|
El emperador del mundo
No había nacido en ella, pero en sus calles dormía y reinaba.
Por impresionar a su reina y señora, se había hecho rey de reyes
y señor de señores. Por ella, por promesa de amor, no se había
cortado nunca la barba ni el pelo, que le llegaba a los pies. Y por deber
de obediencia, cada dos por tres cambiaba de castillo: llevándose a
cuestas todo su reino, que cabía en un par de cajas de cartón,
se mudaba desde algún banco del Parque del Cristo hasta las escalinatas
de la iglesia del Sagrado Corazón, o hasta algún recoveco del
muelle de Caballería.
Al servicio de ella, y de sus muchos merecimientos, solía convocar
su flota de buques cañoneros y sus ejércitos del alba, del mediodía,
del atardecer y de la medianoche. Y por ella inspirado, declaraba guerras,
firmaba paces y redactaba proclamas, ante los leones del Paseo del Prado,
rodeado por su guardia de alabarderos y algunos súbditos que eran curiosos
de paso. Allí, por complacer a la señora de sus desvelos, perdonó
públicamente a los guerrilleros de la Sierra Maestra, que le habían
copiado la barba.
El Caballero de París, gallego venido de Lugo, nunca aceptó
limosnas. Para alimentarse, tenía de sobra con el sol que ella le daba.
Y en ella yace, ahora, bajo el suelo del convento de San Francisco, junto
a los obispos, los arzobispos, los comendadores y los conquistadores. En ella
duerme: en esa dama destartalada y altiva, llamada La Habana, que vela su
sueño.