Efemérides (1325 - 1536)
13 de Marzo de 1325: Se
funda la ciudad de México-Tenochtitlan
12 de Octubre de 1492: Cristobal Colón llega a América
8 de Noviembre de 1519: Los conquistadores españoles son recibidos en
la ciudad de Tenochtitlan
30 de Junio de 1520: Los conquistadores españoles son derrotados por
los mexicas al retirarse de Tenochtitlan
13 de Agosto de 1521: Después de un sitio de tres meses, la ciudad de
Tenochtitlán cae en poder de los conquistadores españoles
28 de Febrero de 1525: Muere asesinado en México, Cuauhtémoc
12 de Diciembre de 1531: Aparición de la Virgen de Guadalupe en México
16 de Noviembre de 1532: Los conquistadores españoles apresan al Inca
Atahualpa en Cajamarca
15 de Noviembre de 1533: Los conquistadores españoles entran en la ciudad
sagrada del Cuzco
6 de Mayo de 1536: Manco Inca se alza en Perú contra de los conquistadores
españoles
La tierra prometida
13 de marzo de 1325
Mal dormidos, desnudos, lastimados, caminaron toda la noche y día durante
más de 2 siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre
cañas y juncias.
Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados
por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose,
empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y
se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba,
comieron carne de reptiles.
Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes,
durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de
quetzal: Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había
anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón
y valentía de los brazos.
Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los
aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla
de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas,
extendía el águila sus alas.
Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados
en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que
en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli les dió la bienvenida:
—Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó
la voz —. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina
y señora de todas las demás. ¡México es aquí!
Colón
12 de octubre de 1492, Guanahaní
Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva
más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos
ramajes.
Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces
los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo,
hombre de letra lenta, levanta el acta.
Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas,
las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres
de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero
y que contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el
oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?
Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba
suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón? ¿China? ¿Oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla.
Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales,
escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten
a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de
terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se correrá la voz por las islas:
—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles
de comer y de beber!
La capital de los aztecas
8 de noviembre de 1519, Tenochtitlán
Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán
parece arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas,
ni vistas, ni aún soñadas… El sol se alza tras los volcanes, calles,
acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una multitud sale
a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas
abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro,
perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo
que pisará.
Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre
nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando. A tu tierra has
llegado…
Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias,
rosas y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los
pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma
y la muy amarilla.
Quetzalcóatl nació en Extremadura y desembarcó en tierras
de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la
bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del
muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro?
Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste
armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros,
ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os
haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás
han pasado a las Indias.
El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará
pronto. De aquí a poco será llamado mujer de los españoles
y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará
su sitio. Él peleará.
«La Noche Triste»
30 de junio de 1520, Teocalhueyacan
Hernán Cortés pasa revista a los pocos sobrevivientes de su ejército,
mientras la Malinche cose las banderas rotas.
Tonochtitlán ha quedado atrás. Atrás ha quedado la columna
de humo que echó por la boca el volcán Popocatépetl, como
diciendo adiós, y que no había viento que pudiera torcer.
Los aztecas han recuperado su ciudad. Las azoteas se erizaron de arcos
y lanzas y la laguna se cubrió de canoas en pelea. Los conquistadores
huyeron en desbandada, perseguidos por una tempestad de flechas y piedras, mientras
aturdían la noche los tambores de la guerra, los alaridos y las maldiciones.
Estos heridos, estos mutilados, estos moribundos que Cortés está
contando ahora, se salvaron pasando encima de los cadáveres que sirvieron
de puente: cruzaron a la otra orilla pisando caballos que se habían resbalado
y hundido y soldados muertos a flechazos y pedradas o ahogados por el peso de
las talegas llenas de oro que no se resignaban a dejar.
La espada de fuego
13 de agosto de 1521, Tlatelolco
La sangre corre como agua y está ácida de sangre el agua de beber.
De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas
y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin
treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver;
pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas
torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No
han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas
mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos
hasta caer arrasadas.
El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza
con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de
fuego. Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había
salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos.
Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado
a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos,
las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc ordena:
—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través
del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.
Tenochtitlán
El mundo está callado y llueve
De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han
sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombre,
la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces
blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las
barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas
las comarcas.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena
y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias
de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de
orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre
es el precio, apenas, dos puñados de maíz… Los soldados arman
ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc,
untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.
Cuauhtémoc
28 de febrero de 1525, Tuxkahá
De la rama de una antigua ceiba se balancea, colgado de los tobillos, el cuerpo
del último rey de los aztecas.
Cortés le ha cortado la cabeza.
Había llegado al mundo en cuna rodeada de escudos y dardos, y estos fueron
los primeros ruidos que oyó:
—Tu propia tierra es otra. A otra tierra estás prometido. Tu verdadero
lugar es el campo de batalla. Tu oficio es dar de beber al sol con la sangre
de tu enemigo y dar de comer a la tierra con el cuerpo de tu enemigo.
Hace veintinueve años, los magos derramaron agua sobre su cabeza
y pronunciaron palabras rituales:
—¿En qué lugar te escondes, desgracia? ¿En qué miembro te ocultas?
¡Apártate de este niño!
Lo llamaron Cuauhtémoc, águila que cae. Su padre había
extendido el imperio de mar a mar. Cuando el príncipe llegó al
trono, ya los invasores habían venido y vencido. Cuauhtémoc se
alzó y resistió. Fue el jefe de los bravos. Cuatro años
después de la derrota de Tenochtitlán, todavía resuenan,
desde el fondo de la selva, los cantares que claman por la vuelta del guerrero.
¿Quién hamaca ahora su cuerpo mutilado? ¿El viento o la ceiba? ¿No es
la ceiba quien lo mece, desde su vasta copa? ¿No acepta la ceiba esta rama rota,
como un brazo más de los mil que nacen de su tronco majestuoso? ¿Le brotarán
flores rojas?
La vida sigue. La vida y la muerte siguen.
La Virgen de Guadalupe
12 de diciembre de 1531, Ciudad de México
Esa luz, ¿sube de la tierra o baja del cielo? ¿Es luciérnaga o lucero?
La luz no quiere irse del cerro de Tepeyac y en plena noche persiste y fulgura
en las piedras y se enreda en las ramas. Alucinado, iluminado, la vio Juan Diego,
indio desnudo: la luz de luces se abrió para él, se rompió
en jirones dorados y rojizos y en el centro del resplandor apareció la
más lúcida y luminosa de las mujeres mexicanas. Estaba vestida
de luz la que en lengua náhuatl le dijo: «Yo soy la madre de Dios.»
El obispo Zumárraga escucha y desconfía. El obispo es el protector
oficial de los indios, designado por el emperador, y también el guardián
del hierro que marca en la cara de los indios el nombre de sus dueños.
Él arrojó a la hoguera los códices aztecas, papeles pintados
por la mano del Demonio, y aniquiló quinientos templos y veinte mil ídolos.
Bien sabe el obispo Zumárraga que en lo alto del cerro de Tepeyac tenía
su santuario la diosa de la tierra, Tonantzin, y que allí marchaban los
indios en peregrinación a rendir culto a nuestra madre, como llamaban
a esa mujer vestida de serpientes y corazones y manos.
El obispo desconfía y decide que el indio Juan Diego ha visto a
la Virgen de Guadalupe. La Virgen nacida en Extremadura, morena por los soles
de España, se ha venido al valle de los aztecas para ser la madre de
los vencidos.
Pizarro
16 de noviembre de 1532, Cajamarca
Mil hombres van barriendo el camino del Inca hacia la vasta plaza donde aguardan,
escondidos, los españoles. La multitud tiembla al paso del Padre Amado,
el Solo, el Único, el dueño de los trabajos y las fiestas; callan
los que cantan y se detienen los que danzan. A la poca luz, la última
del día, relampaguean de oro y plata las coronas y las vestiduras de
Atahualpa y su cortejo de señores del reino.
¿Dónde están los dioses traídos por el viento? El Inca
llega al centro de la plaza y ordena esperar. Hace unos días, un espía
se metió en el campamento de los invasores, les tironeó las barbas
y volvió diciendo que no eran más que un puñado de ladrones
salidos de la mar. Esa blasfemia le costó la vida. ¿Dónde están
los hijos de Wiracocha, que llevan estrellas en los talones y descargan truenos
que provocan el estupor, la estampida y la muerte?
El sacerdote Vicente de Valverde emerge de las sombras y sale al encuentro
de Atahualpa. Con una mano alza la Biblia y con la otra un crucifijo, como conjurando
una tormenta en alta mar, y grita que aquí está Dios, el verdadero,
y que todo lo demás es burla. El intérprete traduce y Atahualpa,
en lo alto de la muchedumbre, pregunta:
—¿Quién lo dijo?
—Lo dice la Biblia, el libro sagrado.
—Dámela, para que me lo diga.
A pocos pasos, detrás de una pared, Francisco Pizarro desenvaina la espada.
Atahualpa mira la Biblia, le da vueltas en la mano, la sacude para que suene
y se la aprieta contra el oído:
—No dice nada. Está vacía.
Y la deja caer.
Pizarro espera este momento desde el día en que se hincó
ante el emperador Carlos V, le describió el reino grande como Europa
que había descubierto y se proponía conquistar y le prometió
el más espléndido tesoro de la historia de la humanidad. Y desde
antes: desde el día en que su espada trazó una raya en la arena
y unos pocos de sus soldados muertos de hambre, hinchados por las plagas, juraron
acompañarlo hasta el final. Y desde antes aún, desde mucho antes:
Pizarro espera este momento desde que hace cincuenta y cuatro años fue
arrojado a la puerta de una iglesia de Extremadura y bebió leche de puerca
po no hallarse quien le diera de mamar.
Pizarro grita y se abalanza. A la señal, se abre la trampa. Suenan las
trompetas, carga la caballería y estallan los arcabuces, desde la empalizada,
sobre el gentío perplejo y sin armas.
Cajamarca.- El rescate
Para comprar la vida de Atahualpa, acuden la plata y el oro. Hormiguean por
los cuatro caminos del imperio las largas hileras de llamas y las muchedumbres
de espaldas cargadas. El más espléndido botín viene del
Cuzco: un jardín entero, árboles y flores de oro macizo y pedrerías,
en tamaño natural, y pájaros y animales de pura plata y turquesa
y lapislázuli.
El horno recibe dioses y adornos y vomita barras de oro y de plata.
Jefes y soldados exigen a gritos el reparto. Hace seis años que no cobran.
De cada cinco lingotes, Francisco Pizarro separa uno para el rey. Luego se persigna.
Pide el auxilio de Dios, que todo lo sabe, para guardar justicia; y pide el
auxilio de Hernando de Soto, que sabe leer, para vigilar al escribano.
Adjudica una parte a la Iglesia y otra al vicario del ejército. Recompensa
largamente a sus hermanos y a los demás capitanes. Cada soldado raso
recibe más de lo que el príncipe Felipe cobra en un año
y Pizarro se convierte en el hombre más rico del mundo. El cazador de
Atahualpa se otorga a sí mismo el doble de lo que en un año gasta
la corte de Carlos V con sus seiscientos criados -sin contar la litera del Inca,
ochenta y tres kilos de oro puro, que es su trofeo de general.
Entran los conquistadores en la ciudad sagrada
En el radiante mediodía, a través de la humareda se abren paso
los soldados. Un olor a cuero mojado se alza y se mezcla con el olor de la quemazón,
mientras resuena un estrépito de cascos de caballos y ruedas de cañones.
Nace un altar en la plaza. Los pendones de seda, bordados de águilas,
escoltan al dios nuevo, que tiene los brazos abiertos y usa barba como sus hijos.
¿No está viendo el dios nuevo que sus hijos se abalanzan, hacha en mano,
sobre el oro de los templos y las tumbas?
Entre las piedras del Cuzco, tiznadas por el incendio, los viejos y los paralíticos
aguardan, mudos, los días por venir.
Manco Inca
6 de mayo de 1536, Machu Picchu
Harto de ser rey tratado como perro, Manco Inca se alza contra los hombres de
cara peluda. En el trono vacío, Pizarro instala a Paullo, hermano de
Manco Inca y de Atahualpa y de Huáscar.
De a caballo, a la cabeza de un gran ejército, Manco Inca pone sitio
al Cuzco. Arden las hogueras en torno a la ciudad y llueven, incesantes, las
flechas de yesca encendida, pero más castiga el hambre a los sitiadores
que a los sitiados y las tropas de Manco Inca se retiran, al cabo de medio año,
entre alaridos que parten la tierra.
El Inca atraviesa el valle del río Urubamba y emerge entre los altos
picos de niebla. La escalinata de piedra lo conduce a la morada secreta de las
cumbres. Protegida por parapetos y torreones, la fortaleza de Machu Picchu reina
más allá del mundo.
Eduardo Galeano