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HACIA EL 2006:
LAS ENCRUCIJADAS DE PAZ Y GUERRA

continuación (2/4)
5. Guerra en los medios socava la credibilidad del proceso
Los medios masivos de comunicación contribuyeron al inicio de la presión popular en favor de la solución política del conflicto armado y a la exigencia de respeto a las normas del derecho internacional humanitario. Pero posteriormente -varios en forma deliberada- fueron desacreditando cada vez más el proceso de conversaciones, hasta el punto de ser catalizadores del rechazo a la continuidad del esquema promovido por el Gobierno de Pastrana.
La comunicación se concentró en los hechos de guerra y en la divulgación de noticias desde un enfoque parcializado o sin contexto. Los medios minimizaron las atrocidades de los paramilitares y pusieron el mayor énfasis en la denuncia de la violencia guerrillera. No diseñaron una estrategia informativa sobre el desarrollo de las conversaciones ni elaboraron análisis que ubicaran a los constructores de opinión respecto de los desarrollos y dificultades del proceso. Alimentaron la ilusión corto-placista y construyeron las condiciones para atribuir la responsabilidad sobre el poco avance hacia los pactos exclusivamente a la guerrilla.
La guerrilla, por su parte, no desmayó en la tarea de producir noticias de guerra contrarias a las normas del derecho internacional humanitario. Demostró gran desconocimiento sobre la cuestión mediática y redujo su postura a descalificar a los medios por ser "instrumentos" del enemigo. Se negó a proyectar mensajes o iniciativas políticas en lenguaje simbólico, ni siquiera como escaramuza táctica para aprovechar espacios de controversia. Demostró un coherente menosprecio por la opinión urbana e internacional y por un poder que ha cobrado importancia estratégica en las guerras del siglo XXI.
El hecho más grave consistió en que la derrota a la guerrilla en la batalla mediática pasó a ser un soporte de la derrota al proceso de conversaciones en curso llamado a poner fin a la guerra.
Desde algunos sectores poderosos, la estrategia comunicativa utilizó el desprestigio de la zona de distensión como arma clave, al atribuírsele a aquélla todos los males y todas las acciones de la guerrilla. Y el descrédito de la zona se identificó con el rechazo a la continuidad de las conversaciones.
6. Cooperación para la paz en tensión con la guerra antidrogas y la nueva guerra antiterrorista mundial
Los factores internacionales contribuyeron al inicio de las conversaciones para la búsqueda de solución negociada al conflicto interno. Varios gobiernos y el sistema de Naciones Unidas se involucraron como facilitadores de los procesos, tanto con las FARC como con el ELN. Pero al final de la administración Pastrana pesaron más los intereses de la lucha antidroga y de la guerra antiterrorista que las iniciativas de cooperación de índole no militar para favorecer la continuidad de las negociaciones.
Desde lo internacional se combinaron formas de incidencia en la evolución del conflicto interno con énfasis diversos en promoción de los derechos humanos y de la aplicación de las normas del derecho internacional humanitario, acompañamiento a las conversaciones y buenos oficios entre las partes, asignación de recursos para experiencias de desarrollo en función de la solución negociada, apoyo a iniciativas ciudadanas y contribución al fortalecimiento de la institucionalidad democrática.
Los grupos de países "facilitadores" y "Amigos del Proceso", conformado por europeos, Canadá, México, Cuba y Venezuela, cumplieron un importante papel en la defensa de la solución negociada tanto con las FARC como con el ELN. Reflejó diferencias de la diplomacia europea respecto de la posición de Estados Unidos desde la aprobación del Plan Colombia en Washington. En la misma dirección incidió el acompañamiento del delegado del secretario general de la ONU y sus intentos de mediación para evitar la ruptura del proceso.
Esa cooperación para la paz desarrolló crecientes tensiones con la injerencia externa que puso su énfasis en el apoyo a componentes o estrategias militares. Al interior de la política de los Estados Unidos para Colombia se combinaron iniciativas en las dos direcciones y progresivamente lo fundamental se subordinó a la guerra antidrogas y a las nuevas estrategias de seguridad nacional de la administración Bush. La evolución del Plan Colombia hasta la Iniciativa Regional Andina, IRA, resume en buena medida la tensión entre la cooperación para la paz y la injerencia externa en favor de la guerra como respuesta central a la guerrilla, ahora calificada como enemigo global terrorista o narcoterrorista. Los paramilitares son ubicados también como terroristas y objetivos formales de la nueva guerra. Pero los condicionamientos sobre derechos humanos dejan de ser prioritarios para ceder preeminencia a los imperativos de eficacia en la seguridad.
No cabe duda de la incidencia en Colombia del nuevo contexto internacional que inauguró la respuesta de Estados Unidos a los ataques terroristas del 11 de septiembre. La fragilidad del proceso de diálogo, la tradicional interrelación entre guerra y droga en Colombia y el escalamiento de la guerra interna y de los atentados contra la población civil, facilitaron un rápido impacto de la nueva política antiterrorista mundial y el fortalecimiento de grupos en Colombia que vieron nuevas posibilidades de contar con el poderío de Estados Unidos para inclinar la balanza en la guerra interna en favor de sus intereses y concepciones.
7. Los diálogos con el ELN en segundo plano
Durante la administración Pastrana se concentraron las conversaciones en la búsqueda de acuerdos con las FARC. Desde el comienzo se menospreció el diálogo con el ELN, que apareció para el nuevo gobierno como un legado de la administración Samper y se asumió que a la larga sería subsumido por lo que ocurriera con la más grande de las fuerzas insurgentes. Desde otras esferas se consideró prioritario el intento de derrota militar al ELN, con golpes de los paramilitares en sus áreas de influencia tradicional en el Magdalena Medio, la costa norte y las zonas de economía petrolera en la frontera con Venezuela. De este modo, los acercamientos entre el gobierno y el ELN ocurrieron sobre todo cuando eran funcionales al forcejeo en la Mesa del Caguán.
A pesar del segundo plano asignado a los diálogos con el ELN, en las diversas conversaciones realizadas durante este periodo, se concretaron significativos acuerdos procedimentales para un proceso de negociación.
Los documentos de La Habana sobre la zona de encuentro y la realización de la Convención Nacional y otros de menor alcance, resumen un esquema con características diferentes al pactado con las FARC. Los textos indican procedimientos expeditos para pactos humanitarios, protección a la población civil, tratamiento especial a campesinos cocaleros, programas de inversión en zonas criticas, acompañamiento internacional para programas sociales, con facilitadores y veedores.
Pero los intentos de negociación con el ELN resultaron fallidos. Y a pesar del gran esfuerzo por atender todos los detalles y problemas en la región, la zona de encuentro chocó con la presencia de los paramilitares y su oposición, con la resistencia del mando militar y con la complejidad de los municipios escogidos. El intento de una agenda de "transición", considerada como opción ante el fracaso del primer acuerdo de La Habana, se frustró cuando le dieron prioridad a la tregua y se vio su imposibilidad si no se realizaba previamente la liberación de todos los secuestrados.
Las conversaciones entre el Gobierno y el ELN, incluida la Cumbre de Paz, mostraron la dificultad de iniciar un proceso con el pacto de una tregua bilateral. Se mostró en toda su dimensión el choque entre la necesidad de un proceso creíble, ambientado por el cese al fuego y de hostilidades y la pretensión de las partes de concurrir a la mesa de negociación mostrando mayor fuerza militar y fortaleciendo la logística. En el forcejeo, unos dicen que no pueden sentarse sobre la base de concesiones unilaterales en temas como el secuestro, y otros advierten sobre su incapacidad de someter a los paramilitares. Así se constata la dificultad del cese de hostilidades unilateral o bilateral y se postergan otras decisiones de menor alcance, pero que tal vez pueden allanar el camino de los pactos de fondo.
8. Del Mandato por la Paz al escepticismo
El presidente Pastrana comenzó y terminó su gestión por un acuerdo de paz invocando el Mandato Ciudadano representado en 10 millones de votos por la paz en las elecciones de 1997. En las encuestas constructoras de opinión, en 1998 se registró un 90% de favorabilidad para los diálogos, mientras que en febrero de 2002 la cifra fue de apenas 6%. Y esa hipérbola en el discurso presidencial y en los sondeos de opinión, no sólo refleja una postura en el Gobierno y en el establecimiento, ni es exclusivamente una simple maniobra de los medios, sino que traduce los cambios en el estado de ánimo de la población y en su percepción sobre las posibilidades inmediatas de avances en negociaciones para la paz.
En este periodo se han presentado oscilaciones que van desde el apoyo entusiasta a las conversaciones de paz, hasta el escepticismo; y como ocurrió en momentos críticos de discusión sobre la prórroga de la zona de distensión o de los diálogos con el ELN, cuando se tomaron iniciativas decididas, el péndulo giró en sentido contrario y se pasó a un ambiente de expectativa e ilusiones. Sin embargo, continuas frustraciones asociadas a choques entre expectativas de acuerdos inmediatos y realidades de continuidad y ascenso en la barbarie, fueron minando las esperanzas y llevando a la incredulidad en el proceso en curso.
El escalamiento de la guerra y los pobres resultados de la Mesa de Diálogo y Negociación impactaron a la población civil y generalizaron una situación de violencia que llegó a invadir todos los ámbitos de la vida social. Negociar en medio de una guerra ascendente apareció un sinsentido para inmensos sectores que habían apostado a los diálogos y su frustración llevó a que tuviera eco la exigencia de tregua y de negociación "en medio del cese a los fuegos y las hostilidades". (7)
Al iniciar el 2002, cuando se discutía la posibilidad de otra prórroga de las conversaciones, el escepticismo se había generalizado y a la par habían cobrado fuerza las posiciones favorables a una ruptura y al paso a posturas de mano dura desde lo militar en contra de la guerrilla.
En 1997 se expresó una conciencia nacional favorable a la búsqueda de la paz mediante el diálogo y la negociación. Las movilizaciones que llevaron al voto del Mandato por la Paz y que luego -en 1999 y 2000- se concretaron en más de siete millones de colombianos en las calles de los centros urbanos (los medios hablaron de 15 millones de manifestantes), fueron la confluencia de diversas y contradictorias aspiraciones cobijadas bajo los mismos lemas: "queremos paz", "no más, vamos por la paz", "no más guerra", "no más barbarie de ninguno de los actores armados", "respeto a la población civil y a las normas humanitarias". (Texto del Voto por la Paz).
La extraordinaria movilización por la paz registrada en los últimos cuatro años, combina un sentimiento generalizado contra la violencia armada y la continuidad de la confrontación con ilusiones de sectores interesados en pactos de paz que implicaran cambios democráticos y de justicia social. Desde otro lado confluyen también los sectores urbanos atemorizados por la inseguridad y el secuestro. La movilización se produce en medio de una disputa de liderazgos entre quienes se pronuncian centralmente en contra de la guerra y por la solución política y quienes ponen su énfasis en la presión o acción contra la guerrilla. El tema de los paramilitares está presente en esos alineamientos. Aunque todos los voceros de opinión se pronuncian contra sus acciones criminales, quienes piensan que la prioridad está en combatir a la guerrilla y no en crear condiciones para la solución política, contemporizan en alguna medida con los paramilitares o con la tolerancia hacia ellos desde algunos mandos de la fuerza pública.
La mayoría de la población le dio la espalda al proceso de diálogos. Así ocurrió por la falta de resultados en la Mesa de Negociaciones y la confluencia de muchos factores, como el escalamiento de la violencia contra la población civil, la destrucción de infraestructura y la ausencia de convocatorias políticas que indicaran un norte creíble para las conversaciones. A esto se suma un gobierno desgastado y una guerrilla prepotente y militarista, un contexto internacional volcado en contra del terrorismo, unos medios de comunicación cargados hacia las imágenes de desesperanza y en favor de la demostración de fuerza como principal alternativa.
En 1997 y 1998 la conciencia colectiva de la sociedad se expresó mayoritariamente depositando sus ilusiones en una Mesa de Negociaciones y en la posibilidad de que el nuevo gobierno las liderara hacia un acuerdo para poner fin a la confrontación armada. Cuatro años después se vuelve a barajar y las aspiraciones colectivas se canalizan en buena parte hacia la conformación del Gobierno y las instituciones del poder del Estado. La dinámica electoral se ubica en el centro de la política y allí se dirimen las alternativas de guerra o paz, de audacia política para retomar el camino del pacto de paz o de fuerza para acercar una negociación efectiva o intentar la derrota militar del contrario.
La perspectiva de la guerra
La ruptura de las conversaciones con las FARC y el ELN se presentan en un contexto de escalamiento de la guerra y de justificación -desde diversos ángulos- de un aplazamiento de cualquier intento de negociación hasta un futuro determinado por la lógica del enfrentamiento bélico.
Los candidatos a la Presidencia, con excepción de Ingrid Betancourt y Lucho Garzón, se presentaron como líderes de exigencias unilaterales y de una guerra con golpes victoriosos contra la guerrilla como condición para volver a una mesa de conversaciones. Y esos discursos coinciden con las opciones que se promueven desde los centros de poder económico y desde los núcleos de estrategas de la guerra mundial antiterrorista.
El balance que sustenta tales posiciones asigna a la intransigencia de la guerrilla la responsabilidad de los fracasos en los diálogos y minimiza las responsabilidades del lado del poder o del gobierno. Se colocan en segundo plano la improvisación y falta de criterios unificados en los escenarios de diálogo o negociación, la postergación sucesiva de ofertas en los temas de la agenda sustantiva, la ausencia de respaldo al esquema adoptado por Pastrana -que incluía la zona de distensión y el trámite de la Agenda Común-, la prioridad dada a la reingeniería militar y al Plan Colombia sobre la dinámica de la solución negociada, la tolerancia en muchas esferas a la estrategia paramilitar, la resistencia pasiva de los empresarios más poderosos frente a las convocatorias del Gobierno.
Con todos esos silencios, desde las esferas del "establecimiento" se diseñan dos opciones para el próximo cuatrienio, entre las cuales se ubica el menú de posibilidades: (1) Guerra integral para llevar a la guerrilla a la defensiva estratégica y al posterior sometimiento; o (2) guerra y diálogo informal para llegar a otra ronda de negociación cambiando el esquema Pastrana.
La primera opción no considera la posibilidad de negociar reformas estructurales en la mesa gobierno-guerrilla y deja una pequeña oportunidad para una negociación de la reinserción a la institucionalidad. La reforma política y las transformaciones del Estado se asumen desde las necesidades de acomodo de la economía y las instituciones a la globalización y al nuevo orden mundial y no se contemplan concesiones frente a las propuestas reformistas de la insurgencia. (organizaciones narcoterroristas, ONT's, en la nueva terminología). La solución política, cuando se menciona, es identificada con la tregua unilateral o el trámite de la desmovilización.
La segunda alternativa considera la posibilidad de volver a la mesa de negociación después de una demostración de la capacidad del Estado y la Fuerza Pública de contener y debilitar el aparato militar de la guerrilla. Para esa segunda fase, que debería ocurrir en algún momento del próximo cuatrienio, no se descarta la Agenda Común como referencia, ni las recomendaciones de los Notables, pero se espera concentrar las negociaciones en preacuerdos sobre el sistema político y en las condiciones para una Constituyente o un referendo, previa aplicación de un cese al fuego y de hostilidades.
Y hay una simetría de argumentación desde la guerrilla, que no asume su papel en el fracaso. Para las FARC los diálogos se rompieron porque el Gobierno y el establecimiento se negaron a considerar los cambios sociales y económicos y a combatir a los paramilitares; además, porque se impusieron las orientaciones de Washington con su Plan Colombia y la decisión de los altos mandos militares contrarios a la negociación. El corolario de los dos discursos, que son lúcidos sólo para señalar la inflexibilidad y los guerrerismos del otro lado, apunta a que falta más plomo para ablandar al contrario.
Las FARC no reconocen que en este diálogo también fracasaron porque su estrategia no cambió radicalmente desde la postura inicial de dialogar para avanzar en la guerra y luego ver; ni reconocen el antagonismo entre los métodos bárbaros que pasan por encima de las normas humanitarias y la ampliación de condiciones políticas para acuerdos de paz que signifiquen avances en democracia y justicia social. Menos reconocen que hicieron un reto desproporcionado al Gobierno y a sus precarios soportes, cuando más cerca se había llegado a pactos parciales en la Mesa de Negociación. En cambio mostraron asombroso desenfoque político al no valorar el cambio mundial después del 11 de septiembre, al minimizar el significado de su aislamiento respecto de la opinión nacional y su retroceso vertiginoso en lo internacional.
Con posterioridad a la ruptura de las conversaciones, las FARC han elevado la apuesta política; en sus últimos pronunciamientos manifiestan que están dispuestas a conversar con el próximo gobierno sobre el canje de guerrilleros presos por soldados y políticos retenidos, sobre la proyección de una Constituyente (que se realizaría en una zona de distensión que abarcaría los departamentos de Caquetá y Putumayo en la que participarían las FARC como parte beligerante) y sobre los cambios que se derivan de la Agenda Común. Esos son sus estandartes para las campañas militares de los próximos años.



Notas:
7. El escalamiento de la barbarie ha sido registrada en las cifras de violencia contra la población civil: entre 1998 y 2002, cerca de 20.000 homicidios asociados al conflicto armado; mas de 11.000 secuestrados y 3.000 desaparecidos; 1.250.000 desplazados contabilizados en 586 municipios receptores; 25.000 refugiados en países fronterizos; 184 poblaciones escenarios de combates y destrucción; aumento en 12.000 viudas y 48.000 huérfanos.