9 de septiembre del 2003
En tiempos de la Unidad Popular: testimonios
Franck Gaudichaud
Le Monde Diplomatique
«Suena casi raro hablar hoy de todo esto, a veces me parece como si se tratara
de un sueño…» En 1972-1973, Mario Olivares era un joven obrero metalúrgico
y delegado del cordón industrial Vicuña Mackenna. Efectivamente,
vivió un sueño, un sueño despierto, compartido por miles
de hombres y mujeres, trabajadores y militantes de la izquierda chilena. En
esa época, Hernán Ortega, presidente de la Coordinadora de los
cordones industriales de Santiago -nuevas organizaciones de base surgidas en
reacción a la gran huelga patronal de octubre de 1972 (1)-, milita en
el Partido Socialista. «Para mí, dice, así como para todos los
chilenos, la Unidad Popular significaba la aspiración a una sociedad
distinta, más democrática, más igualitaria, que permitiera
a los trabajadores alcanzar un crecimiento pleno y cabal, no sólo desde
el punto de vista económico sino también del desarrollo integral
del ser humano».
Una coalición llevó al poder al presidente Salvador Allende. La
«vía chilena hacia el socialismo», fortalecida por la dinámica
de la lucha obrera, campesina y de los «pobladores» (2) no está, por
supuesto, exenta de contradicciones. Así, este movimiento presiona a
la dirigencia de la Central Única de los Trabajadores (CUT) (3), dominada
por el Partido Comunista, primer partido obrero del país y fuerza que
representa el ala más moderada dentro del gobierno. La central se afianza
como la correa de trasmisión del ejecutivo, en especial haciéndose
cargo del «sistema de participación de los trabajadores» dentro de las
empresas nacionalizadas, «el Área social de producción».
Sin embargo, la gran mayoría de los trabajadores se encuentra fuera de
esa influencia directa, por no tener derecho a sindicalizarse ni perspectiva
de integración al sistema de participación allendista (4). La
fracción más radicalizada del movimiento obrero, opuesta a la
pasividad y amenazada por el desarrollo del mercado negro y los boicots patronales,
se organiza en forma independiente del gobierno. Esta dinámica se traduce
en un número creciente de empresas ocupadas con vistas a su nacionalización,
un aumento de la cantidad de huelgas y, en el campo, en la extensión
de las tierras expropiadas, mucho más allá de las reformas anunciadas
por Salvador Allende.
En las empresas, los militantes de la izquierda del Partido Socialista, el Movimiento
de Acción Popular Unitario (MAPU) y la Izquierda Cristiana propagan la
consigna «crear, crear, poder popular». Además de esos partidos, que
pertenecen a la coalición gubernamental, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(MIR) quiere ser también el paladín del «poder popular» (5). «Era
un período muy rico, durante el cual muchos simpatizantes de la Unidad
Popular se rebelaron contra ella y se incorporaron a la coalición de
los cordones industriales", recuerda José Moya, que era miembro del MIR
y obrero de una industria electrónica de casi mil empleados. "Recuerdo
haber estado en asambleas donde representantes de la CUT venían a discutir
con los cordones ¡y se iban 'con la cola entre las piernas'»!».
Sin embargo, el impulso del «poder popular» nunca surgió en contra del
gobierno, que sigue siendo el «gobierno del pueblo» a los ojos de la mayor parte
del movimiento obrero.
Luis Ahumada, estudiante en ese entonces, milita activamente en el seno de las
industrias de Santiago: «Lo más importante de lo que impulsamos a través
de los cordones fue la solidaridad, de pared a pared, entre las fábricas.
Nosotros contribuimos a que esa solidaridad, 'innata' en los obreros, se manifestara
en términos concretos: una fábrica se solidarizaba con las luchas
de otra fábrica vecina. Y como los Cordones lograron conseguir una respuesta
popular bastante amplia, se convirtieron a continuación en una referencia
para la población del sector, de modo que cuando había una empresa
en conflicto, recibía también la solidaridad de las organizaciones
sociales de los alrededores».
Pese a la huelga de los sindicatos de camioneros y del transporte público,
dominados por la oposición, esos trabajadores consiguen hacer funcionar
las fábricas bajo su control. «Salíamos a expropiar los ómnibus
con armas de mano, con pistolas, recuerda Mario Olivares, militante obrero del
MIR, y los llevábamos adentro de las fábricas en manos de los
trabajadores. Así, garantizábamos que la producción no
se detuviera. También íbamos a buscar a los trabajadores y los
transportábamos». Y con el mismo fervor que mostraba en otro tiempo,
en las asambleas de fábrica, agrega: «Empezábamos a hablar de
un poder real de los trabajadores (…). ¡Tal vez no tuvimos toda la claridad
desde un punto de vista ideológico, pero exigíamos una mayor participación
en todas las áreas, no sólo en la producción!».
Para Neftalí Zuniga, viejo obrero textil, ex-dirigente sindical de la
gigante Pollack y militante comunista aún activo, el recuerdo más
intenso sigue siendo ante todo el del desafío de la «batalla de la producción»
dentro del Área de propiedad social, el sector nacionalizado. El objetivo
era defender al país contra el boicot y el racionamiento. Zuniga evoca,
con altivez y orgullo, los trabajos voluntarios que movilizaban a miles de personas
: «¿Qué hacíamos nosotros, los trabajadores concientizados? Todos
los domingos, íbamos (…) a las grandes plantaciones a cortar maíz
para poder alimentar a mayor cantidad de aves. Y esa es la conciencia política
que tendríamos que haber generado en el seno de la gran masa de trabajadores
de este país».
Cuando, después de octubre de 1972, Allende consigue retomar el control
de la situación mediante la creación de un gabinete cívico-militar,
la creatividad popular experimenta un rebrote de actividad. La función
de resistencia de los cordones industriales vuelve a ser fundamental. Surge
también la idea de crear una conexión de los sectores populares
en el seno de los «comandos comunales». Estos últimos no tuvieron tiempo
de desarrollarse ampliamente, aun cuando nacieron efectivamente algunas coordinaciones,
como por ejemplo, entre el cordón industrial Vicuña Mackenna y
el comando comunal de La Florida, formado en torno al campamento Nueva La Habana.
Abraham Pérez, por entonces obrero de la construcción, fue uno
de los dirigentes de ese campamento, auténtica localidad autogestionada,
en Santiago. «Cada manzana elegía libre y democráticamente a un
delegado», y estos decidían desde la administración del avituallamiento
hasta la seguridad del barrio, a través de milicias populares, como también
el apoyo a las fábricas ocupadas del cordón vecino. Abraham sigue
viviendo en un barrio pobre, surgido de una ocupación de territorio.
Sin embargo, la situación cambió mucho desde entonces y él
rememora con nostalgia aquellos tiempos benditos: «Había mucha participación
y todo eso de común acuerdo con los habitantes del barrio. En esa época,
no conocíamos la delincuencia. Nos protegíamos entre nosotros
dentro del campamento ; si un vecino salía, dejaba la puerta abierta…»
Cuando conversamos sobre este período con Edmundo Jiles, sindicalista
del cordón Cerrillos, lo invade una fuerte emoción y respira hondo:
«La mayoría de nosotros era joven, pero los más viejos sabían
transmitir su experiencia, su sabiduría, para de tanto en tanto hacer
bajar el nivel de adrenalina y moderar un poco las acciones. Pero nos apoyaban
con mucho entusiasmo. Por eso pudimos hacer todo aquello».
En ese período, y mientras desde los últimos meses de 1971 el
presidente de Estados Unidos Richard Nixon dio orden a la CIA de «hacer saltar»
la economía chilena, se constituyó en Antofagasta un estado mayor
de la sedición que agrupaba a la organización fascista Patria
y Libertad, el Partido Nacional y los oficiales golpistas. El embajador estadounidense
en Santiago, junto a Harry Schlaudeman, agente de la CIA que participó
en la invasión de la República Dominicana en 1965, coordina a
los militares chilenos y la CIA. Hasta el fatídico 11 de septiembre…
«Los obreros me reclamaban armas», recuerda la ex-ministra de trabajo comunista
Mireya Baltra, que el día del golpe de estado se dirige al cordón
Vicuña Mackenna. Haciéndose eco, José Moya cuenta cómo
esperaba él, en su fábrica: «Habíamos pasado toda la noche
del 11 de septiembre de 1973 esperando armas que nunca llegaron. Oíamos
disparos del lado del cordón San Joaquín; allá tenían
armas -al menos los de la empresa textil Sumar. Nuestro sueño era que
en cualquier momento podían llegar armas y que íbamos a hacer
lo mismo que ellos. Pero no pasó nada». Contrariamente a la propaganda
del general Augusto Pinochet, nunca existió ningún ejército
de los «cordones de la muerte». De hecho, dejando a un lado algunos actos de
resistencia aislados, el «poder popular» se sometió rápidamente
bajo las implacables botas de la represión.
«El día del golpe de estado había muertos en la calle, los traían
incluso de otros sitios y los tiraban aquí, cuenta Carlos Mujica, empleado
de la planta metalúrgica Alusa. ¡Y no podíamos hacer nada! Creo
que lo más duro fue el período 1973-1974. Después, en 1975,
los servicios secretos vinieron a buscarme a Alusa. Me detuvieron y me llevaron
a la famosa Villa Grimaldi: ahí, pasaban a la gente por la parrilla,
es decir, sobre una cama de hierro donde aplicaban corriente eléctica
en las piernas… Sabían que yo era delegado del sector…».
Estos relatos de una época marcada por la esperanza de un mundo mejor
forman parte de la «batalla de la memoria» que tiene lugar actualmente en Chile.
Producto de la violenta amnesia a la que el pueblo fue sometido por la junta
militar (1973-1990), esta historia se mantiene en gran medida ignorada. Una
memoria colectiva destrozada que no pudo recomponerse bajo los gobiernos de
la Concertación Democrática, cuya política económica
e institucional es en muchos aspectos una continuación del régimen
del general Pinochet. En esas condiciones, los recuerdos siguen vivos, pero
en forma fragmentada, atomizada. Se trata de una historia que llevan en sí
fundamentalmente quienes la han vivido, al menos quienes tienen la suerte de
seguir vivos.
« El pasado siempre es importante", concluye no obstante Luis Pelliza, obrero
que continúa en actividad dentro del movimiento sindical, tras 17 años
de dictadura y más de 20 años de neoliberalismo. "Forma parte
de una historia que vivimos. Conocer la experiencia de nuestra derrota es necesario
para comprender cómo podremos afrontar el futuro».
*Historiador, miembro del equipo de redacción de la revista Dissidences,
enviado especial de Le Monde Diplomatique
Traducción: Patricia Minarrieta
Notas
1. Desde antes de octubre de 1972, existían formas semejantes de
solidaridad obrera, cuyo precedente más importante había sido
la creación del Cordón Cerrillos, en junio de 1972, en una comuna
industrial de Santiago. En los años que siguieron, esas coordinaciones
de carácter horizontal florecerán en muchas regiones del país.
2. Habitantes de los barrios pobres y de las villas miseria o «poblaciones».
3. Fundada en febrero de 1953, es la única gran confederación
sindical de Chile.
4. Este derecho de control parcial de la producción, en co-gestión
con el Estado, siguió siendo la prerrogativa de una minoría reducida
de asalariados que trabajaban en las empresas nacionalizadas.
5. El MIR no pertenece al gobierno y representa un apoyo crítico a Allende.
Creado en 1964 por viejos dirigentes del movimiento obrero, se acercará
de allí en más al modelo cubano y a la teoría de la guerra
popular prolongada.