París, 29 de octubre de 1967
Roberto, Adelaida, mis muy queridos:
Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de
escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el
trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras
periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado,
leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las
aceptaciones. Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué
ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de
que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos
del télex y lo que pasa con las palabras y las frases. Quiero decirte esto: no
sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor
profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él
mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a
esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo
casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda
más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque
eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él
significaba para ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero
pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras,
como sin uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que
pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre
todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me
importa; en todo caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de
imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre,
me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño,
comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas
reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te
cuento también me averguenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del
singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces.
Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única
manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti
también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto
que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos
más juntos.
Che
Yo tuve un hermano.
No nos virnos nunca
pero no importaba.
Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.
No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.
Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta siempre,
Julio