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EL DERECHO DE LOS TRABAJADORES por Eduardo Galeano
¿UN TEMA PARA ARQUEÓLOGOS?
"En el mundo al revés, la libertad del dinero exige trabajadores presos
de la cárcel del miedo, que es la cárcel más cárcel
de todas las cárceles. El dios del mercado amenaza y castiga; y bien
lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo, que
sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplcar
la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más universal."
Más de noventa millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas
Wal-Mart. Sus más de novecientos mil empleados tienen prohibida la
afiliación a cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea,
pasa a ser un desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo
uno de los derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad
de asociación. El fundador de Wal-Mart, Sam Walton, recibió
en 1992 la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones
de los Estados Unidos.
Uno de cada cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez niños,
engullen en Mc Donald's la comida plástica que los engorda. Los trabajadores
de Mc Donald's son tan desechables como la comida que sirven: los pica la
misma máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan,
las empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett Packard lograron
evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró union free, libre
de sindicatos, el sector electrónico.
Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa
obreras que murieron quemadas en Tailandia, en 1993, en el galpón trancado
por fuera donde fabricaban los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson
y los Muppets.
Bush y Gore coincidieron, durante la campaña electoral del año
pasado, en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano
de relaciones laborales. "Nuestro estilo de trabajo", como ambos lo llamaron,
es el que está marcando el paso de la globalización que avanza
con botas de siete leguas y entra hasta en los más remotos rincones
del planeta.
La tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un
obrero de Nike en Indonesia tenga que trabajar cien mil años para ganar
lo que gana, en un año, un ejecutivo de Nike en Estados Unidos, y que
un obrero de la ibm en Filipinas fabrique computadoras que él no puede
comprar.
Es la continuación de la época colonial, en una escala jamás
conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional:
proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos,
zapatos deportivos, computadoras o instrumentos de alta tecnología
además de producir, como antes, caucho, arroz, café, azúcar
y otras cosas malditas por el mercado mundial.
Desde 1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones
de trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional
del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 115, Noruega 106,
Alemania 76 y Estados Unidos... 14. El país que encabeza el proceso
de globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así
garantiza suficiente impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la
cacería de mano de obra barata y a la conquista de territorios que
las industrias sucias pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente,
este país que no reconoce más ley que la ley del trabajo fuera
de la ley es el que ahora dice que no habrá más remedio que
incluir "cláusulas sociales" y de "protección ambiental" en
los acuerdos de libre comercio. ¿Qué sería de la realidad sin
la publicidad que la enmascara?
Esas cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con
cargo al rubro relaciones públicas, pero la sola mención de
los derechos obreros pone los pelos de punta a los más fervorosos abogados
del salario de hambre, el horario de goma y el despido libre. Desde que Ernesto
Zedillo dejó la presidencia de México pasó a integrar
los directorios de la Union Pacific Corporation y del consorcio Procter &
Gamble, que opera en 140 países. Además, encabeza una comisión
de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista Forbes: en
idioma tecnocratés, se indigna contra "la imposición de estándares
laborales homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales". Traducido,
eso significa: arrojemos de una buena vez al tacho de la basura toda la legislación
internacional que todavía protege a los trabajadores. El presidente
jubilado cobra por predicar la esclavitud. Pero el principal director ejecutivo
de General Electric lo dice más claro: "Para competir, hay que exprimir
los limones". Los hechos son los hechos.
Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos: yo no
fui. En la industria posmoderna, el trabajo ya no está concentrado.
Así es en todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los
contratistas fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota. De cada
cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa.
De los 81 obreros de Petrobrás muertos en accidentes de trabajo en
los últimos tres años, 66 estaban al servicio de contratistas
que no cumplen las normas de seguridad. A través de trescientas empresas
contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para
las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen
a un Estado que en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano
de obra: "Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad
social, para asegurar un clima favorable a los inversores", explicó
recientemente Bo Xilai, secretario general del Partido Comunista en uno de
los mayores puertos del país.
El poder económico está más monopolizado que nunca, pero
los países y las personas compiten en lo que pueden: a ver quién
ofrece más a cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a
cambio de la mitad. A la vera del camino están quedando los restos
de las conquistas arrancadas por dos siglos de luchas obreras en el mundo.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe,
que por algo se llaman sweat shops, talleres del sudor, crecen a un ritmo
mucho más acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez
nuevos empleos en la Argentina están "en negro", sin ninguna protección
legal. Nueve de cada diez nuevos empleos en toda América Latina corresponden
al "sector informal", un eufemismo para decir que los trabajadores están
librados a la buena de Dios. La estabilidad laboral y los demás derechos
de los trabajadores, ¿serán de aquí a poco un tema para arqueólogos?
¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige
trabajadores presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel
de todas las cárceles. El dios del mercado amenaza y castiga; y bien
lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo, que
sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar
la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más universal.
¿Quién está a salvo del pánico de ser arrojado a las
largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse
en un "obstáculo interno", para decirlo con las palabras del presidente
de la Coca-Cola, que hace un año y medio explicó el despido
de miles de trabajadores diciendo que "hemos eliminado los obstáculos
internos"?
Y en tren de preguntas, la última: ante la globalización del
dinero, que divide al mundo en domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar
la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo desafío.