13 de juli del 2002
Manifiesto contra el trabajo - y II
Pimienta negra
(Manifest Gegen die Arbeit) junio 1999. Grupo Krisis
Este texto fue tomado de la edición en portugués de la revista
Krisis (Alemania) http://www.krisis.org. E-mail:
ntrenkel@aol.com
La publicación original es de junio de 1999. Traducción portuguesa:
Heinz Dieter Heidemann con la colaboración de Claudio Roberto Duarte,
para Cadernos do Labur, nº 2 (Laboratorio de Geografía Urbana/Departamento
de Geografia/Universidad de San Pablo). Contactos: labur@edu.usp.br
Traducción del portugués: R. D.
11. La crisis del trabajo
Después de la Segunda Guerra Mundial, por un breve período
histórico podía parecer que la sociedad del trabajo en las industrias
fordistas se había consolidado en un sistema de «prosperidad eterna»,
en el cual la insoportabilidad del fin en sí coercitivo hubiese sido
pacificado duraderamente por el consumo de masas y el Estado Social. A pesar
de que ésta ha sido siempre una idea ilótica y democrática
que sólo se refería a una pequeña minoría de la
población mundial, en los centros fracasó también necesariamente.
Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica, la
sociedad mundial del trabajo llegó a su límite histórico
absoluto.
Que este límite sería alcanzado tarde o temprano, era lógicamente
previsible. Pues el sistema productor de mercancías padece, desde su
nacimiento, de una contradicción incurable. Por un lado, vive del hecho
de absorber en masa energía humana mediante el gasto de trabajo para
su maquinaria: cuanto más, mejor. Por otro, sin embargo, impone, de acuerdo
con la ley de la competencia empresarial, un aumento de la productividad, por
la cual la fuerza de trabajo humana es sustituida por capital objetivado cientifizado.
Esta autocontradicción ya fue la causa profunda de todas las crisis anteriores,
entre ellas la desastrosa crisis económica de 1929-33. Sin embargo, estas
crisis siempre podían ser superadas por un mecanismo de compensación:
en un nivel cada vez más elevado de productividad, eran absorbidas –después
de un cierto tiempo de incubación y a través de la ampliación
de mercados integradora de nuevos segmentos de consumidores–mayores cantidades
de trabajo que las de aquel anteriormente racionalizado. Se reducía el
gasto de fuerza de trabajo por producto, pero se producía en términos
absolutos más productos, de modo que la reducción podía
ser compensada. En cuanto las innovaciones de los productos superaban a las
innovaciones de los procesos, la autocontradicción del sistema podía
traducirse en un movimiento de expansión.
El ejemplo histórico a destacar es el del automóvil: por medio
de la cadena de montaje y otras técnicas de racionalización de
la «ciencia del trabajo» (primero en la fábrica de Henry Ford, en Detroit),
se redujo el tiempo de trabajo para cada automóvil en una fracción.
Simultáneamente, el trabajo se intensificó de manera gigantesca,
esto es, en el mismo intervalo de tiempo se absorbió material humano
de forma multiplicada. Principalmente el automóvil, hasta entonces un
producto de lujo para la alta sociedad, pudo ser incluido en el consumo de masas
por su consecuente abaratamiento.
De esta manera, a pesar de la racionalización de la producción
en línea, el hambre insaciable de energía humana del dios-trabajo
fue satisfecha en un nivel superior. Al mismo tiempo, el automóvil es
un ejemplo central del carácter destructivo del modo de producción
y consumo altamente desarrollado de la sociedad del trabajo. En interés
de la producción en masa de automóviles y del transporte individual
en masa, el paisaje es asfaltado, impermeabilizado y se vuelve feo, el medio
ambiente contaminado y se acepta resignadamente que en las calles del mundo,
año tras año, se desencadene una tercera guerra mundial no declarada
con millones de muertos y mutilados.
Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica concluye
el mecanismo de compensación por la expansión, hasta entonces
vigente. Es verdad que, obviamente, a través de la microelectrónica,
muchos productos también se abaratan y se crean otros nuevos (principalmente
en la esfera de los media). Pero, por primera vez, la velocidad de innovación
del proceso supera a la velocidad de innovación del producto. Por primera
vez, más trabajo es racionalizado que el que puede ser reabsorbido por
la expansión de los mercados. Como continuación lógica
de la racionalización, la robótica electrónica sustituye
a la energía humana, o las nuevas tecnologías de comunicación
vuelven el trabajo superfluo. Sectores enteros y niveles de la construcción
civil, de la producción, del marketing, del almacenamiento, de
la distribución e incluso del gerenciamiento son excluidos. Por primera
vez el dios-trabajo se somete, involuntariamente, a una ración de hambre
permanente. Así, provoca su propia muerte.
Una vez que la sociedad democrática del trabajo ha llegado a ser un sistema
con el fin en sí mismo maduro y autorreflexivo, no es posible dentro
de sus formas ninguna alteración para una reducción de la jornada
general. La racionalidad empresarial exige que masas cada vez mayores se conviertan
en «desempleados» permanentemente y, de este modo, queden separados de la reproducción
de su vida inmanente al sistema. Por otra parte, un número cada vez más
reducido de «ocupados» son sometidos a una caza cada vez mayor de trabajo y
eficiencia. Incluso en los centros capitalistas, en medio de la riqueza vuelven
la pobreza y el hambre, medios de producción y áreas agrícolas
intactas quedan en «barbecho», viviendas y predios públicos en masa permanecen
vacíos, mientras que el número de los sin-techo crece sin cesar.
El capitalismo se transforma en un espectáculo global para minorías.
En su desesperación, el dios-trabajo agonizante se convierte en caníbal
de sí mismo. En busca de sobras para alimentar el trabajo, el capital
dinamita los límites de la economía nacional y se globaliza en
una competencia nómada de represión. Regiones mundiales enteras
son aisladas de los flujos globales de capital y mercancías. En una ola
de fusiones e «integraciones no amistosas» sin precedentes históricos,
los monopolios se preparan para la última batalla de la economía
empresarial. Los Estados y naciones desorganizados implosionan, y las poblaciones,
empujadas a la locura de la competencia por la supervivencia, se atacan en guerras
étnicas de bandos.
«El propio capital es la contradicción en proceso, pues tiende a reducir
el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que pone, por otro lado, el
tiempo de trabajo como única medida y fuente de riqueza (...) Así,
por una parte, convoca para la vida a todos los poderes de la ciencia y de la
naturaleza, así como de la combinación y del intercambio social
para hacer que la creación de la riqueza sea (relativamente) independiente
del tiempo de trabajo empleado en ella. Por otro lado, pretende medir esas gigantescas
fuerzas sociales, así creadas, por el tiempo de trabajo, y contenerlas
dentro de los límites exigidos para mantener como valor el valor ya creado.»
(Karl Marx, Grundrisse, 1857-1858)
«El principio moral básico es el derecho del hombre a su trabajo (...)
desde mi punto de vista no hay nada más detestable que una vida ociosa.
Ninguno de nosotros tiene derecho a esto. La civilización no tiene lugar
para los ociosos.» (Henry Ford)
12. El fin de la política
Necesariamente, la crisis del trabajo tiene como consecuencia la crisis
del Estado y, por tanto, la de la política. Por principio, el Estado
moderno debe su trayectoria al hecho de que el sistema productor de mercancías
requiere una instancia superior que le garantice, en el marco de la concurrencia,
los fundamentos jurídicos normales y los presupuestos de la valorización
–incluyendo un aparato de represión para el caso de que el material humano
se insubordine contra el sistema. En su forma madura de democracia de masas,
el Estado en el siglo XX precisaba asumir, de forma creciente, tareas socioeconómicas:
a esto no sólo pertenece la red social, sino también la salud
y la educación, la red de transporte y comunicación, infraestructuras
de toda clase que son indispensables para el funcionamiento de la sociedad del
trabajo industrial y que no pueden ser propiamente organizadas como proceso
de valorización industrial. Pues como infraestructuras necesitan estar
permanentemente a disposición en el ámbito de la sociedad total
y cubriendo todo el territorio. Por tanto, no pueden seguir las coyunturas del
mercado de la oferta y la demanda. Como el Estado no es una unidad de valorización
autónoma, él mismo no transforma trabajo en dinero, y debe sacar
dinero del proceso real de la valorización. Agotada la valorización,
se agotan también las finanzas del Estado. El supuesto soberano social
se presenta totalmente dependiente frente a la economía ciega y fetichizada
de la sociedad del trabajo. Puede legislar cuanto quiera; cuando las fuerzas
productivas superan el sistema de trabajo, el derecho estatal positivo, el cual
sólo puede relacionarse siempre con sujetos del trabajo, se desvanece.
Con el creciente desempleo de masas, se agotan las rentas estatales provenientes
de los impuestos sobre los rendimientos del trabajo. Las redes sociales se rompen
después que se alcanza una masa crítica de «superfluos», que sólo
pueden ser alimentados de modo capitalista a través de la redistribución
de otros rendimientos monetarios. En la crisis, con el proceso acelerado de
concentración del capital, que sobrepasa las fronteras de las economías
nacionales, son excluidas también las rentas estatales provenientes de
los impuestos sobre las ganancias de las empresas. Los monopolios transnacionales
obligan a los Estados que compiten por inversiones a hacer dumping fiscal,
social y ecológico.
Es precisamente este desarrollo el que que hace que el Estado democrático
se transforme en mero administrador de la crisis. Cuanto más se acerca
al desastre financiero, tanto más se reduce a su núcleo represivo.
Las infraestructuras se limitan a las necesidades del capital transnacional.
Como antiguamente en lo territorios coloniales, la logística se limita,
crecientemente, a algunos centros económicos; en cuanto al resto, queda
abandonado. Lo que puede ser privatizado se privatiza, aunque cada vez más
personas queden excluidas de los servicios de abastecimiento más elementales.
Donde la valorización del capital se concentra en un número cada
vez más reducido de islas del mercado mundial, ya no interesa el abastecimiento
que cubra todo el territorio.
En cuanto no afecta directamente a esferas relevantes para la economía,
no interesa si los trenes funcionan o si las cartas llegan. La educación
se convierte en un privilegio de los vencedores de la globalización.
La cultura intelectual, artística y teórica es remitida a los
criterios de mercado y tolera a unos pocos. La salud no es financiable y se
divide en un sistema de clases. Primero sin prisa y veladamente, después
de manera abierta, se impone la ley de la eutanasia social: porque eres pobre
y «superfluo», tienes que morir antes.
Después de entrar en vigor la ley irracional de la sociedad del trabajo,
objetivada como «restricción financiera», todos los conocimientos, habilidades
y medios de la medicina, la educación y la cultura que se hallaban abundantemente
a disposición como infraestructura general son clausurados bajo siete
llaves, siendo desmovilizados y vendidos como chatarra –siguiendo el ejemplo
de los medios de producción industriales y agrarios que ya no se consideran
rentables. El Estado democrático, transformado en un sistema de apartheid,
ya no tiene nada que ofrecer a sus ex ciudadanos de trabajo más allá
de la simulación represiva del trabajo, bajo formas de trabajo coercitivo
y barato, con reducción de todos los beneficios. En un momento más
avanzado, el Estado se desmorona totalmente. El aparato del Estado se asilvestra
bajo la forma de una cleptocracia corrupta, los militares bajo la de un bando
bélico mafioso, y la policía bajo la del asaltante callejero.
Este desarrollo no puede ser frenado por medio de ninguna política y
aún menos revertirse. Pues la política es en su esencia una acción
relacionada con el Estado que se vuelve, dentro de las condiciones de desestatización,
sin objeto. La fórmula de la democracia izquierdista de la «configuración
política» se hace, día tras día, más ridícula.
Fuera de la represión infinita, la destrucción de la civilización
y el auxilio al «terror de la economía», ya no hay nada que «configurar».
Como el fin en sí mismo de la sociedad del trabajo es el supuesto axiomático
de la democracia política, no puede haber ninguna regulación política
democrática para la crisis del trabajo. El fin del trabajo se transforma
en el fin de la política.
13. La simulación casino-capitalista de la sociedad del trabajo
La conciencia social dominante se engaña sistemáticamente
sobre la verdadera situación de la sociedad del trabajo. Las regiones
de colapso son ideológicamente excomulgadas, las estadísticas
del mercado de trabajo descaradamente falsificadas, las formas de pauperización
disimuladas por los media. La simulación es, sobre todo, la característica
central del capitalismo en crisis. Esto vale también para la propia economía.
Si por lo menos en los países centrales occidentales parecía hasta
ahora que el capital sería capaz de acumularse incluso sin trabajo, y
que la forma pura del dinero sin sustancia podría garantizar la continua
valorización del valor, esta apariencia se debe a un proceso de simulación
de los mercados financieros. Como reflejo de la simulación del trabajo
mediante medidas coercitivas de la administración democrática
del trabajo, se formó una simulación de la valorización
del capital mediante la desconexión especulativa del sistema crediticio
y de los mercados accionarios de la economía real.
La utilización de trabajo presente es sustituida por la usurpación
de la utilización de trabajo futuro, el cual nunca se realizará.
Se trata, en cierto modo, de una acumulación de capital en un ficticio
«futuro del subjuntivo». El capital-dinero, que ya no puede ser reinvertido
de manera rentable en la economía real y que, por eso, no puede absorber
más trabajo, tiene que desviarse forzosamente hacia los mercados financieros.
Ya el impulso fordista de la valorización, en los tiempos del «milagro
económico» después de la Segunda Guerra, no era totalmente autosustentable.
Más allá de sus ingresos fiscales, el Estado tomó créditos
en cantidades hasta entonces desconocidas, puesto que las condiciones estructurales
de la sociedad del trabajo ya no eran financiables de otra manera. El Estado
empeñó todos sus ingresos reales futuros. De esta manera surgió,
por un lado, una posibilidad de inversión capitalista financiera para
el capital-dinero «excedente» –se prestaba al Estado con intereses. El Estado
pagaba los intereses con nuevos empréstitos y reenviaba inmediatamente
el dinero prestado al circuito económico. Por otro lado, financiaba los
costos sociales y las inversiones de infraestructura, creando una demanda artificial,
en el sentido capitalista, por tanto sin la cobertura de ningún gasto
productivo de trabajo. El boom fordista fue prolongado así más
allá de su propio alcance, en la medida en que la sociedad del trabajo
sangraba su propio futuro.
Este proceso simulativo del proceso de valorización, aún aparentemente
intacto, ya alcanzó sus límites junto con el endeudamiento estatal.
No sólo en el Tercer Mundo, sino también en los centros, las «crisis
de la deuda» estatales no permitirán más la expansión de
este procedimiento. Este fue el fundamento objetivo para el avance victorioso
de la desregulación neoliberal que, conforme a su ideología, sería
acompañada de una reducción drástica de la aportación
estatal en el producto social. En verdad, la desregulación y la reducción
de las obligaciones del Estado están compensadas por los costos de la
crisis, aunque sea bajo la forma de costos estatales de represión y simulación.
En muchos Estados, la aportación estatal incluso aumenta.
Pero la acumulación subsecuente del capital ya no puede ser simulada
a través del endeudamiento estatal. Por eso se transfiere, desde los
años 80, la creación complementaria de capital ficticio a los
mercados de acciones. Allí, desde hace tiempo, no se trata más
de dividendos, de la participación en las ganancias de la producción
real, sino más bien de ganancias de cotización, por el aumento
especulativo del valor de los títulos de propiedad en escalas astronómicas.
La relación entre la economía real y el movimiento especulativo
del mercado financiero se invirtió completamente. El aumento especulativo
de la cotización ya no anticipa la expansión de la economía
real, sino que, al contrario, el ascenso de la creación ficticia de valor
simula una acumulación real que ya no existe.
El dios-trabajo está clínicamente muerto, pero recibe respiración
artificial a través de la expansión aparentemente autonomizada
de los mercados financieros. Hace tiempo que las empresas industriales tienen
ganancias que no resultan de la producción y venta de productos reales
–lo cual se ha convertido en un negocio deficitario–, sino de la participación
en la especulación de acciones y divisas elaborada por un departamento
financiero «experto». Los presupuestos públicos muestran ingresos que
no derivan de impuestos o tomas de créditos, sino de la participación
aplicada de la administración financiera en los mercados de casino. Los
presupuestos privados, en los cuales los ingresos reales de salarios se han
reducido dramáticamente, consiguen mantener todavía un consumo
elevado a través de los préstamos de las ganancias en los mercados
accionarios. Se crea así una nueva forma de demanda artificial que, a
su vez, tiene como consecuencia una producción real y unos ingresos estatales
reales «sin suelo para los pies».
De esta manera, la crisis económica mundial está siendo aplazada
por el proceso especulativo; pero como el aumento ficticio del valor de los
títulos de propiedad sólo puede ser una anticipación de
la utilización o futuro gasto real de trabajo (en la escala astronómica
correspondiente) –lo que ya no ocurrirá–, entonces el engaño objetivado
será desenmascarado necesariamente, después de un cierto período
de incubación. El colapso de los emerging markets de Asia, América
Latina y el Este europeo ofreció apenas el primer sabor. Es sólo
cuestión de tiempo el que colapsen los mercados financieros de los EE.UU.,
la Unión Europea y Japón.
Este contexto es percibido de una forma totalmente distorsionada en la conciencia
fetichizada de la sociedad del trabajo y, principalmente, en la de los «críticos
del capitalismo» tradicionales de la izquierda y la derecha. Fijados en el fantasma
del trabajo, que fue ennoblecido en cuanto condición existencial suprahistórica
y positiva, confunden sistemáticamente causa y efecto. El aplazamiento
temporal de la crisis, por la expansión especulativa de los mercados
financieros, aparece así de manera invertida como supuesta causa de la
crisis. Los «especuladores malvados», así llamados a la hora del pánico,
arruinan a toda la sociedad del trabajo porque gastan el «buen dinero» que «existe
de sobra» en el casino, en vez de invertirlo de una manera sólida y bien
educada en maravillosos «puestos de trabajo», a fin de que una humanidad loca
por el trabajo pueda tener su «pleno empleo».
Simplemente no entra en estas cabezas, en modo alguno, que la especulación
hizo que las inversiones reales se detuvieran, aunque éstas ya se convirtieron
en no rentables en el decurso de la tercera revolución industrial, y
el alza especulativa es sólo un síntoma de ello. El dinero que
aparentemente circula en cantidades infinitas ya no es, incluso en el sentido
capitalista, un «buen dinero», sino apenas «aire caliente» con el que se levantó
la burbuja especulativa. Cada intento de reventar esta burbuja por medio de
cualquier proyecto de medida fiscal (tasa Tobin, etc.) para dirigir nuevamente
el capital-dinero hacia los engranajes pretendidamente «correctos» y reales
de la sociedad del trabajo, sólo puede llevar a malgastarla más
rápidamente.
En vez de comprender que todos nosotros nos convertiremos incesantemente en
no rentables, y que por ello se deben atacar tanto el propio criterio de rentabilidad
como los fundamentos de la sociedad del trabajo, prefieren satanizar a los «especuladores».
Esta imagen barata del enemigo es cultivada al unísono por los radicales
de la derecha y los autónomos de la izquierda, funcionarios sindicalistas
pequeñoburgueses y nostálgicos keynesianos, teólogos sociales
y presentadores de talk shows, en suma, por todos los apóstoles
del «trabajo honrado». Pocos son conscientes de que de aquí a la removilización
de la locura antisemita sólo hay un pequeño paso. Apelar al capital
real «productivo» y de «sangre nacional» contra el capital-dinero «judaico»,
internacional y usurero, amenaza con ser la última palabra de la «izquierda
de los puestos de trabajo», intelectualmente perdida. De cualquier manera, ésta
ya es la última palabra de la «derecha de los puestos de trabajo», desde
siempre racista, antisemita y antiamericana.
«Tan pronto como el trabajo, en su forma inmediata deja de ser la gran fuente
de riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar de ser su medida, y,
por ello, el valor de cambio (la medida) del valor de uso. (...) En virtud de
esto, la producción fundada en el valor de cambio se desmorona y el propio
proceso de producción material inmediato se despoja de la forma de la
privación y de la oposición.» (Karl Marx, Grundrisse, 1857/1858)
14. El trabajo no se deja redefinir
Después de siglos de adiestramiento, el hombre moderno sencillamente
no logra imaginar una vida más allá del trabajo. Como principio
imperial, el trabajo domina no sólo la esfera de la economía en
sentido estricto, sino que permea toda la existencia social hasta los poros
de lo cotidiano y de la existencia privada. El «tiempo libre», que por su propia
semántica ya es un término de presidio, sirve, desde hace mucho,
para «trabajar» mercancías y, así, garantizar la venta necesaria.
Pero por encima del deber interiorizado del consumo de mercancías como
fin en sí mismo, la sombra del trabajo se proyecta sobre el individuo
moderno también fuera de la oficina y de la fábrica. Tan sólo
por levantarse de la poltrona de la TV y volverse activo, cualquier acción
que se realiza se transforma en algo parecido al trabajo. El jogger sustituyó
el reloj convencional por el cronómetro. En los resplandecientes fitness-studios
el Movimiento Incesante experimenta su renacimiento posmoderno, y los conductores
hacen en los días festivos tantos y tantos kilómetros como si
fuesen a alcanzar el promedio anual de un camionero. E incluso el copular se
orienta por las normas DIN/* de la investigación sexual y por los estándares
competitivos de las fanfarronadas de los talk shows.
Si el rey Midas vivía al menos como una maldición el hecho de
que todo lo que tocaba se convertía en oro, su compañero de sufrimiento
moderno superó ese estado. El hombre del trabajo ya no nota, por la adaptación
al modelo del trabajo, que cada actividad pierde su cualidad sensible específica
y se vuelve indiferente. Al contrario, otorga sentido, razón de ser y
significado social a cualquier actividad sólo a través de esa
adaptación a la indiferencia del mundo de la mercancía. Con un
sentimiento como de luto, el sujeto del trabajo no sabe qué hacer; sin
embargo, la transformación del luto en «trabajo de luto» hace de ese
cuerpo extraño emocional algo conocido, a través de lo cual se
puede intercambiar con sus semejantes. Hasta el mismo soñar se convierte
en «trabajo de sueño», el conflicto con la persona amada se convierte
en «trabajo de relación» y el trato con los niños es desrealizado
e indiferenciado como «trabajo de educación». Siempre que el hombre moderno
insiste en hacer algo con «seriedad», tiene en la punta de la lengua la palabra
«trabajo».
El imperialismo del trabajo posee sus reflejos en el lenguaje cotidiano. No
sólo tenemos el hábito de inflar la palabra «trabajo», sino que
también la usamos en dos niveles significativos totalmente diferentes.
Hace tiempo que el «trabajo» ya no significa (como sería adecuado) la
forma de actividad capitalista del Movimiento Incesante en sí mismo;
antes bien, ese concepto se convierte, borrando sus huellas, en sinónimo
de cualquier actividad con un objetivo.
La falta de centro conceptual abona el terreno para una crítica a la
sociedad del trabajo tan vulgar e intrascendente que opera exactamente de modo
opuesto, es decir, que toma como punto de partida una interpretación
positiva del imperialismo del trabajo. Por increíble que parezca, la
sociedad del trabajo es acusada de no dominar aún suficientemente la
vida con su forma de actividad, porque, presuntamente, definiría el concepto
de trabajo de modo «muy estrecho», esto es, excomulgando moralmente el «trabajo
para uno mismo» o el trabajo en cuanto «autoayuda no-remunerada» (trabajo doméstico,
ayuda vecinal, etc.). Aquella acepta, como «efectivo», sólo el trabajo-empleo,
conforme a la dinámica del mercado. Una revalorización y una ampliación
del concepto de trabajo debería eliminar esta fijación unilateral
y las jerarquizaciones ligadas a ella.
Este pensamiento no trata de la emancipación de las coerciones dominantes,
sino solamente de una corrección semántica. La ilimitada crisis
de la sociedad del trabajo debería ser solucionada por la conciencia
social a través de la elevación «efectiva» de las formas de actividad
hasta entonces inferiores y marginales a la esfera de la producción capitalista,
al estado de noble trabajo. Pero la inferioridad de estas actividades no es
solamente el resultado de una determinada manera ideológica de ver, sino
que pertenece a la estructura fundamental del sistema capitalista y no puede
ser superada por redefiniciones morales simpáticas.
En una sociedad dominada por la producción de mercancías como
fin en sí mismo, sólo vale como riqueza propiamente dicha lo que
es representable en la forma monetaria. El concepto de trabajo, así determinado,
brilla de modo imperial sobre todas las otras esferas, pero sólo negativamente,
en la medida en que revela estas esferas como dependientes de sí. De
esta forma, las esferas externas a la producción de mercancías
quedan necesariamente a la sombra de la esfera de producción capitalista,
porque no son absorbidas por la lógica abstracta empresarial de economía
de tiempo –incluso, y precisamente, cuando ellas son necesarias para la vida,
como en el caso de la esfera de actuación escindida y definida como femenina,
doméstica privada, de dedicación personal, etc.
Al revés de su crítica radical, una ampliación moralizante
del concepto de trabajo no sólo oscurece el imperialismo social real
de la economía productora de mercancías, sino que también
se integra perfectamente en las estrategias autoritarias de la administración
estatal de la crisis. La reivindicación hecha desde los años 70
para que el «trabajo doméstico» y las actividades del «tercer sector»
fuesen también reconocidas socialmente como trabajos válidos,
especuló, desde el primer momento, con una remuneración estatal
en dinero. El Estado en crisis volvió el fetiche contra el hechicero
y movilizó el impulso moral de esta reivindicación en el sentido
del famoso «principio del subsidio» justamente contra sus expectativas materiales.
El cantar de los cantares de la «función honorífica» y del «trabajo
voluntario» no trata del permiso de revolver en las arcas financieras casi vacías
del Estado, pero se convierte en una coartada para el recurso de los Estados
a los programas, ahora en marcha, de trabajo coercitivo y para la tentativa
sórdida de trasladar el peso de la crisis, principalmente, sobre las
mujeres. Las instituciones sociales oficiales abandonan su responsabilidad social
con la llamada tan amigable como gratuita a que «todos nosotros» combatamos,
por iniciativa privada, tanto la miseria propia como la de los otros, sin formular
ninguna reivindicación material. Así, confundido como programa
de emancipación, el malabarismo definidor del santificado concepto de
trabajo abre las puertas al intento estatal de suprimir el trabajo asalariado
a través de la eliminación del salario, con el simultáneo
mantenimiento del trabajo en el desierto de la economía de mercado. Se
comprueba así, involuntariamente, que la emancipación social no
puede tener como contenido la revalorización del trabajo, sino
la consciente desvalorización del trabajo.
«Junto a los servicios materiales, también los servicios personales
y simples pueden elevar el bienestar material. De este modo, se puede elevar
el bienestar de un cliente cuando un prestador de servicio le quita el trabajo
que él mismo tendría que hacer. Al mismo tiempo se eleva el bienestar
de los prestadores de servicio cuando su sentimiento de autoestima se eleva
a través de la actividad. Ejercer un servicio simple y relacionado con
una persona es mejor para la psiquis que estar desempleado.» (Informe de la
Comisión para Cuestiones del Futuro de los Estados Libres de Baviera
y Sajonia, 1997)
«Preserve el conocimiento comprobado en el trabajo; puesto que la propia naturaleza
confirma este conocimiento, dígale sí a él. En el fondo,
usted no tiene otro conocimiento si no es aquel que fue adquirido por medio
del trabajo; el resto es una hipótesis del saber.» (Thomas Carlyle, Trabajar
y no desesperar, 1843).
15. La crisis de la lucha de intereses
Aunque la crisis fundamental del trabajo sea reprimida o transformada en
tabú, impregna todos los conflictos sociales actuales. La transición
de una sociedad de integración de masas hacia un orden de selección
y apartheid no llevó a una nueva etapa de la vieja lucha de clases
entre capital y trabajo, sino a una crisis categorial de la propia lucha de
intereses inmanente al sistema. Ya en la época de la prosperidad, después
de la Segunda Guerra Mundial, la antigua importancia de la lucha de clases palideció.
Pero no porque el sujeto revolucionario «en sí» fuese integrado al cuestionable
bienestar mediante manipulaciones y corrupción, sino al contrario porque
aquél vio en la superficie, en el estadio de desarrollo fordista, la
identidad lógica de capital y trabajo en cuanto categorías sociales
funcionales de una forma fetichista social común. El deseo inmanente
al sistema de vender la mercancía fuerza de trabajo en las mejores condiciones
posibles perdió cualquier impulso trascendente.
Si, hasta los años 70, se trataba todavía de la lucha por la participación
de las capas más amplias posibles de la población en los frutos
venenosos de la sociedad del trabajo, este impulso se extinguió bajo
las nuevas condiciones de crisis de la tercera revolución industrial.
Sólo cuando la sociedad del trabajo se expandió fue posible liberar
la lucha de intereses de sus categorías sociales funcionales en gran
escala. Sin embargo, en la misma medida en que la base común desapareció,
los intereses inmanentes al sistema ya no pudieron ser agrupados en el nivel
de la sociedad general. Empezó una desolidarización generalizada.
Los asalariados desertan de los sindicatos, los ejecutivos desertan de las confederaciones
empresariales. Cada uno para sí y el dios-sistema capitalista contra
todos: la individualización siempre anhelada no es nada más que
un síntoma de la crisis de la sociedad del trabajo.
En tanto que los intereses pudieron aún ser aglutinados, ello sólo
se dio a escala microeconómica. Pues en la misma medida en que, irónicamente,
el permiso para insertar la propia vida en el ámbito económico
empresarial se convirtió de liberación social en casi un privilegio,
las representaciones de intereses de la mercancía fuerza de trabajo degeneraron
en una política inescrupulosa de lobbies de segmentos sociales
cada vez más pequeños. Quien acepta la lógica del trabajo
tiene que aceptar ahora la lógica del apartheid. Sólo se
trata todavía de asegurar la venalidad de la propia piel a una clientela
restringida, a costa de todos los demás. Hace mucho tiempo que los empleados
y los miembros de los comités de empresa ya no encuentran a sus verdaderos
adversarios entre los ejecutivos de su empresa, sino entre los asalariados de
empresas y «localizaciones» competidoras, da igual si en la ciudad vecina o
en el Extremo Oriente. Y cuando se plantea la cuestión de quién
será sacrificado en el siguiente paso de la racionalización económica
empresarial, también el departamento vecino y el colega inmediato se
convierten en enemigos.
La desolidarización radical no sólo alcanza al conflicto empresarial
y sindical. Cuando en la crisis de la sociedad del trabajo todas las categorías
funcionales insisten más fanáticamente aún en su lógica
inherente, esto es, en que todo el bienestar humano sólo puede ser el
producto residual de la valorización rentable, entonces el principio
de San Floriano/** domina todos los conflictos de intereses. Todos los lobbies
conocen las reglas del juego y actúan conforme a tales reglas. Cada dólar
que la otra clientela recibe, es un dólar perdido para la clientela propia.
Cada ruptura del otro lado de la red social aumenta la posibilidad de prolongar
nuestro propio plazo para la horca. El jubilado se convierte en el enemigo natural
del contribuyente, el enfermo en enemigo de todos los asegurados, y el inmigrante
en el objeto de odio de todos los enfurecidos nativos.
La pretensión de utilizar la lucha de intereses inmanentes al sistema
como palanca de emancipación social se agota irreversiblemente. Así,
la izquierda clásica ha llegado a su fin. El renacimiento de una crítica
radical del capitalismo presupone la ruptura categorial con el trabajo. Únicamente
cuando se plantea un nuevo objetivo de emancipación social más
allá del trabajo y de sus categorías fetichistas derivadas (valor,
mercancía, dinero, Estado, forma jurídica, nación, democracia,
etc.), es posible una resolidarización en un nivel más elevado
y a una escala de la sociedad como un todo. Sólo desde esta perspectiva
se pueden reagrupar las luchas defensivas inmanentes al sistema contra la lógica
de la lobización y la individualización; ahora, sin embargo,
ya no en la relación positiva, sino en la relación negadora estratégica
de las categorías dominantes.
Hasta el momento, la izquierda intenta huir de esta ruptura categorial con la
sociedad del trabajo. Rebaja las coerciones del sistema a meras ideologías
y la lógica de la crisis a un mero proyecto político de los «dominadores».
En lugar de la ruptura categorial, aparece la nostalgia socialdemócrata
y keynesiana. No se pretende una nueva universalidad concreta de la formación
social más allá del trabajo abstracto y de la forma dinero, sino
que, al contrario, la izquierda procura mantener forzosamente la antigua universalidad
abstracta de los intereses inmanentes al sistema. Estas tentativas siguen siendo
abstractas y ya no logran integrar ningún movimiento social de masas
porque pasan inadvertidas en las relaciones reales de crisis.
En particular, esto vale para la reivindicación de la renta mínima
o de dinero para la subsistencia. En vez de ligar las luchas sociales concretas
defensivas contra determinadas medidas del régimen de apartheid
con un programa general contra el trabajo, esta reivindicación pretende
construir una falsa universalidad de crítica social, que se mantiene
en todos los aspectos abstracta, desamparada e inmanente al sistema. La competencia
social de la crisis no puede ser superada así. De una manera ignorante,
se sigue presuponiendo el funcionamiento eterno de la sociedad global del trabajo,
pues ¿de dónde debería provenir el dinero para financiar la renta
mínima garantizada por el Estado sino de los procesos de valorización
exitosos? Quien cuenta con este «dividendo social» (el término ya lo
explica todo) precisa apostar, al mismo tiempo, y veladamente, a la posición
privilegiada de «su propio país» en la competencia global, puesto que
sólo la victoria en la guerra global de los mercados podría garantizar
provisionalmente el alimento de algunos millones de «superfluos» en la mesa
capitalista –obviamente, excluyendo a todas las personas sin el documento de
identidad nacional.
Los reformistas «amantes» de la reivindicación de la renta mínima
ignoran la configuración capitalista de la forma-dinero en todos los
aspectos. En el fondo, entre los sujetos del trabajo y los sujetos del consumo
de mercancías capitalistas, sólo quieren salvar a estos últimos.
En vez de poner en cuestión el modo de vida capitalista en general, el
mundo, a pesar de la crisis del trabajo, seguiría estando sepultado debajo
de una avalancha de latas hediondas, de horrorosos bloques de hormigón
y de los desechos de mercancías inferiores, para que a los hombres les
quede la última y triste libertad que todavía pueden imaginar:
la libertad de escoger delante de las estanterías del supermercado.
Pero incluso esta perspectiva triste y limitada es totalmente ilusoria. Sus
protagonistas izquierdistas y analfabetos teóricos olvidan que el consumo
capitalista de mercancías nunca sirve simplemente para la satisfacción
de necesidades, sino que sólo tiene una función de valorización.
Cuando la fuerza de trabajo ya no se puede vender, aun las necesidades más
elementales son consideradas pretensiones lujosas y desvergonzadas, que deberían
ser reducidas al mínimo. Y justamente por eso el programa de renta mínima
funciona como vehículo o instrumento de la reducción de los costos
estatales y como versión miserable de la transferencia social, que sustituye
a los seguros sociales en ruina. En este sentido, el gurú del neoliberalismo,
Milton Friedman, desarrolló originariamente el concepto de renta mínima
antes de que la izquierda desarmada lo descubriese como la presunta ancla de
salvación. Y con tal contenido, ésta será realidad, o no.
«Se ha comprobado que de acuerdo con las leyes inevitables de la naturaleza
humana algunos hombres están expuestos a la necesidad. Éstas son
las personas infelices que en la gran lotería de la vida sacaron la mala
suerte.» (Thomas Robert Malthus)
16. La superación del trabajo
La ruptura categorial con el trabajo no encuentra ningún campo social
inmediato y objetivamente determinado, como en el caso de la lucha de intereses
limitada e inmanente al sistema. Se trata de la ruptura con una falsa normatividad
objetivada de una «segunda naturaleza», por tanto no de la repetición
de una ejecución casi automática, sino de una concientización
negadora –rechazo y rebelión sin ninguna «ley de la historia» como apoyo.
El punto de partida no puede ser ningún nuevo principio abstracto general,
sino sólo el asco ante la propia existencia en cuanto sujeto del trabajo
y de la competencia, y el repudio categórico del deber de continuar «funcionando»
en un nivel cada vez más miserable.
A pesar de su predominio absoluto, el trabajo nunca consiguió extinguir
totalmente la repugnancia contra las coerciones impuestas por él. Al
lado de todos los fundamentalismos regresivos y de todos los desvaríos
de competencia de la selección social, existe también un potencial
de protesta y resistencia. El malestar en el capitalismo está masivamente
presente, pero es reprimido en el subsuelo socio-psíquico. No se apela
a este malestar. Por eso es necesario un nuevo espacio libre intelectual para
poder tornar pensable lo impensable. El monopolio de interpretación del
mundo por el campo del trabajo debe ser roto. La crítica teórica
del trabajo recibe así un papel de catalizador. Ésta tiene el
deber de atacar frontalmente las prohibiciones dominantes del pensar; y expresar,
abierta y claramente, aquello que nadie se atreve a saber, pero que muchos sienten:
la sociedad del trabajo ha llegado definitivamente a su fin. Y no hay la menor
razón para lamentar su agonía.
Sólo la crítica del trabajo formulada expresamente y el debate
teórico correspondiente pueden crear aquella nueva contra-esfera pública,
que es un presupuesto indispensable para construir un movimiento de práctica
social contra el trabajo. Las disputas internas al campo del trabajo se agotarán
y se volverán cada vez más absurdas. En consecuencia, es más
urgente redefinir las líneas de conflictos sociales en las cuales pueda
formarse una unión contra el trabajo.
Se hace preciso esbozar en líneas generales cuáles son las directrices
posibles para un mundo más allá del trabajo. El programa contra
el trabajo no se alimenta de un cánon de principios positivos, sino a
partir de la fuerza de la negación. Si la imposición del trabajo
fue acompañada por una larga expropiación del hombre de las condiciones
de su propia vida, entonces la negación de la sociedad del trabajo sólo
puede consistir en que los hombres se reapropien de su relación social
en un nivel histórico superior. Por eso, los enemigos del trabajo desean
ardientemente la constitución de uniones mundiales de individuos libremente
asociados, para que arranquen de la máquina de trabajo y valorización
que gira en falso los medios de producción y existencia, tomándolos
en sus propias manos. Solamente en la lucha contra la monopolización
de todos los recursos sociales y potenciales de riqueza por las fuerzas alienantes
del mercado y el Estado pueden ser ocupados los espacios sociales de emancipación.
También la propiedad privada debe ser atacada de un modo diferente y
nuevo. Para la izquierda tradicional, la propiedad privada no era la forma jurídica
del sistema productor de mercancías, sino sólo un poder de «disposición»
ominoso y subjetivo de los capitalistas sobre los recursos. Así, pudo
aparecer la idea absurda de querer superar la propiedad privada en el terreno
de la producción de mercancías. Entonces, como oposición
a la propiedad privada, apareció generalmente la propiedad estatal («estatización»).
Pero el Estado no es otra cosa que la asociación coercitiva exterior
o la universalidad abstracta de productores de mercancías socialmente
atomizados, y la propiedad estatal sólo una forma derivada de la propiedad
privada, tanto da si con el adjetivo de socialista o sin él.
En la crisis de la sociedad del trabajo, tanto la propiedad privada como la
propiedad estatal resultan obsoletas porque las dos formas de propiedad presuponen
del mismo modo el proceso de valorización. Por eso los correspondientes
medios materiales quedan crecientemente en «barbecho» o presos. Funcionarios
estatales, empresariales y jurídicos vigilan celosamente para que esto
continúe así y para que los medios de producción antes
se pudran que ser utilizados para otro fin. La conquista de los medios de producción
por asociaciones libres contra la administración coercitiva estatal o
jurídica sólo puede significar que esos medios de producción
ya no serán movilizados bajo la forma de producción de mercancías
para mercados anónimos.
En lugar de la producción de mercancías, se introduce la discusión
directa, el acuerdo y la decisión conjunta de los miembros de la sociedad
sobre el uso sensato de los recursos. La identidad institucional social entre
productores y consumidores, impensable bajo el dictado del fin en sí
mismo capitalista, será construida. Las instituciones alienadas por el
mercado y por el Estado serán sustituidas por el sistema en red de consejos,
en los cuales las libres asociaciones, de escala barrial a mundial, determinan
el flujo de recursos conforme a los puntos de vista de la razón sensible
social y ecológica. Ya no es más el fin en sí mismo del
trabajo y de la «ocupación» el que determina la vida, sino una organización
de la utilización sensata de las posibilidades comunes, que no estarán
dirigidas por una «mano invisible» automática, sino por una acción
social consciente. La riqueza producida es apropiada directamente según
las necesidades, no según el «poder de compra». Junto con el trabajo,
desaparece la universalidad abstracta del dinero, tal como la del Estado. En
lugar de naciones separadas, una sociedad mundial que ya no necesita fronteras
y en la cual todas las personas pueden desplazarse libremente y exigir en cualquier
lugar el derecho de permanencia universal.
La crítica del trabajo es una declaración de guerra contra el
orden dominante, sin la coexistencia de terrenos acotados con sus respectivas
coerciones. El lema de la emancipación social sólo puede ser:
¡Tomemos lo que necesitamos! ¡No nos arrastremos más de rodillas
bajo el yugo de los mercados de trabajo y de la administración democrática
de la crisis! El supuesto de esto es el control ejercido por nuevas formas sociales
de organización (asociaciones libres, consejos) sobre las condiciones
de reproducción de toda la sociedad. Esta pretensión diferencia
fundamentalmente a los enemigos del trabajo de todos los políticos de
cotos y de todos los espíritus mezquinos de un socialismo de colonias
de pequeñas huertas.
El dominio del trabajo escinde al individuo humano. Separa al sujeto económico
del ciudadano, al animal de trabajo del hombre de tiempo libre, la esfera pública
abstracta de la esfera privada abstracta, la masculinidad producida de la feminidad
producida, oponiendo así al individuo aislado su propia relación
social como un poder extraño y dominador. Los enemigos del trabajo anhelan
la superación de esa esquizofrenia mediante la apropiación concreta
de la relación social por hombres conscientes, que actúan de manera
autorreflexiva.
«El ‘trabajo’ es, en su esencia, la actividad no libre, no humana, no social,
determinada por la propiedad privada y que crea a la propiedad privada. La superación
de la propiedad privada se efectuará solamente cuando ésta sea
concebida como superación del ‘trabajo’.» (Karl Marx, Sobre el libro
«El sistema nacional de la economía política» de Friedrich List,
1845)
17. Un programa de aboliciones contra los amantes del trabajo
Los enemigos del trabajo serán acusados de fantasiosos. La historia
habría comprobado que una sociedad que no se basa en los principios del
trabajo, de la coerción de la producción, de la competencia de
mercado y del egoísmo individual, no puede funcionar. Ustedes, apologistas
del statu quo, ¿pretenden afirmar que la producción de mercancías
capitalistas trae realmente, para la mayoría de los hombres, una vida
mínimamente aceptable? ¿Dicen ustedes «funcionar», cuando justamente
el crecimiento gigantesco de las fuerzas productivas expulsa de la humanidad
a millones de personas, que entonces pueden sentirse felices de sobrevivir entre
la inmundicia? ¿Cuando otros millones soportan la vida que transcurre bajo el
dictado del trabajo en el aislamiento, en la soledad, en el doping sin
placer del espíritu, y enfermando física y psíquicamente?
¿Cuando el mundo se transforma en un desierto sólo para hacer del dinero
más dinero? Pues bien, éste es realmente el modo en que su grandioso
sistema de trabajo «funciona». ¡No queremos alcanzar estos resultados!
Su autosatisfacción se basa en su ignorancia y en la flaqueza de su memoria.
La única justificación que encuentran para sus crímenes
actuales y futuros es la situación del mundo que se basa en sus crímenes
pasados. Ustedes olvidaron y reprimieron cuántas masacres estatales fueron
necesarias para imponer, con torturas, la «ley natural» de su mentira en los
cerebros de los hombres, tanto que sería casi una felicidad estar «ocupado»,
determinado externamente, y dejar que la energía de la vida sea chupada
por el fin en sí mismo abstracto de su dios-sistema.
Tenían que ser exterminadas todas las instituciones de la autoorganización
y de la cooperación autodeterminada de las antiguas sociedades agrarias,
hasta que la humanidad fuera capaz de interiorizar el dominio del trabajo y
del egoísmo. Tal vez hayan hecho un trabajo perfecto. No somos exageradamente
optimistas. No sabemos si existe aún una liberación de esta existencia
condicionada. Queda abierta la cuestión de si la decadencia del trabajo
lleva a la superación de la manía del trabajo o al fin de la civilización.
Ustedes argumentarán que con la superación de la propiedad privada
y de la coerción de ganar dinero se acabarán todas las actividades
y que entonces dará comienzo una pereza generalizada. ¿Confiesan ustedes,
por tanto, que todo su sistema «natural» se basa en pura coerción? ¿Y
que por eso se obstinan en que la pereza es un pecado mortal contra el espíritu
del dios-trabajo? Los enemigos del trabajo no tienen nada en contra de la pereza.
Uno de nuestros principales objetivos es la reconstrucción de la cultura
del ocio, que todas las sociedades antiguamente conocían y que fue destruida
para imponer una producción infatigable y vacía de sentido. Por
eso los enemigos del trabajo paralizarán, sin compensación, y
en primer lugar, las innumerables ramas de la producción que sólo
sirven para mantener, sin tener en consideración ningún tipo de
daños, el alucinado fin en sí mismo del sistema productor de mercancías.
No hablamos sólo de las áreas de trabajo con toda claridad enemigas
públicas, como la industria automovilística, la de armamentos
o la de la energía nuclear, sino también de las de la producción
de múltiples prótesis de sentido y objetos ridículos de
entretenimiento que deben engañar y fingir para el hombre del trabajo
una sustitución para su vida desperdiciada. También tendrá
que desaparecer el monstruoso número de actividades que sólo existen
porque las masas de productos necesitan ser comprimidas para pasar por el ojo
de la aguja de la forma-dinero y de la mediación del mercado. ¿O creen
ustedes que todavía serán necesarios contables y calculadores
de costos, especialistas en marketing y vendedores, representantes y
autores de textos publicitarios cuando las cosas se produzcan según la
necesidad o cuando todos simplemente tomen lo que sea necesario? ¿Por qué
tendrían aún que existir funcionarios de secretarías de
finanzas y policiales, asistentes sociales y administradores de pobreza, cuando
ya no habrá ninguna propiedad privada que tenga que ser protegida, cuando
ya no será preciso administrar ninguna miseria social y cuando ya no
habrá que domar a nadie para la coerción alienada del sistema?
Ya estamos oyendo la exclamación: ¡cuántos empleos! Sí,
señor. Calculen con calma cuánto tiempo de vida se le roba diariamente
a la humanidad sólo para acumular «trabajo muerto», administrar personas
y aceptar el sistema dominante. Cuánto tiempo todos nosotros podríamos
deleitarnos al sol, en vez de dejar la piel en cosas cuyo carácter grotesco,
represivo y destructor ha llenado ya bibliotecas enteras. Pero no tengan miedo.
De ninguna manera se acabarán todas las actividades cuando la coerción
del trabajo desaparezca. No obstante, cualquier actividad cambia su carácter
cuando ya no está fijada a la esfera de los tiempos de flujo abstractos,
vaciada de sentido y con fin en sí, y puede seguir, al contrario, su
propio ritmo, individualmente variado e integrado en el contexto de la vida
personal; cuando en grandes formas de organización los hombres por sí
mismos determinan el curso, en vez de ser determinados por el dictado de la
valorización empresarial. ¿Por qué dejarse apresar por las reivindicaciones
insolentes de una competencia impuesta? El caso es redescubrir la lentitud.
Obviamente, tampoco desaparecerán las actividades domésticas y
de asistencia que la sociedad del trabajo convirtió en invisibles, escindió
y definió como «femeninas». Cocinar es tan poco automatizable como cambiar
los pañales del bebé. Cuando, junto al trabajo, se supere la separación
de las esferas sociales, estas actividades necesarias podrán aparecer
bajo la organización social consciente, más allá de cualquier
definición sexual. Ellas pierden su carácter represivo cuando
las personas ya no se someten entre sí, y cuando son realizadas de acuerdo
con las necesidades de los hombres y de las mujeres de la misma forma.
No estamos diciendo que cualquier actividad se transforme, de este modo, en
placer. Algunas más, otras menos. Obviamente, siempre hay algo necesario
que hacer. ¿Pero a quién le podría asustar si la vida no será
devorada por eso? Y siempre habrá muchas cosas que se podrán hacer
por libre decisión. Pues la actividad, así como el ocio, es una
necesidad. Ni siquiera el trabajo logró marchitar totalmente esta necesidad,
sólo la instrumentalizó y la chupó vampíricamente.
Los enemigos del trabajo no son fanáticos de un activismo ciego, ni tampoco
de una ciega haraganería. Ocio, actividades necesarias y actividades
libremente escogidas deben ponerse en una relación que se oriente según
las necesidades y los contextos de la vida. Una vez despojadas de las coerciones
objetivas capitalistas del trabajo, las fuerzas productivas modernas pueden
ampliar enormemente el tiempo libre disponible para todos. ¿Por qué pasar,
día tras día, tantas horas en fábricas y oficinas si autómatas
de todo tipo pueden asumir una gran parte de esas actividades? ¿Por qué
dejar que suden centenares de cuerpos humanos cuando unas pocas segadoras lo
hacen todo? ¿Para qué gastar el espíritu en una rutina que el
ordenador ejecuta sin ningún problema?
Sin embargo, para estos fines sólo se puede utilizar una mínima
parte de la técnica en su forma capitalista dada. La mayor parte de las
innovaciones técnicas deben ser transformadas completamente, porque fueron
concebidas según los modelos limitados de la rentabilidad abstracta.
Por otra parte, muchas posibilidades técnicas no fueron aún desarrolladas
por la misma razón. A pesar de que la energía solar se puede reproducir
en cualquier parte, la sociedad del trabajo siembra el mundo de usinas nucleares
centralizadas y de alta peligrosidad. Y aunque se conocen métodos no
agresivos de producción agraria, el cálculo abstracto del dinero
arroja millares de venenos al agua, destruye los suelos y contamina el aire.
Únicamente por razones empresariales, materiales de construcción
y alimentos dan la vuelta al mundo, a pesar de que se pueden producir localmente
sin grandes costos. Una gran parte de la técnica capitalista es tan vacía
de sentido y superflua como el gasto de energía humana relacionada con
ella.
No estamos diciéndoles nada nuevo. Pero aun así, ustedes saben
que nunca extraerán las conclusiones de todo esto, pues rechazan cualquier
decisión consciente sobre la aplicación sensata de los medios
de producción, transporte y comunicación, y sobre cuáles
de ellos son maléficos o simplemente superfluos. Cuanto más de
prisa recitan su mantra de la libertad democrática, más porfiadamente
rechazan la libertad de decisión social más elemental, porque
quieren seguir sirviendo al cadáver dominante del trabajo y a sus seudo
«leyes naturales».
«Lo que el trabajo significa, no solamente en las condiciones actuales, sino
en general, en la medida en que su finalidad es la simple ampliación
de la riqueza, es que por sí solo es perjudicial y funesto –y esto sucede
sin que el economista nacional (Adam Smith) se entere a partir de sus propias
explicaciones.» (Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos,
1844)
«Nuestra vida es el asesinato por el trabajo; durante sesenta años estamos
colgados y debatiéndonos en la cuerda, pero no la cortamos.» (Georg Büchner,
La muerte de Dantón, 1835).
18. La lucha contra el trabajo es antipolítica
La superación del trabajo es todo, menos una utopía en las
nubes. La sociedad mundial no puede continuar en su forma actual durante más
de cincuenta o cien años. El hecho de que los enemigos del trabajo se
ocupen de un dios-trabajo clínicamente muerto no quiere decir que su
tarea se vuelva necesariamente más fácil. Cuanto más se
agrava la crisis de la sociedad del trabajo y cuanto más fallan todas
las tentativas para modificarla, tanto más crece el abismo entre el aislamiento
de las mónadas sociales abandonadas y las reivindicaciones de un movimiento
de apropiación de la sociedad como un todo. El creciente asilvestramiento
de las relaciones sociales en vastas zonas del mundo demuestra que la vieja
conciencia del trabajo y de la competencia desciende a niveles cada vez más
bajos. La descivilización por etapas, a pesar de todos los impulsos de
un malestar en el capitalismo, parece la forma del curso natural de la crisis.
Justamente, frente a perspectivas tan negativas, sería fatal situar la
crítica práctica del trabajo al cabo de un programa amplio en
relación a la sociedad como un todo y limitarse a construir una economía
precaria de supervivencia en las ruinas de la sociedad del trabajo. La crítica
del trabajo sólo tiene una posibilidad cuando lucha contra la corriente
de des-socialización, en vez de dejarse llevar por ésta. Los modelos
civilizatorios ya no pueden ser defendidos con la política democrática,
sino sólo contra ella.
Quien desea la apropiación emancipatoria y la transformación de
todo el contexto social difícilmente puede ignorar la instancia que hasta
entonces organizó las condiciones generales de este contexto. Es imposible
rebelarse contra la apropiación de las propias potencialidades sociales
sin enfrentarse con el Estado. Pues el Estado no sólo administra cerca
de la mitad de la riqueza social, sino que también asegura la subordinación
coercitiva de todas los potenciales sociales bajo el mandamiento de la valorización.
Si los enemigos del trabajo no pueden ignorar al Estado y la política,
tampoco pueden hacer Estado y política con ellos.
Con el fin del trabajo y el fin de la política, un movimiento político
para la superación del trabajo sería una contradicción
en sí misma. Los enemigos del trabajo plantean reivindicaciones al Estado,
pero no forman ningún partido político, ni nunca lo harán.
La finalidad de la política sólo puede ser la conquista del aparato
del Estado para dar continuidad a la sociedad del trabajo. Los enemigos del
trabajo, por eso, no quieren ocupar los paneles de control del poder, sino desconectarlos.
Su lucha no es política, sino antipolítica.
En la modernidad, Estado y política están inseparablemente ligados
al sistema coercitivo del trabajo y, por ello, deben desaparecer junto con él.
La palabrería sobre un renacimiento de la política es sólo
el intento de reducir la crítica del terror económico a una acción
positiva en relación al Estado. Autoorganización y autodeterminación
son, sin embargo, exactamente lo opuesto a Estado y política. La conquista
de espacios libres socioeconómicos y culturales no se realiza por el
desvío político, por la vía oficial, ni en el extravío,
sino a través de la constitución de una contrasociedad.
Libertad quiere decir no dejarse devorar por el mercado, ni dejarse administrar
por el Estado, sino organizar las relaciones sociales bajo dirección
propia –sin la interferencia de aparatos alienados. En este sentido, interesa
a los enemigos del trabajo encontrar nuevas formas de movimientos sociales y
ocupar puntos estratégicos para la reproducción de la vida, más
allá del trabajo. Se trata de unir las formas de una praxis social con
la oposición ofensiva al trabajo.
Los poderes dominantes pueden declararnos locos porque arriesgamos la ruptura
con su sistema coercitivo irracional. No tenemos nada que perder, sino la perspectiva
de la catástrofe hacia la que nos llevan. Tenemos un mundo que ganar
más allá del trabajo.
¡Proletarios de todo el mundo, poned fin a esto!
NOTAS DEL TRADUCTOR ESPAÑOL
* DIN (Deutsches Institute für Normung, Instituto Alemán para la
Normalización), sección local de la International Organization
for Standardization (ISO), organización no gubernamental fundada en 1947
«para promover el desarrollo de la normalización de bienes y servicios
en todo el mundo».
** San Floriano, mártir cristiano, víctima de las persecuciones
de Diocleciano y Maximiano en el siglo IV d. C., era protector de los comerciantes.
6 de abril de 2002