Eva Perón

27 de julio del 2002

Evita: El thriller del cadáver famoso

Miguel Bonasso
Página 12

Hace cinco años, cuando se padecía la "Evitamanía" generada por Madonna y el film de Alan Parker, lanzamos en la televisión mundial Evita: la tumba sin paz, un documental que pretendía rescatar a ese cuadro político, carnal y apasionado que fue Eva Perón de la gigantesca montaña descalificadora que venía del Norte. Aprovechando como en el yudo el poder del enemigo, utilizamos la fuerza de la ola mistificadora para intentar una metáfora: seguir a través del intrincado periplo del cadáver momificado la historia de un país que estuvo muchos años crucificado por el poder militar. Tuvimos mucha suerte.
La suerte empezó en Londres, una tarde de octubre de 1995, cuando con Ana de Skalon logramos venderle a Channel Four la idea de producir un documental que reconstruyera, con la fuerza y la intriga de un thriller, la verdadera historia del cadáver embalsamado de Eva Perón. De regreso a nuestra casa en Hither Green, pasamos por una tienda de vinos, para comprar algo bueno con qué brindar y descubrimos, en los estantes, un cartel que no habíamos visto en anteriores visitas. Decía simplemente: "Life after death. Register now" (Vida después de la muerte. Anótese ahora).
Ninguno de los empleados de la vinería supo explicarnos cómo había aparecido allí, relampagueante, justo al lado del Chateu nef du Pape que pretendíamos llevarnos. Era un hecho notable y bastante inquietante: "Vida después de la muerte" era el título provisorio que habíamos dejado, previamente "registrado" o "anotado", en la oficina de producción del canal.
La suerte siguió cuando fuimos a Buenos Aires y ese fino cineasta que es Tristán Bauer aceptó dirigir lo que, desde el comienzo, se presentaba como un docu-drama: una historia absolutamente cierta, con documentos inéditos, pero que incluyera minuciosas y artísticas recreaciones sobre hechos históricos como la irrupción de la Infantería de Marina en la CGT.
Durante un año y medio estuvimos investigando, entrevistando a cientos de testigos y recolectando material fotográfico y fílmico, muchas veces en abierta competencia con numerosas tripulaciones del Primer Mundo que habían desembarcado en Buenos Aires al calor de la Evitamanía.
Perseguido por el rigor perfeccionista de Ana de Skalon, que se formó en la producción televisiva y cinematográfica con los implacables ingleses, tuve que hacer seis versiones distintas del guión que también se iba enriqueciendo con los aportes de una investigación en la que me ayudaba Sofía Serbin y otros valiosos compañeros. Hubo frustraciones y triunfos.
La derrota más grande fue la muerte de Hernán Benítez, el confesor de Evita, con quien había anudado un diálogo de extraordinaria franqueza. Un diálogo que por delicadeza no quise entorpecer con cámaras ni grabadores, sin evaluar que ese hombre de apariencia tan vital tenía 89 años y podía irse en cualquier momento, antes de que fijáramos una cita para grabar. Por suerte, algunas de sus revelaciones fueron tan fuertes, tan coloridas, tan entrañables, que se me quedaron en la memoria sin necesidad de un intermediario electrónico.
La mayor victoria fue el hallazgo de las fotos que busqué durante veinticinco años: las que el propio Juan Domingo Perón le tomó al cadáver momificado de su esposa cuando los militares se lo devolvieron en su exilio madrileño. La primera noticia de ellas me la había proporcionado el abogado de Perón, Isidoro Ventura Mayoral, en aquella primavera febril de 1971. Según Ventura, las fotos tomadas por el viudo con una Polaroid y una Rolleiflex demostraban de manera incontrastable que el cuerpo momificado por Pedro Ara había sido brutalmente vejado y mutilado por los militares que lo habían secuestrado. Allá en noviembre de 1955, cuando comenzó la etapa más dura y negra de la llamada Revolución Libertadora.
Tanto Ventura Mayoral, como sus representadas y amigas las hermanas de Evita, Blanca Duarte de Alvarez Rodríguez y Erminda Duarte de Bertolini, denunciaron los feroces ultrajes, pero nunca se exhibieron las fotos, que Perón guardó en su gaveta más privada, como disuasor nuclear para forzar a los militares a desembocar en elecciones sin proscripciones. Porque hay algo indudable, que Rodolfo Walsh recreó con maestría en su cuento "Esa mujer", si esos terribles documentos se hubieran hecho públicos en el clima de confrontación de los años setenta, se hubieran alzado "frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor... poderosas, vengativas olas".
Aún no puedo revelar cómo las conseguí. Le prometí guardar silencio a la persona que me las dio, una tarde también de primavera, pero esta vez de la primavera porteña de 1996, en uno de esos pisos antiguos, afrancesados, con ascensores de tijera y mucho mármol. Cuando la fuente ignota abrió el portafolio y comenzó a sacar las polaroid que habían virado al sepia, el estremecimiento de terror y furia que me produjeron superó con creces el orgullo profesional de haberlas encontrado, tras una travesía de 25 años.
Allí, sobre el escritorio de caoba del ocasional anfitrión, estaba la prueba que ocultaban las versiones fantásticas, los relatos amañados para defender al ex dictador militar Pedro Eugenio Aramburu, por haberla "preservado" en un cementerio italiano. No estábamos frente a la tan cacareada necrofilia nacional, el socorrido argumento de las señoras gordas: cada foto, con su latido siniestro, pautaba la perversidad intrínseca de un sistema autoritario que en el golpe de 1976 hizo desaparecer no ya cadáveres, sino treinta mil seres vivos, culpables como Evita de querer una sociedad sin explotadores ni explotados.

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