Colectivo Cádiz Rebelde
Una pregunta fácil, una pregunta difícil
" - En México, president, le recibieron como a un
dirigente 'izquierdista', y hacía tanto tiempo que no le llamaban así... En su
opinión, president, ¿qué significa ser izquierdista ahora y aquí?". Es
una de las de las 59 preguntas que el director de La Vanguardia, José
Antich, le hace a Pasqual Maragall, en una entrevista que el periódico catalán
publica el 12 de diciembre. Como corresponde a una pregunta fácil, el
president da una fácil respuesta: "- Yo creo que significa no conformarse
con la buena administración de las cosas del Gobierno, sino intentar defender
mejor los intereses de los sectores que habitualmente no se tienen en cuenta. Es
un poco más romántico, es quizá un poco más ingenuo, seguramente, pero, en todo
caso, moviliza más los sentimientos, los míos, y creo que los de mis
compañeros". La respuesta, tan melancólica como la pregunta, no tiene relación
directa, pero sí mucho que ver con lo que vengo a plantear.
Cada medio de comunicación tiene sus criterios, sus
preocupaciones y sus prioridades, y cada entrevistado tiene una u otra relación
con los distintos medios de comunicación que lo consideran de interés. Aceptando
que el estilo de un medio o un periodista pueda ser éste, y que hay preguntas
serviles sobre temas importantes, la pregunta citada sigue siendo superficial e
innecesaria. Aunque demasiado tarde, podemos cambiar una pregunta fácil por otra
difícil, incluso aceptando algo que se me hace imposible, como que Pasqual
Maragall sea de izquierda siquiera a media jornada.
- Dos jóvenes de L'Hospitalet de Llobregat, Ermengol Madrid y Eduald Bataller,
encarcelados hasta el pasado 3 de diciembre, y un tercero de Corneyà en libertad
con cargos, denunciaron torturas tras su detención por presunta participación en
el lanzamiento de cócteles molotov contra la comisaría del barrio de Sants en
Barcelona, el pasado 4 de octubre. Los interrogatorios policiales se realizaron
sin la presencia de abogado alguno y, durante su desarrollo, la Policía enseñó a
los detenidos fotografías de hasta treinta y cuatro militantes de movimientos
sociales de Barcelona. ¿Son la tortura y el señalamiento político, métodos
habituales de las Fuerzas de Seguridad del Estado? ¿Por qué no ha dado
explicación alguna sobre el caso el actual delegado del Gobierno, Joan Rangel?
¿Alguna vez el PSC o el PSOE han adoptado, propuesto o intentado una sola medida
eficaz para erradicar estas prácticas?
Es una pregunta un poco más ingenua, seguramente, pero en todo caso moviliza más
los sentimientos, los míos, y creo que también los de mis compañeros.
Mientras Maragall respondía a otras preguntas, entre el lunes 13 y el viernes 17
de diciembre, veinte inmigrantes fueron deportados. Después de una huelga de
hambre en los calabozos del Centro de Internamiento de La Verneda (Barcelona),
para protestar por las detenciones arbitrarias, los maltratos, la
obstaculización gratuita de las visitas familiares, el hacinamiento y las
pésimas condiciones de habitabilidad y alimentación en su interior, son
trasladados a Madrid y embarcados en un avión.
En 1998, la Asociación Contra la Tortura, la Coordinadora de Barrios de Madrid,
Madres Unidas contra la Droga y la Asociación Libre de Abogados, documentaban 44
casos de tortura y malos tratos y 24 muertes en las prisiones españolas, sólo
entre 1996 y 1997, acompañadas de 17 sentencias absolutorias o condenas de
benevolencia escalofriante. Los casos se producen en Jaén, Villabona (Asturias),
Brieva (Ávila), Barcelona, Puerto de Santa María, Valdemoro, Navalcalnero
(Madrid)... El mismo informe recopila además 99 casos de torturas en las
cárceles entre 1985 y 1990. El último informe de Amnistía Internacional denuncia
la impunidad policial, tras analizar la instrucción por torturas y malos tratos
de 450 sumarios judiciales, durante los últimos 25 años. Entre los 450 casos,
existen 95 sentencias en las que "se ha probado la comisión de tortura o malos
tratos" (La Vanguardia, 04/12/04), y que han sido sistemáticamente
recurridas por el aparato del Estado, que, en ningún caso, ha adoptado medidas
de reparación ni indemnización alguna para las víctimas.
Hace escasas semanas, el Tribunal de Estrasburgo sobre
Derechos Humanos ha condenado al Estado Español, por las torturas a
independentistas catalanes durante las Olimpiadas del 92, precisamente al final
de la primera época dorada de Pasqual Maragall, y todavía bajo el gobierno de
Felipe González. Entonces como ahora, la atribución de responsabilidades no
tiene escape por sitio alguno. Es el propio PSOE y sus dirigentes de más alto
nivel los que tienen que responder. Más cuando hablamos de una práctica que a
poco que exista una mínima preocupación por conocerlos, ofrece un goteo de datos
cada año, suficientes para comprender que se trata de algo cotidiano.
El izquierdista, la tortura y la distancia
Maragall adopta un romanticismo de izquierda como un
rasgo estético de su proyecto político. Pero una realidad macabra, como es en
este caso la de la tortura, de la que es cómplice silencioso, representan en
carne viva un choque. La confusión entre el lenguaje de los ideólogos
liberal-progresistas, el ejercicio del poder, los valores de la izquierda y el
aparato del Estado y sus métodos. Para el social-liberalismo y buena parte de la
izquierda oficial y cultural, términos como igualdad o libertad... son
esnobismos que se pronuncian igual que inflacción, seguridad, desarrollo o
flexibilidad, cuando viene al caso. Solidaridad o Derechos Humanos, son códigos
verbales y estilísticos, a través de los que se expresan a veces las buenas
intenciones, a veces los cargos de conciencia, y a veces la relación entre lo
deseable y lo imposible, pero que son siempre conceptos de aplicación política
cero.
¿Qué le permite a un hombre como Maragall hablar de Derechos Humanos, o
etiquetarse a sí mismo como ingenuo, mientras veinte metros más abajo de las
alfombras del Palau de la Generalitat se pueden estar cometiendo las peores
atrocidades?
La distancia.
En la ponencia "El mundo en guerra: consideraciones sobre
el derecho a la normalidad", Santiago Alba Rico, señala la diferencia entre
Claude Eatherly, el piloto que "escogió Hiroshima para que el Enola Gay...
arrojara la primera bomba atómica" y el coronel Thibbets, que le dio la orden.
"El coronel Thibetts, entrevistado más tarde por un periódico estadounidense,
declaró: 'No tengo remordimientos... Miremos de frente la realidad: cuando se
combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición.
No me plantea el más mínimo problema moral: hice lo que se me había ordenado y,
en las mismas condiciones, volvería a hacerlo'. Thibbets fue homenajeado,
felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse orgulloso de su
acción; era el "normal". Claude Eatherly, en cambio, se sintió mal; y como no se
podía encarcelar a un héroe de guerra sin que el Gobierno y la sociedad
estadounidense se viesen obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad,
fue recluido en el hospital militar de Waco, de donde escapó en 1961 para
desaparecer -¿a la manera argentina o chilena, quizás?- sin dejar rastro". En el
mismo artículo, Alba Rico recuerda cómo el más alto responsable de la muerte de
doscientos mil japoneses, el presidente Harry Truman, años más tarde, a la
pregunta de si se arrepentía de algo en la vida respondió: "Me arrepiento de no
haberme casado antes".
La calidad del político profesional de largo recorrido,
del burócrata de carrera, del tecnócrata de vía estrecha, o del piloto de un
bombardero, es mantenerse a una distancia prudencial del suelo, para que cuando
digan una palabra, den una orden, levanten un dedo, o aprieten un botón, sus
actos tengan una lógica y unos efectos inmediatos, sin que las consecuencias
visibles o invisibles le afecten demasiado. Personajes como el economista
argentino Domingo Cavallo -hombre-crisis de Menem y De la Rua-, Marcelino Oreja,
Eduardo Serra, Pedro Solbes, Harry Truman, Pasquall Maragall, el coronel
Thibbets o el actual delegado del Gobierno en Catalunya, Joan Rangel, con sus
diferencias de contexto, formación, función, carácter y trayectoria; tienen en
común la distancia que han de establecer entre sus palabras, sus decisiones, sus
órdenes y la realidad. Por supuesto, son muchos más los factores necesarios para
que una persona reúna ese talento abyecto de no sufrir por el sufrimiento que
provoca, o no sufrir por el sufrimiento ante el que calla, pero la distancia es
el sentimiento y el "ambiente de trabajo adecuado" para conseguirlo.
El caso concreto de Maragall es, además, representativo de un desarrollo
histórico común a la izquierda institucional catalana y española. Como describe
Belén Gopegui en los pasajes finales de "La conquista del aire" (ed. Quinteto),
la mayoría de la izquierda electoral y culta, ha reducido la vida y la política
a "un estanque" de tranquilidad, paz y bienestar: la "democracia comercial y
comunicativa". En el estanque cabe cualquier discurso mientras no altere el
curso de las aguas. Cuando Zapatero, mucho antes de ser presidente del Gobierno,
habla de "libertad para que nadie sea dominado, ni por un poder económico, ni en
la empresa, ni en un momento dado, por el Estado, ni los poderes públicos" o que
"el socialismo nace para liberar a los trabajadores de la explotación"
(Entrevista a JL Rodríguez Zapatero, El Socialista, 2001), nadie tiene
por qué escandalizarse con palabras que, en otro espacio, en un tiempo distinto
o en boca de otros, resultarían "radicales", "desestabilizadoras" y "ofensivas".
Pero todo lo que hay más allá del estanque, es un abismo oscuro y sórdido, donde
la violencia o lo desagradable son excepciones a la normalidad de las elecciones
cada cuatro años, y de las noticias a las 15:00.
En el estanque, la tortura no existe. La tortura está en
el mismo lugar donde están Batasuna, Colombia o Costa de Marfil, los lugares
extraños y ajenos donde la paz no existe, sitios remotos, de los que se puede
vivir a distancia y respecto a los cuales se puede elegir ser indiferente o
incluso sentir repugnancia, mientras la televisión nos ofrece una selección
adecuada de las últimos acontecimientos ocurridos más allá de las fronteras de
la democracia.
La Izquierda, el Estado y la Tortura
Del debate sobre la Izquierda y el Poder, hay que
entresacar aquí los límites de la relación de la izquierda institucional con el
aparato del Estado. Es un debate que, a estas alturas, no es planteable para el
PSOE, que hace tiempo se posicionó y ha demostrado hasta dónde es capaz de
llegar; pero sí, por ejemplo, a Izquierda Unida, Iniciativa per Catalunya-Verds
o ERC. Estos partidos, de una u otra manera, hoy han hecho de alcanzar cuotas de
poder, un objetivo prioritario. Es pobre, pero podría ser un objetivo legítimo,
siempre que en ese cálculo pragmático hubieran cosas por las que mereciese la
pena arriesgarse a perder poder o a no tocarlo. ¿Una de ellas no debería ser la
tortura?. En el caso de los partidos catalanes, por ejemplo, el actual proceso
de traspaso de poderes de la Policía Nacional a los Mossos d'Esquadra, es una
oportunidad única para desarticular todo el aparato legal, jerárquico, ambiental
y político, que propicia la tortura como una práctica habitual y libre de
responsabilidades.
Plantear un programa serio para la erradicación de la tortura, supondría
ilegalizar los interrogatorios en dependencias policiales; derogar la
legislación antiterrorista; clausurar los actuales calabozos situados bajo
tierra; prohibir los distintos regímenes de aislamiento en las cárceles;
establecer un sistema de reparación e indemnización sistemática de las víctimas
de torturas; o la suspensión de empleo y sueldo de por vida, sin indemnización o
pensión de ningún tipo, de cualquier mando o número policial implicados en casos
de tortura. Cualquiera que planteara estos puntos como parte de un programa
irrenunciable, se arriesgaría, por supuesto, a levantar en su contra las peores
almas del monstruo del Estado. Pero es ésta una de las cuestiones que debe
servir como medida para comprobar si a determinados partidos políticos les queda
un solo resquicio de ética y de dignidad.
Más allá de las diferencias sobre táctica y estrategia, y del juicio que yo
pueda tener sobre las organizaciones que forman lo que llamamos la izquierda
institucional, hoy que tanto se habla sobre la batalla de los valores, ¿no
debería ser ésta una cuestión sobre la que pelearse a cara de perro? Siempre que
hubiera alguien allí dispuesto a pelearse por algo a cara de perro sin esperar
nada a cambio.