En su novela Un mundo feliz,
Aldous Huxley había profetizado la fabricación en serie de seres humanos. En tubos
de laboratorio, los embriones se desarrollarían según su futura función en la
escala social, desde los alfas, destinados al mando, hasta los epsilones, producidos
para la servidumbre.
Setenta años después, la biogenética nos promete, como regalo del naciente milenio,
una nueva raza humana. Cambiando el código genético de las generaciones venideras,
la ciencia producirá seres inteligentes, bellos, sanos y quizás inmortales, según
el precio que cada familia pueda pagar.
James Watson, Premio Nobel, descubridor de la estructura del ADN y jefe del Proyecto
Genoma Humano, predica el despotismo científico. Watson se niega a aceptar ningún
límite a la manipulación de las células humanas reproductivas: ningún límite a
la investigación, ni al negocio. Sin pelos en la lengua, proclama: “Debemos mantenernos
al margen de los reglamentos y las leyes”.
Gregory Pence, que dicta cátedra de Etica Médica en la Universidad de Alabama,
reivindica el derecho de los padres a elegir los hijos que tendrán, “del mismo
modo que los criadores hacen cruzas buscando al perro más adecuado para una familia”.
Y el economista Lester Thurow, del Massachusetts Institute of Technology, exitoso
teórico del éxito, se pregunta quién podría negarse a programar un hijo con mayor
coeficiente intelectual. “Si usted no lo hace –advierte–, sus vecinos lo harán,
y entonces su hijo será el más estúpido del barrio.”
Si la suerte nos acompaña, los viveros del futuro generarán superniños parecidos
a estos genios. El mejoramiento de la especie ya no requerirá los hornos de gas
donde Alemania purificó la raza, ni la cirugía que Estados Unidos, Suecia y otros
países aplicaron para evitar que se reprodujeran los productos humanos de mala
calidad. El mundo fabricará personas genéticamente modificadas, como fabrica ya
alimentos genéticamente modificados.
2001, odisea del espacio: ya estamos en el 2001 y ya comemos comida química, como
había anunciado, hace más de treinta años, la película de Stanley Kubrick. Ahora,
los gigantes de la industria química nos dan de comer. Cuestión de siglas: después
del DDT y del PCB, que por fin fueron prohibidos cuando hacía años que se sabía
que daban más cáncer que felicidad, ha llegado el turno de los GM, los alimentos
genéticamente modificados. Desde Estados Unidos, Argentina y Canadá, los GM invaden
el mundo entero, y todos somos conejillos de Indias de estos experimentos gastronómicos
de los grandes laboratorios.
En realidad, ni siquiera sabemos qué comemos. Salvo contadas excepciones, las
etiquetas de los envases no nos advierten que contienen ingredientes que han sufrido
la manipulación de uno o varios genes. La empresa Monsanto, la principal proveedora,
no incluye el dato en sus etiquetas de origen, ni siquiera en el caso de la leche
proveniente de vacas tratadas con hormonas transgénicas de crecimiento. Esas hormonas
artificiales favorecen el cáncer de próstata y de seno, según varias investigaciones
publicadas en The Lancet, Science, The International Journal of Health Services
y otras revistas científicas, pero la Food and Drug Administration de Estados
Unidos autorizó la venta de la leche sin mención en las etiquetas, porque al fin
y al cabo las hormonas apresuran el crecimiento y aumentan el rendimiento y, por
lo tanto, también aumentan la rentabilidad. Lo primero es lo primero, y lo primero
es la salud de la economía. De todos modos, cuando Monsanto está obligada a confesar
lo que vende, como en el caso de los herbicidas, la cosa no cambia mucho. Hace
un par de años, la empresa tuvo que pagar una multa por “setenta y cinco menciones
inexactas” en los bidones del venenoso herbicida Roundup. Le hicieron precio.
Pagó tres mil dólares por cada mentira.
Algunos países se defienden, o al menos intentan defenderse. En Europa, la importación
de productos de la ingeniería genética está prohibida en algunos casos y en otros
está sometida a control. Desde 1998, por ejemplo, la Unión Europea exige etiquetas
claras para la soja genéticamente modificada, pero se hace muy difícil llevar
a la práctica esta buena intención. El rastro se pierde en las múltiples combinaciones:
según Greenpeace, la soja GM está presente en el sesenta por ciento de toda la
comida procesada que se ofrece en los supermercados del mundo.
En las manifestaciones ecologistas, un gran pescado alza un cartel: No se metan
con mis genes. Al lado, un tomate gigante exige lo mismo. En todo el mundo se
multiplican las voces de protesta. La actitud europea es un resultado de la presión
de la opinión pública. Cuando los granjeros franceses incendiaron los silos llenos
de maíz transgénico, por el daño notorio que hacía al ecosistema, el agitador
campesino José Bové se convirtió en un héroe nacional, un nuevo Asterix que alegó,
en su defensa: “Nosotros, los granjeros y los consumidores, ¿cuándo fuimos consultados
sobre esto? Nunca”.
El gobierno francés, que lo había metido preso, desautorizó los cultivos del maíz
inventado por la biotecnología. Algún tiempo después, la empresa norteamericana
Kraft Foods devolvió millones de tortillas de maíz transgénico, marca Taco Bell,
abrumada por las quejas de los consumidores que habían sufrido reacciones alérgicas.
Mientras tanto, la canciller Madeleine Albright decía y repetía en Europa, según
es obligación prioritaria de la diplomacia norteamericana: “No hay ninguna prueba
de que los alimentos genéticamente modificados sean perjudiciales para la salud
ni para el ambiente”.
Los europeos tienen muy concretos motivos para desconfiar de las piruetas tecnocráticas
en la mesa del comedor. Están escamados por su reciente experiencia con las vacas
locas. Mientras comían pasto o alfalfa, durante miles de años, las vacas se habían
comportado con una cordura ejemplar y habían aceptado, resignadas, su destino.
Así fue, hasta que el loco sistema que nos rige decidió obligarlas al canibalismo.
Las vacas comieron vacas, engordaron más, brindaron a la humanidad más carne y
más leche, fueron felicitadas por sus dueños y aplaudidas por el mercado –y se
volvieron locas de remate–. El asunto dio origen a muchos chistes, hasta que empezó
a morir gente. Un muerto, diez, veinte, cien...
En 1996, el Ministerio británico de Agricultura había informado a la población
que el pienso de sangre, sebo y gelatina de origen animal era un alimento seguro
para el ganado e inofensivo para la salud humana.