(Por
Eduardo Galeano*).
Hace
un cuarto de siglo, quise viajar a los Estados Unidos por primera vez.
Fui al consulado, pedí la visa. El formulario preguntaba, entre otras cosas
: ¿Se propone Ud. asesinar al presidente de los Estados Unidos de América?.
Yo era tan modesto que ni siquiera me proponía asesinar al presidente de Uruguay;
pero respondí : sí. Estaba seguro de que la pregunta era una broma, inspirada
por mis maestros Ambrose y Mark Twain.
El consulado me negó la visa. Mi respuesta era una mala respueta. Yo no había
entendido. Y han pasado los años y, la verdad sea dicha, sigo sin entender.
Discúlpenme ustedes, por favor. Estoy confundiendo esta convención de libreros
norteamericanos con un confesionario de mi infancia católica. Pero, ¿ante quién
podría confesarse un escritor, mejor que ante un librero?. Y para muchos pecados,
¿no se requieren acaso muchos libreros?.
Cada mañana, para empezar el día, desayuno noticias. En los diarios leo, por
ejemplo, los frecuentes escándalos que acosan a los candidatos presidenciales.
Y confieso que no consigo entender por qué los políticos norteamericanos son
malos si tienen amores con bellas inofensivas, y en cambio son buenos si tienen
amores con las grandes empresas que venden armas o veneno.
O leo sobre el envío de militares norteamericanos para luchar contra las plantaciones
de droga de América Latina. Y no hay caso, no me entra en la cabeza por qué
son malos los países que producen drogas, y malas las personas que consumen
drogas, y en cambio es bueno el modo de vida que genera la necesidad de consumirlas.
En las páginas de economía, leo que los Estados Unidoshan importado 35.292 corpiños
mexicanos en 1991. Ni un corpiño más, porque a 35.292 llegaba la cuota de corpiños
autorizada por el gobierno. Y entonces, ni modo: no entiendo por qué las barreras
proteccionistas y los subsidios son buenos en los Estados Unidos, y en cambio
son malos en América Latina.
Neblinas del Bien y el Mal. En la prensa norteamericana veo avisos que exhortan
a comprar productos nacionales, Buyamerican!, y entonces tampoco entiendo por
qué son malos los productos japoneses que invaden el mercado norteamericano,
y en cambio son buenos los productos norteamericanos que invaden América Latina.
Y no sólo los productos: imaginemos que los marines de México invaden Los Ángeles,
para proteger a los mexicanos amenazados por los recientes disturbios. ¿Bueno
o malo?.
Y hasta me pregunto: ¿y yo mismo?. ¿Soy bueno, yo?. ¿O soy malo?. Me atormentan
las dudas sobre mi identidad: dudas muy de nosotros, los escritores, bien lo
sé.. Para nadie es un misterio que los escritores tenemos el alma condenada
al infierno de la angustia incesante: en el centro de ese hervidero, nuevas
dudas responden a cada certeza y nuevas preguntas responden a cada pregunta.
Pero mi angustia se multiplica en este fin de siglo, fin de milenio, porque
yo también sé que los Estados Unidos andan en busca de nuevos malos que combatir.
Nostalgia del imperio del Mal: allá en el Este, los malos se han convertido
en buenos, y el resto del mundo está siendo dramáticamente incapaz de producir
los malos que el mercado militar demanda con urgencia. Yo todavía no entiendo
por qué eran malos los soldados de Irak cuando se apoderaban de Kuwait, y en
cambio eran buenos los marines cuando se apoderaban de Granada o Panamá; pero
hay que tener en cuenta que Saddam Husseim, que fue bueno hasta fines de 1990,
viene siendo malo desde 1991. Evidentemente, un solo malo no alcanza. Siempre
se puede echar mano a los malos de larga duración, como Muammar Khaddafi o Fidel
Castro; pero hay que reconocer que la oferta es pobre.
Confidencialmente confieso, y lo confieso con todas las letras, por difícil
que me resulte: sí, en verdad, sí: yo no sé manejar automóviles, no tengo computadora,
nunca fui al psicoanalista, escribo a mano, no me gusta la tele y jamás he visto
las tortugas Ninja.
Y más, todavía: mi cabeza es calva y de izquierda. Vanos han resultado todos
mis esfuerzos para que el pelo brote en mi desnudo cráneo y para corregir mi
tendencia a pensar zurdamente. Hasta hace pocos años, en las escuelas ataban
la mano izquierda de los niños zurdos , para obligarlos a escribir con la mano
derecha; y parece que eso daba buenos resultados. Para obligar a los adultos
a pensar derechamente, las dictaduras militares usan terapias de sangre y fuego,
y las democracias usan la televisión. A Mí me han hecho probar ambas medicinas,
y no hubo caso.
Admito que no tengo, por ejemplo, una incapacidad biológica para percibir las
virtudes de la libertad del dinero. A fines del año pasado, pongamos por caso,
yo estaba con mi mujer en la mitad de un largo viaje, cuando quebró Pan American.
Ella y yo nos quedamos literalmente en el aire y sin avión. Tuvimos que pedir
dinero prestado a unos amigos, y entonces yo interpreté el episodio según mi
limitada visión de las cosas: creí que la mano invisible del mercado me había
robado dos pasajes.
Debo reconocer que me equivoqué. Ya no tengo ninguna esperanza de recuperara
ni un centavo; pero ahora me doy cuenta de que Dios me hizo un favor. Astutamente,
el Altísimo utilizó ese sutil procedimiento para convencerme de que no se puede
andar por el mundo sin tarjeta de crédito.
Yo no tenía. Lo confieso. Hasta hace poco, mi natural inclinación al Mal me
impedía esta felicidad. Yo creía que la tarjeta de crédito era una trampa más
de la sociedad de consumo. Creía que los habitantes de las grandes ciudades
modernas padecen la esclavitud por deudas, tanto como los indios de Guatemala
en las plantaciones de algodón o de café. Ahora se ha descorrido el velo que
cubría mis ojos,y veo: nadie es, si no es digno de crédito. Ahora, ya soy. Debo,
luego soy.
Pero la duda, porfiada sombra, vuelve al asalto. A mi cabeza se le da por pensar
que mi país también debe, y que cuanto más paga, más debe. Y cuanto más debe,
menos lo gobierna el gobierno y más lo gobiernan los acreedores. Y sin embargo
los Estados Unidos, que deben mucho más que toda América Latina junta, no aceptan
condiciones, sino que las imponen.
¿Será que es malo deber poco, y en cambio es bueno deber muchísimo?.
Dudas, dudas. ¡Y tantas dudas sobre mi propio trabajo!.Me pregunto:¿Tendrá todavía
destino la literatura, en este mundo donde todos los niños de cinco años son
ingenieros electrónicos? Y quisiera responderme: Quizás el modo de vida de nuestro
tiempo no resulte demasiado bueno para la gente, ni para la naturaleza; pero
es sin duda muy bueno para la industria farmacéutica.¿ Por qué no podría ser
también muy bueno para la industria literaria? Todo depende del producto que
se ofrezca, que ha de ser tranquilizante como Valium y brilloso y light como
un show de la tele: que ayude a no pensar con riesgo ni sentir con locura, que
evite los sueños peligrosos y sobretodo evite la tentación de vivirlos.
Pero ocurre que esa es exactamente la literatura que no soy capaz de escribir
ni de leer. Condenado a la impotencia, no puedo escribir ni leer palabras neutrales.
Y aunque haga todo lo posible, no consigo parar de creer que estos tiempos de
resignación, de desprestigio de la pasión humana y arrepentimiento del humano
compromiso, son nuestro desafío pero no son nuestro destino.
Muchas gracias. He desahogado mi conciencia amparado en el secreto de confesión
y les ruego que no lo olviden. Ahora debo tramitar mi visa para entrar al Nuevo
Orden Mundial. Ojalá no me pregunten si me propongo matar al presidente.
(*Palabras pronunciadas
ante la reunión anual de los libreros de los Estados Unidos, American Booksellers
Association, en la ciudad de Los Angeles, el 26 de mayo de 1992).