La Izquierda debate
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El punto de vista de los vencidos en la historia de América Latina
Michael Löwy
Rodelu
Walter Benjamin no es un pensador como los demás. Estamos habituados a clasificar a los filósofos según su carácter progresista o conservador, revolucionario o nostálgico del pasado. Benjamin escapa a esas clasificaciones. Fue un crítico revolucionario de la filosofía del progreso, un nostálgico del pasado que sueña con el futuro, un romántico partidario del materialismo. Él fue, en todos los sentidos de la palabra, inclasificable. Se puede definir como marxista, puesto que se revindica del materialismo histórico, pero su interpretación del pensamiento de Marx –nutrida por lecturas de György Lukacs y Karl Korsch– es original y heterodoxa.
Una de las más importantes contribuciones de Walter Benjamin fueron sus reflexiones sobre el concepto de historia, sus célebres «Tesis» del 1940, redactadas pocos meses antes de su suicidio. Al fracasar su tentativa desesperada de huir de la Francia ocupada por los nazis pasando por los Pirineos – la policía española de Franco lo arrestó y amenazó de entregarlo a la Gestapo, él se quitó la vida en septiembre de 1940.
Las tesis «Sobre el concepto de historia» son uno de los textos más significativos del pensamiento crítico, tal vez el más importante desde las Tesis sobre Feuerbach (1845) de Marx. Como lo observa con agudeza Bolívar Echeverría, «El pensamiento de Benjamin es, en este escrito, deliberadamente ajeno a la cultura política establecida, retadoramente extemporáneo: en ello reside en buena parte el secreto de su inquietante actualidad» .
Este documento es una impresionante crítica revolucionaria de la doctrina del progreso inevitable y de las concepciones conformistas de la historia, las que se identifican – por el método de la empatía (Einfühlung)– con el campo de los vencedores. Para este tipo de historiografía, la historia es un gran conteo triunfal, del cual participan los vencedores de ayer y en el cual «los vencedores de hoy caminan sobre los cuerpos de los vencidos de hoy» (Tesis VII). No hay que olvidar, subraya Benjamin, el origen de estos bienes: «cada documento de cultura es al mismo tiempo un documento de barbarie» (Tesis VII). Es el caso de las pirámides de Egipto, construidas por los esclavos hebreos, o el Arco de Triunfo de París, magnífico monumento en honor a la barbarie guerrera.
En contra de esta visión de la historia del punto de vista de los vencedores –los señores de esclavos, los emperadores, los aristócratas, los conquistadores, los terratenientes, los banqueros, los dictadores, los jefes de industria–, Benjamin propone una concepción opuesta: la tradición de los oprimidos, el punto de vista de los vencidos, no los vencidos en tal o cual guerra o enfrentamiento, sino los que son las víctimas permanentes de los sistemas de dominación: los esclavos, los siervos, los campesinos, los proletarios, las minorías étnicas o religiosas, las mujeres; oprimidos que han resistido, que han luchado, que se han levantado en contra de la dominación, una y otra vez, pero que terminaron siendo derrotados por los señores. Las luchas de liberación del presente, subraya Benjamin (Tesis XII), se inspiran en el sacrificio de las generaciones vencidas, en la memoria de los mártires del pasado. Traduciendo en términos de la historia moderna de América Latina, es la memoria de Cuauhtémoc, Túpac Amaru, José Martí, Emiliano Zapata, Augusto Sandino, Farabundo Martí.
La tarea del historiador crítico, del partidario del materialismo histórico es, escribe Benjamin en la Tesis VII, «cepillar la historia a contrapelo». Esto significa: no aceptar juntarse con el cortejo triunfal, oponerse a la versión oficial y dominante de la historia, la que acaricia el proceso en el sentido de los pelos.
Se nota aquí la influencia de Nietzsche que, en su ensayo «De la utilidad y de la inconveniencia de los estudios históricos para la vida» (1873), criticaba a los que nadan en el sentido de la corriente del río, a los que practican «el culto desnudo del suceso» y la «idolatría del factual». La virtud, para el historiador, consiste en oponerse a la tiranía del real, a «nadar en contra de las olas de la historia».
Benjamin conocía esta obra de Nietzsche –citada en las tesis– y sin duda compartía estos planteamientos. La diferencia decisiva entre los dos es que la crítica de Nietzsche se hace en nombre del individuo rebelde, el héroe (más tarde el superhombre). La de Benjamin, al revés, es solidaria de las víctimas que lucharon, pero que finalmente cayeron bajo las ruedas de estas majestuosas carrozas triunfales llamadas Civilización, Progreso y Modernidad.
La propuesta de Benjamin sugiere un nuevo método, un nuevo enfoque, una perspectiva «desde abajo», que se puede aplicar en todos los campos de la ciencia social: la historia, la antropología, la ciencia política.
Benjamin se ocupó muy poco de la historia de América Latina, pero encontramos una impresionante crítica de la conquista ibérica en un pequeño e interesantísimo texto, que ha sido totalmente olvidado por los críticos e intérpretes de su obra: la reseña que escribió en 1929 acerca de un libro francés sobre Bartolomé de las Casas: Marcel Brion, Bartholomée de Las Casas, «Père des Indiens», Plon, Paris, 1928. "La Conquista", este primer capítulo de la historia colonial europea, dice Benjamin, «transformó el mundo recién conquistado en una cámara de torturas». Las acciones de la «soldadesca hispánica» crearon una nueva configuración del espíritu (Geistesverfassung) «que uno no puede representarse sin horror (Grauen)». Como toda colonización, la del nuevo continente tenía sus razones económicas –los inmensos tesoros de plata y oro de las Américas–, pero los teólogos oficiales trataron de justificarla con argumentos jurídico-religiosos: «América es un bien sin propietarios; la sumisión es una condición de la misión; intervenir en contra de los sacrificios humanos de los mexicanos es un deber cristiano». Bartolomé de las Casas, «un combatiente heroico en la mas expuesta de la posiciones», luchó por la causa de los pueblos indígenas, enfrentándose, en la celebre polémica de Valladolid (1550), con el cronista y cortesano Sepúlveda, «el teórico de la razón de Estado», y obtuvo finalmente del rey de España la abolición del esclavitud y de la encomienda, medidas que nunca fueron efectivamente aplicadas en América.
Observamos aquí, subraya Benjamin, una dialéctica histórica en el campo de la moral: «en nombre del catolicismo, se opone un cura a las atrocidades (Greuel) que se cometieron en nombre del catolicismo», de la misma forma que otro cura, Sahagún, salvó en su obra la herencia indígena destruida bajo el protectorado del catolicismo .
Aun si se trata sólo de una pequeña reseña, el texto de Benjamin es una interesante aplicación de su método –interpretar la historia desde el punto de vista de los vencidos, utilizando el materialismo histórico– al pasado de América Latina. Es sorprendente también su observación sobre la dialéctica cultural del catolicismo, casi como una intuición de la futura teología de la liberación.
Un ejemplo latinoamericano reciente permite ilustrar la significación de la exigencia metodológica de «cepillar la historia a contrapelo»: las celebraciones del V Centenario de la Descubierta de las Américas (1492-1592). Las festividades culturales organizadas por los Estados, las Iglesias o por iniciativas privadas son manifestaciones típicas de lo que Benjamin llamaba la empatía con los vencedores del siglo XVI, una Einfühlung que beneficia invariablemente a los privilegiados de hoy: las élites financieras y políticas, locales y multinacionales, que heredaron el poder de los antiguos conquistadores.
Escribir la historia a «contrasentido» –otra expresión que utiliza Benjamin– es rechazar toda identificación afectiva con los héroes oficiales del V Centenario: los colonizadores ibéricos, las potencias europeas que trajeron la religión, la cultura y la civilización a los indígenas «salvajes». Esto significa también considerar cada monumento de la cultura colonial –por ejemplo, las catedrales de México o de Lima, el palacio de Cortés en Cuernavaca– como también documentos de barbarie, un producto de la guerra, de la intolerancia, del exterminio, de una opresión insoportable.
Durante siglos, la historia «oficial» del descubrimiento, de la conquista y de la evangelización fue no sólo hegemónica, sino prácticamente la única a ocupar la escena política y cultural. Aun entre los primeros socialistas latinoamericanos, como el argentino Juan B. Justo, encontramos a principios del siglo XX una celebración acrítica de las guerras de conquista de los «civilizados» contra los pueblos indígenas «salvajes»: «con un esfuerzo militar que no compromete la vida ni el desarrollo de la masa del pueblo superior, esas guerras franquean a la civilización territorios inmensos. ¿Puede reprocharse a los europeos su penetración en África porque se acompaña de crueldades? ¿Vamos a reprocharnos el haber quitado a los caciques indios el dominio de la Pampa?». Concluye con la siguiente perspectiva grandiosa para el futuro: «Suprimidos o sometidos los pueblos salvajes y bárbaros, incorporados todos los hombres a lo que hoy llamamos civilización, el mundo se habrá acercado más a la unidad y a la paz, lo que se traduce en mayor uniformidad del progreso».
Sólo con la Revolución Mexicana del 1910 esta hegemonía empieza a ser contestada. Los frescos de Diego Rivera en el Palacio de Cortés (1930) en Cuernavaca son el signo de un verdadero vuelco en la historia de la cultura latinoamericana, por su desmitificación iconoclasta del Conquistador y por la simpatía del artista con los guerreros indígenas. Se puede encontrar, en la misma época, el equivalente historiográfico de esta obra de arte en los escritos económicos del marxista peruano José Carlos Mariátegui, un autor que, por su marxismo romántico, su pasión por el surrealismo y por la obra de Georges Sorel, tiene mucho en común con Walter Benjamin. En su conocido trabajo Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Mariátegui se refiere a la sociedad indígena precolombina como «comunismo inca»", una organización colectivista de la producción que aseguraba un cierto bienestar material. Ahora bien, «los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción». En otras palabras, «La destrucción de esta economía –y por ende de la cultura que se nutría de su savia– es una de las responsabilidades menos discutibles del colonialismo(...) El régimen colonial desorganizó y aniquiló la economía agraria incaica, sin reemplazarla por una economía de mayores rendimientos». Lejos de traer a América la civilización y el progreso, «España nos trajo el medioevo, inquisición, feudalidad, etcétera. Nos trajo luego la Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico». Para Mariátegui, el socialismo del futuro en América Latina tendrá que ser un socialismo indoamericano, inspirado en las raíces indígenas del continente, aun presentes en las comunidades campesinas y en la memoria popular .
Medio siglo más tarde, Las venas abiertas de América Latina (1981), el célebre libro de uno de los más grandes ensayistas vivos del continente, el uruguayo Eduardo Galeano, traza, en una poderosa síntesis, el acta de acusación de la colonización ibérica y de la explotación imperial, del punto de vista de sus víctimas: los indígenas, los esclavos negros, los mestizos. Su análisis apunta hacia la continuidad de la dominación en América Latina, el interminable cortejo de los vencedores, en el cual «"los conquistadores con sus carabelas preceden a los tecnócratas con sus jets, Hernán Cortés a los marines norteamericanos, los corregidores del reino a las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos a las ganancias de la General Motors».
En el curso del debate sobre el V Centenario, Galeano intervino, en términos casi benjaminianos –no sé si el había leído las Tesis del 1940– para llamar a la «celebración de los vencidos y no de los vencedores» y a la salvaguardia de algunas de nuestras más antiguas tradiciones, como el modo de vida comunitario, porque es «en nuestras más antiguas fuentes» donde América puede sacar sus fuerzas vivas, las más jóvenes: «El pasado nos habla de cosas que interesan al futuro».
El debate sobre el V Centenario atravesó también la Iglesia latinoamericana. Los dirigentes conservadores de la Conferencia de los Obispos Latinoamericanos, en un mensaje de julio del 1994 firmado por su presidente, Antonio Quarracino, y su secretario, Darío Castrillón, tomaron una posición clara en favor de una incondicional celebración de la Conquista: «La empresa del descubrimiento, conquista y colonización de América... fue la obra de un mundo en que la palabra del cristianismo todavía tenia un contenido real... La presencia y la acción de la Iglesia en estas tierras, a lo largo de estos quinientos años, es un ejemplo admirable de abnegación y perseverancia, que no necesita argumentos apologéticos para juzgarla convenientemente».
Al revés, los sectores críticos de la Iglesia, cercanos a la teología de la liberación, como monseñor Leonidas Proaño, el «obispo de los indios» de Ecuador, se identifican con los indígenas del continente que no aceptan que el centenario sea «objeto de festividades pomposas y triunfalistas, como pretenden los gobiernos y las iglesias de España, Europa y Latinoamérica».
Éste será también el punto de vista defendido por los principales teólogos de la liberación, como Enrique Dussel, José Oscar Beozzo o Ignacio Ellacuria (asesinado por el ejército de El Salvador en noviembre de 1989). Gustavo Gutiérrez contribuirá a la discusión con un libro en honor de Bartolomé de las Casas, Dios o el oro en las Indias, (Siglo XVI) (Instituto Bartolomé de las Casas, Perú, 1989) y un ensayo sobre el cinquecentenario, que toma posición claramente contra las celebraciones oficiales: «Hay que tener le coraje de leer los hechos a partir del reverso de la historia. Es ahí donde se juega nuestro sentido de la verdad (...) La historia escrita desde el punto de vista del dominador nos ocultó por mucho tiempo aspectos importantes de la realidad. Tenemos necesidad de conocer la otra historia, que no es sino la historia del otro, el otro de esta América Latina que tiene aun "la venas abiertas" –para utilizar la célebre expresión de Eduardo Galeano– precisamente porque no se le reconoció en la plenitud de su dignidad humana».
También participó en el debate la Comisión para el Estudio de la Historia de la Iglesia en América Latina (CEHILA), cuyos principales líderes –como Enrique Dussel– se identifican con el cristianismo de la liberación. En una declaración del 12 de octubre del 1989, CEHILA se separó enteramente del cristianismo de los conquistadores: «Los invasores, para legitimar su arrogante pretensión de superioridad en el mundo, utilizaron al Dios cristiano, transformándolo en un símbolo de poder y opresión... Esta fue, nosotros pensamos, la idolatría del Occidente».
En vez de celebrar el llamado descubrimiento, CEHILA propuso conmemorar las rebeliones contra la colonización y la esclavitud, de Túpac Amaru a Zumbi, así como la memoria de aquellos cristianos que «escucharon los gritos de dolor y de protesta, de Bartolomé de las Casas a Oscar Romero».
Considerando las críticas, los organizadores oficiales de las celebraciones han propuesto sustituir los términos de «descubrimiento» y «conquista» por una expresión más neutral y consensual: «El Encuentro de dos Mundos». Esta reformulación terminológica no convenció a los contestatarios. Es el caso, por ejemplo, de los movimientos que se reunieron –por iniciativa del MST (Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra) brasileño– en Bogota en mayo de 1989, en el Encuentro Latinoamericano de Organizaciones Campesinas Indígenas, con la participación de treinta organizaciones originarias de 17 países del continente.
En sus conclusiones finales, los delegados a este encuentro afirman: «Los poderosos de hoy nos hablan del Encuentro de dos Mundos y, bajo este vuelo, quieren hacernos celebrar la usurpación y el genocidio. No, nosotros no iremos a celebrarlos, sino a estimular las luchas para terminar con los 500 años de opresión y discriminación y hacer lugar a una sociedad nueva, democrática, y respetuosa de la diversidad cultural, basada en los intereses y las aspiraciones del pueblo (...) Llamamos a todos los explotados y oprimidos de las Américas a participar de la Campaña de los 500 años de Resistencia Indígena y Popular, para iniciar juntos un proceso de reflexión seria y profunda sobre la significación de los 500 años, a recuperar nuestra identidad y nuestro pasado histórico, porque la memoria de los pueblos es una fuente de inspiración permanente para las luchas de emancipación y de liberación».
La cuestión del centenario provocó no sólo discusiones y polémicas, sino también actos de protesta en varios países de América Latina, en los países de habla hispánica en 1992 y en Brasil en 2000. En México, los zapatistas del EZLN tenían al principio el proyecto de hacer coincidir su levantamiento con el cinquecentenario de 1492, pero por razones de impreparacion militar, pospusieron su acción para enero de 1994. Lo que sí hicieron fue un acto de reparación simbólica: el derrumbe, en 1992, por una multitud de indígenas que bajaron de las montañas de Chiapas, de la estatua del conquistador Diego de Mazariago, en el centro histórico de San Cristóbal de Las Casas .
Política, cultura e historia están íntimamente ligadas en los enfrentamientos alrededor del V Centenario, pero eso no hubiera sorprendido a Walter Benjamin...