Progresos
Por Eduardo Galeano
La modernización
Levi Freisztav lee, escribe,
pinta y talla maderas, hasta la caída de la tarde. Más, no. Ya
los ojos sienten el paso y el peso de los años; y él prefiere
guardar los ojos para mirar las montañas.
Con la mirada clavada allá, en los altos picos donde se enredan los jirones
del crepúsculo, Levi evoca los tiempos idos. Ya hace casi medio siglo
que se vino a la Patagonia, desde Buenos Aires, por casualidad o curiosidad,
y aquí se quedó para siempre: caminando estas tierras y estos
aires, Levi descubrió que sus padres se habían equivocado de mapa
cuando le dieron nacimiento.
Apenas llegó al sur, este sur que iba a ser su lugar en el mundo, Levi
consiguió trabajo en un proyecto de hidroponía. Un doctor del
lugar había leído, en alguna revista, que los norteamericanos
estaban plantando lechugas en el agua, y el doctor decidió poner en práctica
esa novedad. Levi cavaba, clavaba, sudaba, montando día tras día
una complicada estructura de tubos acanalados, hierros y cristales. Si lo hacen
en Estados Unidos por algo será, decía el doctor, es una fija,
no puede fallar; esa gente está a la vanguardia de la civilización
y de todo, llevamos varios siglos de atraso; la tecnología es la llave
de la riqueza.
En aquellos tiempos, Levi era todavía un bicho urbano, un hombre del
adoquín o del asfalto, de esos que creen que los tomates nacen del plato
y se quedan bizcos cuando ven un pollo que camina. Pero un día, contemplando
las inmensidades de la Patagonia, la vasta verdería de estos valles vacíos,
se le ocurrió preguntar:
–Oiga, doctor. ¿Valdrá la pena? ¿Valdrá la pena, con tanta tierra
que hay?
Perdió el trabajo.
Visitas
Había corrido la
sangre, sangre de los inocentes y sangre de los valientes y Sicilia parecía
por fin libre de mafiosos.
Entonces, llegaron los extraterrestes. En la ciudad de Palermo, que está
en la punta de esa isla que la bota de Italia patea, un vecino llamado Salvatore
denunció a la policía que un extraterrestre le había robado
la motoneta. Otro vecino, Sergio, publicó una carta, en un diario local,
revelando que había sido secuestrado por unos enanos con antenitas.
Mientras tanto, otro vecino, Aldo, se preparaba para viajar al espacio sideral.
Tenía listo el equipaje, no más que un par de zapatillas y una
camiseta, ayunaba para no pesar y se había afeitado todo el cuerpo, hasta
las cejas, para que la astronave pudiera aspirarlo sin que los pelos molestaran
la fuerza magnética. Había un planeta, decía Aldo, donde
las máquinas hacían todo y la gente era feliz.
El desobediente
Wagner Adoum andaba en
su automóvil con la vista siempre clavada al frente, sin echar jamás
ni una sola ojeada a los carteles que daban órdenes al borde de las calles
de Quito y de las carreteras del país. Los amigos le decían que
eres un suicida y un peligro público, que ya basta de provocar zafarranchos
y estampidas, tienes que respetar los carteles, hazlo por tu vida y por la vida
de los demás.
Pero él se defendía. No lo hago por distraído, decía:
–Yo nunca maté a nadie. Y si tengo los años que tengo y sigo vivo,
es porque nunca hice el menor caso a los carteles.
Gracias a eso, decía, él no había bebido un océano
de coca-colas, ni había comido una montaña de hamburguesas, ni
se había cavado un cráter en la panza tragando millones de aspirinas
y había evitado que las tarjetas de crédito lo hundieran hasta
los pelos en el pantano de las deudas. Y así se había salvado
de morir por ahogo, indigestión, hemorragia o asfixia.
El funcionario
Horacio Tubio había
alzado casa en el valle de El Bolsón, pero la casa no tenía luz
eléctrica. El había venido desde California, cargando sus modernos
chirimbolos: la computadora, el fax, el televisor y el lavarropas se negaban
a funcionar con luz de velas.
Horacio acudió a la oficina correspondiente. Lo atendió un ingeniero.
El ingeniero consultó unos enigmáticos mapas y respondió
que ya el servicio estaba funcionando en esa zona.
–Sí, funciona –reconoció Horacio–. Funciona en el bosque y solamente
en el bosque. Los árboles me dijeron que están agradecidos, pero
ellos no necesitan luz eléctrica.
El ingeniero se indignó:
–¿Sabe cuál es su problema? La arrogancia –sentenció–. Con esa
arrogancia, usted no va a conseguir nunca nada.
Horacio se retiró, cerró la puerta. Y enseguida golpeó,
toc-toc:
–¡Adelante! –mandó el ingeniero.
Toc-toc, seguían los golpecitos.
El ingeniero se levantó y abrió: Horacio estaba allí, de
rodillas humillando la cabeza:
–Usted, ingenierio, que ha tenido la suerte de poder estudiar...
–Levantese, levantese.
Arrodillado, Horacio gemía:
–Usted que tiene un título, ingeniero...
Horacio miraba al suelo; el ingeniero miraba al techo:
–Levantese, por favor.
–Comprenda mi situación, ingeniero, yo quisiera aprender a leer, pero
no tengo luz...
—Le ruego que se levante –suplicaba el ingeniero.
–... y sin luz, ¿cómo voy a aprender a leer? –insistía Horacio,
las rodillas clavadas al piso–. Usted comprenda...
Al día siguiente, la luz eléctrica llegó a su casa.
El cielo y el infierno
Los bisontes de Altamira
siguen huyendo; la Gioconda sigue ofreciendo su sonrisa sobradora; no se han
muerto los fusilados que Goya pintó ni se han marchitado los girasoles
de Van Gogh. Cuando dan inmortalidad a lo que pintan, aunque sea no más
que una terrestre y mortal inmortalidad, los artistas desafían la ley
divina: Dios sospecha, con toda razón, que estos señores quieren
hacerle la competencia y eso a El no le gusta ni un poquito.
El Tola Invernizzi, que es del oficio, sabe que los pintores no van al Cielo.
Pero tiene esperanzas. Fuentes bien informadas le contaron que allá en
las alturas han cambiado, en estos últimos días, las leyes de
inmigración y que ahora están otorgando facilidades. Ya San Pedro
no alza la mano para impedirte el paso:
–Usted no ha sido tan bueno como dice.
En cambio, el portero de Dios te palmea la espalda:
–Usted no ha sido tan malo como cree.
Dice el Tola que le dijeron que la nueva política celestial se explica
porque el Paraíso se ha quedado casi vacío. Algunas almas, las
más santas, ya no podían soportar las comodidades del aire acondicionado
sabiendo que hay otras almas condenadas a achicharrarse en el fuego y, por solidaridad,
han renunciado al reino de la salvación y se han arrojado a los abismos.
El eterno aburrimiento ha empujado a otras almas, no tan santas, a pedir el
retiro, hartas como estaban de pasarse la eternidad escuchando siempre a los
mismos angelitos tocando siempre el mismo concierto para arpa sola y siempre
sobre la misma nube. Y otras almas, muchas, han sucumbido a la publicidad, que
desde el infierno promete calor tropical, carne a las brazas, trago gratis,
amor libre y otras perdiciones.