Latinoamérica
|
Tortura con patente de impunidad
Punto Final
A porte sustancial al conocimiento de la verdad de la dictadura y sus atrocidades
es el informe de la Comisión sobre Prisión Política y Tortura.
Presidida por el obispo Sergio Valech, tuvo como objetivo individualizar a las
víctimas a través de sus testimonios, caracterizar los mecanismos
de represión que se aplicaron en todo el país, y proponer medidas
de reparación. Recopiló antecedentes proporcionados por 35 mil
personas, de las que calificaron algo más de 27 mil. Una cifra muy por
debajo de la real, que sería de cuatro a ocho veces mayor.
El informe amplía lo ya conocido desde la Comisión Rettig, y no
deja lugar a dudas sobre la responsabilidad institucional de las FF.AA. Por
lo mismo, merece reconocimiento. El presidente de la República dio a
conocer el informe planteando criterios de reparación. Asumió
la tortura y la prisión política como responsabilidades de Estado:
“La prisión política y las torturas constituyeron una práctica
institucional de Estado que es absolutamente inaceptable y ajena a la tradición
histórica del país”, señaló. Se entrelazan,
por lo tanto, dos elementos: el informe y el discurso presidencial.
El primero, constituye un avance significativo, mientras el segundo, adolece
de falta de preocupación por la justicia. El informe Valech establece
una verdad negada por las FF.AA. Ahora, acogen este informe con diverso grado
de amplitud, pero sin desconocer el hecho de que hubo torturas y abusos sin
justificación y excusa. Difieren en cuanto a que se haya tratado o no
de una responsabilidad institucional, como lo sostienen el ejército y
en cierto modo Carabineros e Investigaciones. La Armada se queda en las responsabilidades
individuales, pero acepta ahora que hubo tortura en el buque-escuela Esmeralda.
La Fach responsabiliza a los mandos de la época. Incluso la derecha pinochetista
reconoce que hubo crímenes ante los que se siente “dolida”,
pero deslinda responsabilidades. Se declara asombrada de lo que sucedía
en las tinieblas de la represión. “Nunca supimos nada”, es
la frase más socorrida. Con todo, sorprende la repercusión del
informe. Deben ser muy pocas las personas que en la época ignoraron que
la tortura era práctica habitual.
Y en ningún caso pudieron no saberlo los altos funcionarios, hombres
de confianza de Pinochet proporcionados por la derecha política y los
grandes empresarios que apoyaron el golpe y estimularon la represión
y la barbarie para asegurar su dominio sobre la sociedad y el incremento de
sus ganancias. En 1999 Carlos Huneeus, en un artículo titulado “El
miedo a la verdad. El síndrome de Vichy en la derecha” (revista
Mensaje) escribió: “Los atropellos a los derechos humanos en Chile
se explican por diversos factores existentes a partir del 11 de septiembre de
1973.
Ellos son de carácter ideológico, como la doctrina de Seguridad
Nacional; el fanatismo político proveniente del resentimiento que tenían
amplios sectores de la derecha hacia el comunismo y los demócrata cristianos;
la sensación de impunidad que tuvieron los agentes del Estado debido
a la arquitectura jurídica y al papel del poder judicial; la radicalización
de una organización de terrorismo de Estado, la Dina, que escapó
al control de sus creadores; el silencio de quienes disintiendo de la represión
ejercida, prefirieron mantener la lealtad al régimen más que la
consecuencia con sus principios”. La derecha azuzó a los militares,
y ahora los abandona. A fines de septiembre de 1973, un joven asesor de la dictadura
envió un memorándum a la Junta de Gobierno. Era Jaime Guzmán
Errázuriz, quien escribió: “El éxito de la Junta
está directamente ligado a la dureza y energía que el país
espera y aplaude. Todo complejo o vacilación a este propósito
será nefasto”.
Y concluía: “Transformar la dictadura en ‘dictablanda’
será un error de consecuencias imprevisibles”. La magnitud del
horror hace más aberrante la negligencia cobarde de la Corte Suprema
y la complicidad en el tiempo de la prensa de derecha. Individuos como Agustín
Edwards, Alvaro Saieh, Ricardo Claro y otros no vacilaron en negar las atrocidades
y manipular la información a través de los medios de su propiedad.
No pocos periodistas colaboraron en esta infamia violentando la función
y responsabilidad social del periodismo, para arrastrarlo a la alcahuetería
y el proxenetismo al servicio de la dictadura. El informe de la Comisión
sobre Prisión Política y Tortura tiene también serios defectos,
que derivan de la orientación que impuso el gobierno. El principal es
la no individualización de los torturadores, unido a la obligación
de secreto que durará medio siglo.
El informe Valech resulta conmocionante, y a ratos insoportable en su retrato
de la crueldad. En contraste, el discurso del presidente de la República,
Ricardo Lagos, fue una pieza oratoria de calculada retórica. Hizo un
juego efectista en torno a una supuesta tradición histórica de
las instituciones armadas y del Estado, rota durante la dictadura y que ahora
corresponde retomar. Omitió, obviamente, consideraciones respecto del
tipo de sistema restringidamente democrático que imperó en el
país hasta mediados del siglo XX y, por supuesto, del papel represivo
y brutal cumplido en muchas ocasiones por las Fuerzas Armadas.
Dijo el presidente: “Reconocer el desvarío, la pérdida del
rumbo que hizo que muchas de las instituciones armadas y del Estado se apartaran
de su tradición histórica, de sus propias doctrinas que las vieron
nacer y desarrollarse, es lo que nos permite retomar la senda de siempre y enfrentar
con optimismo el futuro”. Hubo en el frío discurso presidencial
una omisión notable. No se refirió para nada a la justicia, a
la necesidad social de perseguir responsabilidades penales por crímenes
y aberraciones imprescriptibles, por ser delitos contra la humanidad. Se limitó
a hablar de medidas simbólicas y colectivas, y de compensaciones monetarias
advirtiendo, solemne, que estas medidas “no deben producir afrenta alguna
a las Fuerzas Armadas, pues ellas son instituciones permanentes de la República
y pertenecen a todos los chilenos”. Las medidas concretas resultaron decepcionantes.
La creación del Instituto de Derechos Humanos ya fue propuesta por el
Informe Rettig, y no hay motivo para suponer que ahora será instalado
con eficacia. Con mayor razón, porque un centro de derechos humanos debe
necesariamente ser absolutamente independiente del Estado, ya que las violaciones
a los derechos humanos sólo pueden ser cometidas por agentes del Estado.
La propuesta más criticable tiene que ver con el monto de la pensión
vitalicia reparatoria. Ascenderá, según el presidente de la República,
a 112 mil pesos mensuales, que debería proporcionar una “mejor
calidad de vida” a los beneficiados en los “años que les
quedan”. Ese monto es claramente insuficiente, más si se considera
que de acuerdo a la normativa internacional la reparación económica
de las víctimas debe ser integral. Es también inexplicable que
al parecer el presidente de la República entienda que esta suma es incompatible
con cualquier otro tipo de pensión obtenida por causa de derechos humanos.
Se trata de motivos distintos que producen consecuencias diferentes, por lo
que la compensación por tortura debería sumarse a los beneficios
emanados de otras causas. Posteriores argumentos del gobierno complicaron las
cosas.
El ministro de Hacienda declaró que financiar las pensiones significaría
un esfuerzo “doloroso”. El presidente de la República enfatizó
que el costo de las pensiones significaría, en treinta años, unos
2 mil 100 millones de dólares, sin considerar que ese costo será
considerablemente menor debido a que a esas alturas la mayor parte de los eventuales
beneficiarios -que irrogarán al comienzo un gasto de 70 millones de dólares
al año- habrá muerto. Obviamente, las víctimas se sienten
discriminadas ante el tratamiento que el gobierno proporciona, por ejemplo,
a las empresas transnacionales que obtienen enormes utilidades y que incluso
no pagan impuestos. O en un plano más cercano, en relación a los
sueldos y jubilaciones que disfrutan sus torturadores militares o a los sobresueldos
que se pagaron a cientos de empleados del Estado, o a las indemnizaciones que
se dispensaron altos funcionarios de la Concertación.
Sin hablar del gasto militar que sigue siendo el más alto del continente
y que implica compromisos solamente por los submarinos y aviones F-16 nuevos,
por más de mil cien millones de dólares. Lo más cuestionable
del discurso presidencial estuvo sin duda en la omisión de la justicia.
Incluso no indica que de acuerdo a la ley, como presidente de la República
-y funcionario público- está obligado a poner en conocimiento
de los tribunales todos los hechos que constituyan delitos.
El presidente prefiere hablar de “sanar heridas antes de reabrir heridas”,
lo que incluso retóricamente resulta inexacto, porque se trata de sanar
heridas que nunca cicatrizaron, que han estado siempre abiertas, y exigen un
proceso de sanación que contempla justicia, verdad y consideración
integral hacia las víctimas. El tema de la tortura se ha convertido ahora
-gracias, principalmente, a la movilización incansable de las víctimas
de la dictadura- en el centro de la preocupación nacional. Y eso es bueno,
si se convierte en debate permanente para el conocimiento pleno de la verdad
y la aplicación de justicia efectiva que profundice en lo que ocurrió
en Chile durante la dictadura.