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EL CENTENARIO DE LA DOCTRINA DRAGO

por Martín Lozada

DIARIO DE RIO NEGRO. Argentina.
Viernes 21 de junio de 2002.

Luis María Drago fue un latinoamericano notable y su herencia constituye parte de la más honrosa tradición jurídica regional. Justamente por ello llama la atención que se omita su recuerdo en las facultades de ciencias sociales y pase desapercibido su legado para las nuevas generaciones. En estos tiempos de crisis socioeconómica, pero también moral e intelectual, sus pasos por la función pública nos hablan de una sabiduría entremezclada con gran empeño y coraje.
Corría el año 1902 cuando fue designado ministro de Relaciones Exteriores del gobierno del presidente Julio A. Roca, en la República Argentina. Para entonces se producía en nuestro subcontinente latinoamericano un hecho que daría sustento a su célebre posición doctrinaria: una intervención armada contra Venezuela por parte de Alemania, Inglaterra e Italia, destinada a forzarla a pagar las deudas contractuales que había asumido con súbditos de aquellas tres potencias.
Los Estados Unidos señaló, a través de un mensaje del presidente Theodor Roosevelt de diciembre de 1901, que no obstaculizaría la acción coercitiva de que era objeto Venezuela y que sólo se oponía de antemano a una de las posibles consecuencias de aquella acción: la adquisición territorial.
Nuestro ministro de Relaciones Exteriores dirigió entonces una nota al gobierno de los Estados Unidos, cuya parte sustancial luego se conocería como la "Doctrina Drago". Expresó allí su repudio respecto del empleo de la fuerza armada para constreñir a un Estado extranjero a cumplir sus compromisos y liquidar así los atrasos pendientes de pago de su deuda pública, afirmando que su práctica es contraria a los principios de derecho internacional.
Tal como sostuvo el prestigioso profesor de la Facultad de Derecho de París y miembro del Instituto de Derecho Internacional, Charles Rousseau, la intención de Drago, más que enunciar una teoría doctrinal, fue la de realizar un acto político. Acto encaminado, como consecuencia lógica de la doctrina Monroe, a impedir que los estados europeos, tomando como pretexto el cobro de deudas, ocuparan un territorio americano, tal y como, por igual motivo, había ocurrido en Turquía y Egipto.
Eran tiempos en los que las potencias coloniales sostenían la posibilidad de usar la fuerza e intervenir, como en Nicaragua, para ejecutar sus créditos y proteger a sus nacionales contra regímenes inestables y corruptos, usando y abusando de la doctrina de la extraterritorialidad. Su objeto, por lo tanto, no era otro que prevenir cualquier política de expansión territorial, disimulada bajo el pretexto de una intervención financiera.
Pero esta doctrina, inicialmente regional, se convirtió, en pocos años y con ligeras modificaciones, en universal. Tan es así que más tarde, en 1907, Drago expuso y sostuvo personalmente su tesis ante la Segunda Conferencia de Paz reunida en La Haya, la cual resultó aprobada gracias al apoyo recibido por parte de la delegación de los Estados Unidos, presidida por el general Porter.
La Doctrina Drago presenta hoy una excepcional significación frente a los problemas del endeudamiento externo. Se dirá que en 1902 lo que la provocaba era un cobro compulsivo a través de la violencia militar, una recaudación armada de los servicios financieros impagos, y que ahora no hay tal. Sin embargo, lo que ataca esta doctrina es la "presión" ejercida contra un Estado soberano por causa de la falta de pago de la deuda. La acción militar, el bloqueo, el bombardeo de puertos, la ocupación territorial sólo son especies del género que es la presión, la interferencia, la injerencia.
Tiene, pues, clara pertinencia recordar hoy, a propósito de la deuda externa como condicionante de los infortunios contemporáneos, la vocación iberoamericana de Drago. Porque una de las grandes claudicaciones que los pueblos han sufrido de sus gobernantes ha sido la de no atreverse a unir fuerzas y enfrentar juntamente la presión de los acreedores externos. Unirse en un cartel o un club de deudores, a imagen y semejanza de lo que hacen los acreedores con el apoyo adicional del FMI y de los grandes estados capitalistas, hubiera sido emparejar fuerzas.
Pero aún más. En estos días hay quienes han llegado a plantear la conveniencia de que sea un equipo de experimentados banqueros y economistas extranjeros los que dirijan la economía del país. Estos resonantes argumentos, expuestos por los economistas del Massachussetts Institute of Technology (MIT), Rudiger Dornbusch y Ricardo Caballero, encuentran franca coincidencia con los esgrimidos por las potencias europeas hace exactamente un siglo atrás. Es decir, decretan la minusvalía de una elemental forma de ejercer la soberanía nacional, consistente, ni más ni menos, que en el autogobierno.
Desde las usinas del pensamiento hegemónico se brinda así soporte ideológico a una renovada forma de colonialismo. Subrayando la ineficacia real de las sucesivas administraciones políticas y económicas que han gobernado al país, e incluyendo caprichosamente a la Argentina en una no menos arbitraria lista de "Estados fallidos o fracasados", se nos invita a consentir y, cuando no, a pedir a gritos, la tutela exterior de nuestros intereses y destino nacional.
Estas líneas pretenden rendir homenaje a quien con gran temperamento e imaginación política, con otra profundidad de cultura jurídica y otro nivel de grandeza, cuestionó con éxito y desde el derecho unas prácticas ilegítimas de dominación y sometimiento. La compleja realidad de nuestros días requeriría de hombres de igual talla y de similar porte intelectual. Por eso vale el recuerdo de Luis María Drago en este primer centenario de su célebre doctrina.