Aves
Por Eduardo Galeano
Las plumas
Andan emplumados los indios
que sobreviven a orillas del río Paraguay.
El plumaje adorna y tiene poderes.
Las plumas verdes del loro dan señorío al cuerpo, que gustoso
las luce en los tobillos y en las muñecas, y también dan vida
a las hojas de los árboles.
Si no fuera por las plumas rosadas de un ave llamada espátula, la tuna
no daría frutos.
Las plumas negras del pato son buenas contra el mal humor.
Las plumas blancas de las cigüeñas ahuyentan las plagas.
El guacamayo ofrece plumas rojas, para llamar a la lluvia, y plumas amarillas,
para atraer las buenas noticias.
Las plumas grises del avestruz dan brío al canto humano, que se eleva
agradeciendo la luz de cada día.
El sietecolores
Dante D’Ottone andaba por el parque Rodó, haciendo nada, dejándose
ir entre los árboles, cuando vio a una mujer agachada ante un enorme
telescopio que apuntaba al lago.
–Me va a disculpar, señora, pero yo soy muy curioso.
La mujer sacó el ojo del lente, y lo invitó:
–Mire, mire.
Y Dante adivinó un sietecolores, un pajarito de esos que jamás
se ven en Montevideo, aleteando sobre el lago.
Ella manipuló el tubo, lo alargó:
–Así se ve mejor.
Y contó que había querido comprar unos prismáticos por
lo mucho que le gustaba espiar a los pájaros libres, pero el dinero no
daba. En la feria de Tristán Narvaja, el mercado de las pulgas, había
encontrado ese telescopio, arrumbado entre otros trastos viejos, y por unos
pocos pesos se lo había quedado.
El sietecolores, arcoiris con alas, revoloteaba al tuntún sobre los camalotes,
y el telescopio lo perseguía. Daban ganas de pedir que no se fuera nunca
esa alegría del aire.
Las palomas
Sylvia Murninkas estaba patinando por la costa de Montevideo, una serena tarde
de luces, cielo sin nubes, aire sin viento, cuando escuchó ruidos de
guerra. Se asomó al hotel Rambla y retrocedió espantada.
El combate aéreo ocurría en la planta baja. La planta baja del
hotel, en plena remodelación, estaba en escombros, y sobre la basura
de cascotes yde astillas de vidrios y maderas, había una alfombra de
blancas plumas ensangrentadas. Las dos últimas guerreras se estaban matando
a picotazos: se lanzaban en ráfaga, se trenzaban en el aire, se estrellaban
contra los ventanales y bañadas en sangre volvían al ataque.
Sylvia no conocía estas costumbres de las palomas.
El lorito
Houdini se escapaba siempre. El primer día, levantó la puerta
de la jaula, con su pico poderoso, y salió. El segundo día, alzó
el piso por abajo. El tercer día, hizo un agujero en la malla de alambre.
Se escapaba, pero no llegaba lejos. Algo caminaba, a los tumbos, y se caía.
Sus secuestradores le habían cortado un ala, cuando lo cazaron en la
selva. Kitty Hischier lo encontró en el mercado de Puerto Vallarta. Le
dio lástima, lo compró para liberarlo. Como Houdini no podía
arreglarse solo, y mutilado como estaba se lo comía cualquiera, ella
decidió llevarlo, enjaulado, en su camioneta. Tenía la intención
de pasarlo, clandestino, por la frontera. Houdini iba a ser uno más entre
los miles y miles de mexicanos indocumentados en los Estados Unidos.
Al cuarto día, Houdini intentó la fuga por el techo, pero ya no
le daban las fuerzas. El no hablaba, ni comía. Kitty le ofrecía
palabras, en español y en inglés, y le ofrecía lechuguita,
semillas de girasol y uvas; pero Houdini seguía callado, y arrojaba los
alimentos fuera de la jaula.
Mudo, inmóvil, murió. En huelga de lengua, en huelga de hambre.
Las garzas
–El lago Titicaca. ¿Conoce usted?
–Conozco.
–Antes, el lago Titicaca estaba aquí.
–¿Dónde?
–Aquí, pues.
Y paseó el brazo por el inmenso secarral.
Estábamos en el desierto del Tamarugal, un paisaje de cascajos calcinados
que se extendía de horizonte a horizonte, atravesado muy de vez en cuando
por alguna lagartija; pero yo no era quién para contradecir a un lugareño.
Me picó la curiosidad científica. El hombre tuvo la amabilidad
de explicarme cómo había sido que el lago se había mudado
tan lejos:
–Cuándo fue, no sé, yo no era nacido. Se lo llevaron las garzas.
En un largo y crudo invierno, el lago se había congelado. Se había
hecho hielo de pronto, sin aviso, y las garzas habían quedado atrapadas
por las patas. Al cabo de muchos días y muchas noches de batir alas con
todas sus fuerzas, las garzas prisioneras habían conseguido, por fin,
alzar vuelo, pero con lago y todo. Se llevaron el lago helado y con él
anduvieron por los cielos. Cuando el lago se derritió, cayó. Y
quedó donde ahora está.
Yo miraba las nubes. Supongo que no tenía cara de convencido, porque
el hombre preguntó, con cierto fastidio:
–Y si hay platos voladores, dígame usted, ¿por qué no iba a haber
lagos voladores? ¿Eh?
Me dio la espalda y se fue.
La gallina
–Declare el acusado su versión de los hechos –mandó el juez.
El escribiente, las manos en el teclado, transcribió los dichos de Agustín
Sosa, residente en la ciudad de Melo, mayor de edad, de estado civil soltero,
de profesión desocupado. El acusado no negó su responsabilidad
en el delito que se le imputaba. Sí, él había estrangulado
una gallina que no era de su propiedad.
–Si no mataba esa gallina, me moría de hambre –alegó.
Y concluyó: –Fue en defensa propia.
El gallo
Hacia arriba lamía, y hacia abajo escupía. Era, dicen que era,
juez, o recaudador de tributos, o enviado del rey, aquel adulón de los
dueños de todo, que humillaba a los dueños de nada. Se llamaba
Gallo, de apellido, y pisando pueblo decía:
–Donde este gallo canta, los demás callan.
Durante años callaron los callados, hasta que un buen día asaltaron
el palacete donde se ejercía el abuso, atraparon al abusón, le
arrancaron las ropas y desnudo lo corrieron, a pedradas, por las calles.
Ocurrió, dicen que ocurrió, en la ciudad andaluza de Morón
de la Frontera. Ocurrió, dicen que ocurrió, hace cinco siglos.
Pero cualquiera que visite la ciudad puede ver a ese gallo desplumado corriendo
todavía, y todavía la advertencia se escucha en toda España:
que te cuides, tú, mareado por el poder o el poderito, que te vas a quedar
como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, en la mejor ocasión.