Medio Oriente - Asia - Africa
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De Saigón a Bagdad en defensa de los derechos humanos
Juan Wilhelmi
Rebelión
Hace 30 años el ejército de USA luchaba en Vietnam para defender el derecho a
elegir de la población del sur, el cual, como todo buen demócrata sabe, es
incompatible con el comunismo. El resultado fue un millón de muertos. Hoy, tras
un periodo de vacilación y rectificaciones, la administración de Bush ha
decidido que el motivo de la invasión de Irak fue, de nuevo, la instauración de
un régimen de libertades; la defensa manu militari de los derechos
humanos. El resultado hasta el momento: entre diez mil y cien mil muertos según
quién y cómo cuente. El compromiso norteamericano con los derechos humanos es
tan radical que han arrasado la ciudad de Faluya para asegurar a sus habitantes
la posibilidad de votar. La prensa europea —incluso los mismos periódicos que se
oponían a la invasión— ha aplaudido este empeño y augura la llegada a Irak de
una nueva época más feliz y progresista, más democrática y occidental, pues al
país, a bordo de helicópteros de combate, han llegado los derechos humanos.
Usando la expresión de un célebre demócrata —firme aliado de USA y con nombre de
emperador romano— podemos decir con satisfacción que a orillas del Tigris ya son
todos humanos y derechos, con excepción, claro está, de los que yacen bajo los
escombros de lo que antes fueron las ciudades de Irak.
A cualquier sencillo lector de periódicos puede ocurrírsele la idea de que si a
los habitantes de Faluya se les hubiera dado realmente la posibilidad de elegir
entre seguir viviendo y la de participar en las elecciones probablemente se
hubieran inclinado por la primera. La consecuencia es obvia: entre los derechos
humanos, el de conservar la vida parece no ser prioritario. ¿Cuáles son entonces
esos derechos a los que hay que sacrificar la vida… de los demás? Sin duda, lo
que los teóricos de la política solían llamar las tres libertades burguesas: la
libertad de reunión, la de de asociación y la de expresión, fundidas en una
síntesis superior: el derecho a voto en elecciones pluripartidistas. He ahí el
valor supremo que todo lo justifica.
Cualquier sencillo lector de periódicos puede pensar que el derecho a voto es
importante porque constituye una de las formas que los ciudadanos tienen
de asegurarse derechos fundamentales como los de vivir una vida buena en
libertad. Que el derecho a voto es valioso porque usándolo se pueden optar por
las opciones políticas que aseguren la salud, la educación, la vivienda, la
alimentación. Opciones que pongan coto a la discriminación, a la explotación, a
la miseria en la que caen cada día más seres humanos. Este lector sencillo
podría, en su ignorancia, atreverse a afirmar que el derecho a voto es un medio
para la consecución de un fin superior. Se equivocaría: todo buen demócrata sabe
que el derecho a voto es un fin en sí al que todo lo demás debe someterse,
incluso la vida y la libertad (no olvidemos que las elecciones en Afganistán e
Irak han sido organizadas por un ejército de ocupación y tienen la misma
legitimidad que hubieran tenido unas elecciones en París organizadas por las SS.
y controladas por la Gestapo).
¿Por qué esa entronización del voto y el pluripartidismo como valores supremos?
Muy fácil: porque son derechos formales a los que se les puede dar cualquier
contenido o vaciarlos completamente de él. Los derechos a la alimentación, a la
vivienda, a la salud son materiales. Se tienen o no se tienen comida, casa,
medicinas y acceso a hospitales. Eso mismo ocurre con otros derechos: la
infancia está protegida o los niños se ven obligados a trabajar; hay, o no,
prisioneros secuestrados en un campo de tortura como Guantánamo, sin ningún tipo
de asistencia legal o derecho a juicio. Los derechos materiales son eso: algo
que se tiene o no se tiene, pero ¿qué es derecho a voto tal y como nos
permiten practicarlos nuestros poderes y como nuestra prensa civilizada y
democrática defiende? En teoría el derecho del ciudadano a decidir la
política que va a llevarse a cabo en su país. La realidad es que se eligen a los
diputados no con el mandato de llevar a cabo una política determinada sino sobre
su promesa de hacerlo si posteriormente lo ven posible o conveniente. Ah, pero
entonces el elector sólo tiene que esperar cuatro o seis años para expulsar del
poder a esos políticos mentirosos y elegir a sus rivales, los cuales cumplirán
sus promesas electorales… si posteriormente lo ven posible o conveniente. Nada,
sin embargo está perdido: el elector puede volver a esperar cuatro o seis años y
volver a elegir al primer grupo de políticos que durante ese tiempo han estado
en la oposición y han hecho montones de promesas. El pluripartidismo se ha
convertido en la mayoría de los países en un bipartidismo cuyos protagonistas
podríamos denominar, sin temor a equivocarnos, como el partido de los unos y el
partido de sus iguales. Ambos grupos hacen la misma política aunque, como dice
la prensa que en España apoya a Zapatero, lo hacen con una importante diferencia
de talante. La lástima es que el talante no procura el trabajo, la alimentación,
la vivienda o la libertad. Quizá un lector algo más sofisticado crea que estoy
exagerando; yo me limitaría a preguntarle ¿cree usted en serio, amigo lector,
que los electores de los países más desarrollados llevan veinte años votando
para que se desmantele el Estado del Bienestar? ¿Cómo es entonces posible que si
la mayoría de ciudadanos se oponen a esa política sea la única que se practica?
¿Es que no saben utilizar su derecho al voto y aprovechar el pluripartidismo?
La primacía de lo formal sobre lo material es el instrumento ideológico del
neoliberalismo en su lucha por aumentar sin límite la riqueza de los que más
tienen y, desde que algún ideólogo sopló la idea al oído atento de Rumsfeld, la
coartada del neoimperialismo. La celebración de elecciones libres
pluripartidistas es la piedra de toque con la que se juzgará el derecho de las
naciones a no ser invadidas por coaliciones internacionales lideradas por
Estados Unidos quienes, naturalmente, se arrogan el derecho a decidir qué es
libre y qué pluripartidista; el derecho a decidir qué países respetan los
derechos humanos. Basten dos ejemplos: Cuba es un país susceptible de ser
invadido porque en él no se respetan los derechos humanos (no hay
pluripartidismo) mientras que USA, el potencial invasor, es un país respetuoso
de esos derechos como muestra el hecho de que los dos partidos existentes están
de acuerdo en mantener en Guantánamo, un campo de concentración al que sólo le
faltan los hornos crematorios para llegar a ser un modelo en su género. Irak es
un país liberado porque la población pudo votar a cualquiera de los partidos que
la potencia ocupante había decidido permitir. Diez mil o cien mil muertos —hasta
el momento—, han merecido la pena.
La ventaja de lo formal es evidente para quien ha conquistado el derecho de
determinar su contenido a conveniencia. Periódicos, televisiones, opinadores
profesionales y dignos profesores universitarios no dejarán de repetirnos que
fuera de las formas democráticas no hay salvación. Quizá los sencillos lectores,
en nuestra simpleza, empecemos a darnos cuenta de que ese sueño en las formas
produce monstruos, que debemos exigir derechos y libertades que se puedan palpar
y que sobre todas las cosas importa que ni Estados Unidos ni otro poder imperial
puede dedicar los próximos treinta años a masacrarnos para hacernos libres.