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Eduardo Galeano

7 de septiembre de 2003

El peligroso arco iris

Eduardo Galeano
La Jornada
Richard Nixon, prestigioso historiador, lo tenía claro. En 1972, cuando era presidente de los Estados Unidos, dictó a sus colaboradores más cercanos un curso relámpago sobre la decadencia de Grecia y Roma: ­¿Ustedes saben lo que pasó con los griegos? ¡La homosexualidad los destruyó! Seguro. Aristóteles era homo. Todos lo sabemos. Y también Sócrates. ¿Ustedes saben lo que pasó con los romanos? Los últimos seis emperadores eran maricones.

En 1513, siglos antes de esta lección magistral, Vasco Núñez de Balboa había arrojado a cincuenta indios a las bocas de los perros que los destriparon, «porque para ser mujeres sólo les faltan tetas y parir».

En Panamá, como en muchos otros lugares de América, la homosexualidad era libre, hasta que irrumpieron los conquistadores. Aquella noche de 1513, Balboa inauguró en estas tierras el castigo del nefando pecado de la sodomía.

Eran los tiempos de la Santa Inquisición. Tiempos de nunca acabar. En España, la Inquisición duró tres siglos y medio. La herejía de la diversidad, en todas sus formas, fue condenada a suplicio o muerte en varios lugares de Europa y de América. Muchos homosexuales, hombres y mujeres, fueron quemados vivos. La hoguera los redujo a cenizas «para que de ellos no haya memoria».

Una época superada, se supone. Pero el humo llama.

La sagrada familia. En vez de pedir perdón a sus víctimas, la Iglesia católica repite las antiguas maldiciones. Recientemente, la Santa Inquisición, que ahora se llama Congregación para la Doctrina de la Fe, lanzó desde el Vaticano una campaña mundial contra el matrimonio de parejas homosexuales, «una grave inmoralidad que contradice el plan de Dios y la ley natural».

De inmediato, los altos funcionarios de la Iglesia en el mundo hicieron eco a la voz de mando. En Uruguay, el arzobispo Nicolás Cotugno declaró que la homosexualidad es «una enfermedad contagiosa», recomendó aislar a sus portadores y comparó el matrimonio homosexual con la unión entre un hombre y un animal.

La Iglesia está preocupada, desde hace ya unos cuantos siglos, por la sexualidad humana. De papa en papa, ha ido estableciendo la rígida frontera entre el pecado, que es casi todo, y lo poquito que nos deja de consuelo, porque de algún modo hay que reproducirse. Desde el Sumo Pontífice hasta el último cura de pueblo, no hay sacerdote que no sea experto en sexo. Como todos ellos han hecho voto de castidad, no se sabe cómo pueden entender tanto sobre una actividad que tienen prohibido practicar.

Leyendo esta última condenación del Vaticano, a uno le vienen ganas de preguntar a los sexólogos celestiales: si el matrimonio heterosexual es una «ley natural», ¿por qué ustedes no se casan? Y si los homosexuales contradicen «el plan de Dios», ¿por qué Dios los hizo así?

Otro especialista en el Bien y el Mal, el presidente George W. Bush, coincide con el Vaticano en la condenación del casamiento homosexual y se pronuncia contra la adopción de niños por parejas que no constituyan un matrimonio normal, «entre un hombre y una mujer». El presidente, que no es católico, hace suya esta cruzada papal. No es la primera vez que Bush y el Papa descubren que son tal para cual. Los dos tienen co- municación directa con el Cielo, por teléfonos diferentes. En algunas ocasiones, como en la reciente guerra de Irak, reciben órdenes contradictorias. En otras, en cambio, forman un frente común. Han estado, y seguirán estando, unidos en causas tan sagradas como la promoción de la abstinencia sexual entre los jóvenes y la lucha contra los medios anticonceptivos y contra el aborto.

Con su habitual amplitud de criterio, en estos temas Bush no sólo ha coincidido con la teocracia vaticana, sino también con los fundamentalistas islámicos: los puritanos unidos jamás serán vencidos. Y cada vez que tales asuntos se han planteado en las Naciones Unidas, Bush ha votado de común acuerdo con sus enemigos jurados, Irán, Libia, Sudán, e incluso Irak, antes de que ese país recibiera el huracán de misiles que él le envió en nombre de Dios y del petróleo.

Y sin embargo, se mueve. La cruz y la espada se alzan, como en los viejos tiempos. Con toda razón: en estos últimos meses, la homofobia viene sufriendo graves atentados. Por todas partes cunde eso que el Papa llama «conducta desviada» y «legalización del Mal».

A mediados de este año, la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó una sentencia histórica. Es inconstitucional, dice la sentencia, la ley de Texas que castiga la homosexualidad como un crimen. El dictamen implica la nulidad de las leyes semejantes en otros 12 estados de esa nación.

Mientras tanto, en New Hampshire, por primera vez en la historia del cristianismo, los fieles y el clero de la Iglesia episcopal eligen un obispo que es abiertamente gay. Massachusetts está a punto de legalizar los matrimonios homosexuales. En Vermont, ya el Registro Civil reconoce la legitimidad de esas parejas. En Canadá, desde principios de este año, los homosexuales pueden casarse en Ontario y en Columbia. Ahora hay bodas homosexuales en Bélgica, como ya las había en Dinamarca, Holanda y Suecia. Diversas variantes de unión legal, más o menos parecidas al matrimonio según el país, rigen en Noruega, Finlandia, Islandia, Francia, Alemania, Hungría, Croacia y en algunas regiones de España. Y en la ciudad de Buenos Aires, por primera vez en la historia latinoamericana, ya se celebra, también, la unión legal entre personas del mismo sexo.

Todas estas «graves inmoralidades», actos de libertad y de salud mental, no son regalos: son conquistas. Son el resultado de la porfiada lucha de los gays y las lesbianas contra la discriminación y la violencia.

Entre todos los placeres que merecen el infierno, el amor homosexual es, todavía, el más ferozmente reprimido. El machismo y la estupidez armada han disfrazado de normalidad esta atrocidad, y la han convertido en costumbre. En más de setenta países, la ley castiga las relaciones homosexuales. En muchos, con cárcel. En algunos, con flagelación o pena de muerte. En otros, donde la pena de muerte no es legal, los escuadrones parapoliciales y los enfermos de fanatismo cumplen sus ceremonias de purificación: limpian las calles torturando, mutilando y asesinando a quienes, por el solo hecho de existir, constituyen un escándalo público.

Los gays y las lesbianas están malditos en la tierra y en el cielo. Hace cinco años, el primer ministro de Malasia llegó a denunciar que eran una amenaza para la seguridad nacional. En el Más Allá, también tienen cerrada la puerta. Como escuché decir a la madre de una joven lesbiana: «Lo que más me duele es saber que no estaremos juntas en el Paraíso».

Pero ellos y ellas, los raros, los despreciados, están generando, ahora, algunas de las mejores noticias que nuestro tiempo trasmite a la historia. Armados con la bandera del arco iris, símbolo de la diversidad humana, ellas y ellos están volteando una de las más si- niestras herencias del pasado. Los muros de la intolerancia empiezan a caer.

Esta afirmación de dignidad, que nos dignifica a todos, nace del coraje de ser diferentes y del orgullo de serlo.

Como canta Milton Nascimento: «Cualquier manera de amor vale la pena,/ cualquier manera de amor vale amar». -