras Panamá sufre impunemente la cotidiana humillación de la ocupación extranjera.
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Desde su casa matriz, y a través de muchas sucursales, la Facultad de Impunidades nos induce a desquerernos y a descreernos. Sus profesores nos invitan a olvidar el pasado para que no seamos capaces de recordar el futuro. Y así, cada día nos enseñan la resignación. Cada día aprendemos a resignarnos para poder sobrevivir. Pero hace poco, en una pared de un barrio de la ciudad de Lima, un alumno rebelde escribió: "No queremos sobrevivir. Queremos vivir". Él hablaba por muchos.
(1990)
Tomado de:
Eduardo Galeano, Ser como ellos y otros artículos, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1992.