CATEDRA CHE GUEVARA DE LA PAMPA
El que te dije
Por Alejandro Urioste
Ya sé que es como si fuera la única que existe, pero nunca me gustó la foto
más famosa del maravilloso fotógrafo cubano Alberto Díaz, "Korda"para los
amigos.
Me refiero a LA imagen del Che, donde se lo ve con la chamarra de cuero cerrada,
la melena al viento y esa mirada dicen que al futuro.
No se parece en nada a aquel (nunca se supo si por el asma o por ser el primer
pez fuera del agua) que medio asfixiado había de trajinar el puto mundo con sus
largos huesos de Quijote, sus bigotes de Cantinflas, sus burritos, los bolsillos
reventando de papeles y cositas, y ese aire de desamparo que no se le quitaba ni
con la sonrisa ni con la ironía argentina.
El Che tiene un monumento de bronce de siete metros de altura en Santa Clara. Si
es que los monumentos tienen algún sentido, allí es donde debe estar. Pues allí
entró insomne de muchos días y de tres batallas una madrugada de diciembre con
unos guerrilleros casi adolescentes en harapos que tiraban mucho tiro de parado
y se nombraban los mau-mau. Allí tomó el tren blindado y los cuarteles rompiendo
cada una de las reglas del arte militar.
Allí le mataron al Vaquerito y allí, en ese mundo detenido de la balacera, el
humo y el tiempo con la brújula estropeada; se enamoraron de él todas las
muchachas de Las Villas.
Ese lugar donde se encuentra lo que no se busca, donde el olmo da las peras más
hermosas. Ése frágil y precario tiempo que ya había llegado era el futuro, el
tiempo de vivir, no el lugar al que dicen que mira en la foto.
Después empezó a meter el dedo en el ventilador del marxismo, que para eso está,
para desarmarlo y ver como está hecho, y volverlo a armar con las piezas
cambiadas una y otra vez, porque, al contrario de los artefactos, cuando
funciona es cuando no sirve.
Mientras tanto, los que sabían como era la cosa, los de la revolución como debía
ser, como figuraba en los antiguos códices, esperaban. Esperaban (como tantos
todavía esperan) que la trapecista gorda de la dialéctica les hiciera la caridad
de dar la última pirueta sin romperse la crisma, mientras ellos miraban desde
abajo, desde la Historia, crispados, con ese aire de folkloristas ofendidos.
-Nosotros éramos unos pobres diablos que quién sabe dónde nos iría a llevar la
vida y estábamos esperando encontrarnos con un hombre como el Che- le dijo a uno
de sus biógrafos José Manuel Manresa, secretario del Che en el Ministerio de
Industrias.
Cuántos hombres y mujeres comunes de este lado del mundo, algunos explotados y
otros ofendidos, le podrían decir lo mismo sin dudar, le podrían relatar ese
instante cargado en que dejaron de ver pasar su vida para ver cómo corría por
los huesos la vida de los muchos. Eso que los escribas de fin de siglo llamaron
la "fascinación de la muerte", en un país donde la Nación se consumó como una
eterna carnicería, desde Sarmiento a Videla, desde Rosas a la estación de
Avellaneda.
Porque los '90 trajeron esa lloradera insoportable; el radiante neoliberalismo
con sus prestidigitadores, sus políticos-economistas berretas, especialmente los
progresistas, sus revolucionarios nostalgiosos, y una nueva comparsa de gestores
que también sabía como-era-la-cosa, que sabía qué quería "la gente".
Pero además los `90 trajeron otras luchas, pasiones y deseos, otros pensares y
haceres, otras cadenas y otras rebeldías, otros NO fecundos, otras maneras de la
vida que no estaban el la mochila del viejo comandante pero se le parecen en que
vienen sin garantía y el que los asuma debe saltar sin red.
Así, de los totziles insurgentes de México se aprendió que no todo
revolucionario es un rebelde, de las luchas de las mujeres a caminar con lo
diferente, de los jóvenes de Génova y Avellaneda que no querían entrar sino
salir, que el capitalismo del siglo XXI no tiene "ejército de reserva" y que la
guerra es su sal cotidiana. Pero esa es otra foto.
Como Emiliano Zapata en los salones de la ciudad de México el día que entró con
Villa, incómodo sin saber dónde poner las manos y el sombrero, así el que te
dije siempre se estaba yendo de ese lugar donde la política se coagulaba y se
volvía inmóvil, por más que trabajara como un condenado y tirara la bronca, como
el más legítimo heredero del terrible "rajá, turrito, rajá" de Roberto Arlt.
La última vez que se fue lanzó el primer, el único llamado al internacionalismo
que no fue hecho en interés de un Estado. Después se volvió a meter en el
camino, más cerca del Juancito Caminador de Tuñón que de Robespierre, más cerca
de Jack London que de Lenin.
No para que un sargento borracho lo matara a la mala en una pieza oscura, como a
tantos después, no para que lo invocaran pomposamente y a destiempo.
Nomás lo hizo para que nos diéramos cuenta de que en el mundo había muchos como
él.