Europa
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J.M. Álvarez
Colectivo Cádiz Rebelde
Siempre que finaliza un año, el Rey asoma su enrojecido rostro en televisión para recordarnos que sigue ahí, velando por nuestra felicidad. Oportunista consumado, no deja escapar la ocasión para dirigir amargos reproches a esos súbditos ingratos de los nacionalismos históricos porque está empeñado en colocar mil obstáculos -el payaso de Acebes habla, incluso, de una intervención militar si fuera necesario- al proceso iniciado en Euskadi. Es evidente que se siente inquieto ante la posibilidad de que vascos, e incluso catalanes, puedan decidir algún día su futuro; por tanto sus peroratas andan inmersas en discursos de una prosa cada vez más parecida a la del dictador que le designó como sucesor. Me pregunto si no sería un chiste su último consejo de fomentar el interés general por encima de las ambiciones particulares, porque si hiciéramos un ejercicio memorístico recordaríamos que llegó a la Corte con una mano delante y otra detrás.
Juan Carlos posee una fortuna personal bien conocida gracias a los medios alternativos de información; ha saqueado las arcas del Estado para cubrir los gastos de la boda principesca y no le hizo ascos al pequeño obsequio, en forma de yate, que, según algunas fuentes, tuvo un coste final cercano a los ochenta millones de euros, sufragados -eso dicen- por empresarios mallorquines. Un regalito modesto que se enfrenta con la descarnada realidad formada por nueve millones de pobres y más de dos millones de desempleados que pululan por el país. La prudencia y humildad no forman parte de sus virtudes. El Rey, como cabeza visible de la Casa Real, ha recibido en el año que acaba de finalizar una cantidad superior a los siete millones de euros para disponer de ellos a su antojo y poder sostener a una familia de parásitos que no cesa de crecer. Su Graciosa Majestad no practica con el ejemplo.
Al surgir la noticia de que la Casa Real había donado la "escalofriante" cifra de 170.000 euros de la venta del DVD de la boda de los Príncipes de Asturias a la Fundación Víctimas del Terrorismo, no tuve muy claro si se trataba de una broma. Por mucho que los medios destacaran el detalle como una muestra de solidaridad de la monarquía hacia las víctimas, principalmente las del 11-M por razones de actualidad, la tacañería de la Casa Real, tan generosa con sus inquilinos, sonroja al más pintado. Si para las víctimas de Atocha la cuestión económica es importante, perder la memoria histórica, distraída entre limosnas e hipocresías, sería irreparable; por consiguiente nunca deben olvidar que fueron el objetivo inocente de una represalia cuyo origen se encuentra en la política que asumió el Estado e, implícitamente, fue aceptada por la monarquía.
Cuando millones de personas se manifestaban contra la ilegítima guerra de Iraq, Juan Carlos guardó un mutismo absoluto, algo inusual en un personaje de semejante locuacidad. Aquel silencio fue objeto de múltiples conjeturas y controversias por todos conocidas. Dicen que el Rey no puede hacer declaraciones políticas, pero eso es objetivamente falso. Al iniciarse la guerra de las Malvinas, islas de soberanía británica pero reclamadas por Argentina, no dudó un segundo en posicionarse públicamente contra el conflicto, y habría que estar ciego y sordo para no percibir en todos sus mensajes, o en los elogios que dirige a esa OTAN cuartelera, una evidente carga política. De todas maneras la Constitución exime al "primero de los españoles" de cualquier tipo de responsabilidad si la hubiera. Y luego dicen que la Constitución es de todos. Con razón los vascos no la quieren.
Para colmo de despropósitos, el monarca, después de mantener una conversación telefónica con Pilar Manjón, presidenta de la Asociación de Afectados del 11-M, no tuvo reparo alguno en elogiar la globalización neoliberal y, por extensión, la guerra preventiva que la acompaña, en clara sintonía con el genocida Bush del que fue huésped hace poco; en fin, parece que a este Borbón le tiran mucho los genes. Si observamos los comportamientos familiares de sus antecesores más inmediatos, encontramos un historial lleno de conductas erráticas e irresponsables. Su abuelo Alfonso XIII, que también contaba chistes, inició una guerra en Marruecos para satisfacer las ansias coloniales de castas militares y terratenientes de la época, en la que perdieron la vida miles de soldados de reemplazo obligados a participar como protagonistas involuntarios de las paranoicas grandezas reales. Años más tarde, su padre, Don Juan, se ofreció gentilmente a Franco para derribar por la fuerza al Gobierno democrático de la República. No cabe duda: de casta le viene al Rey.