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Europa



El izquierdista y la tortura

Miguel Martín Ayllón
Colectivo Cádiz Rebelde

Una pregunta fácil, una pregunta difícil

" - En México, president, le recibieron como a un dirigente 'izquierdista', y hacía tanto tiempo que no le llamaban así... En su opinión, president, ¿qué significa ser izquierdista ahora y aquí?". Es una de las de las 59 preguntas que el director de La Vanguardia, José Antich, le hace a Pasqual Maragall, en una entrevista que el periódico catalán publica el 12 de diciembre. Como corresponde a una pregunta fácil, el president da una fácil respuesta: "- Yo creo que significa no conformarse con la buena administración de las cosas del Gobierno, sino intentar defender mejor los intereses de los sectores que habitualmente no se tienen en cuenta. Es un poco más romántico, es quizá un poco más ingenuo, seguramente, pero, en todo caso, moviliza más los sentimientos, los míos, y creo que los de mis compañeros". La respuesta, tan melancólica como la pregunta, no tiene relación directa, pero sí mucho que ver con lo que vengo a plantear.
Cada medio de comunicación tiene sus criterios, sus preocupaciones y sus prioridades, y cada entrevistado tiene una u otra relación con los distintos medios de comunicación que lo consideran de interés. Aceptando que el estilo de un medio o un periodista pueda ser éste, y que hay preguntas serviles sobre temas importantes, la pregunta citada sigue siendo superficial e innecesaria. Aunque demasiado tarde, podemos cambiar una pregunta fácil por otra difícil, incluso aceptando algo que se me hace imposible, como que Pasqual Maragall sea de izquierda siquiera a media jornada.
- Dos jóvenes de L'Hospitalet de Llobregat, Ermengol Madrid y Eduald Bataller, encarcelados hasta el pasado 3 de diciembre, y un tercero de Corneyà en libertad con cargos, denunciaron torturas tras su detención por presunta participación en el lanzamiento de cócteles molotov contra la comisaría del barrio de Sants en Barcelona, el pasado 4 de octubre. Los interrogatorios policiales se realizaron sin la presencia de abogado alguno y, durante su desarrollo, la Policía enseñó a los detenidos fotografías de hasta treinta y cuatro militantes de movimientos sociales de Barcelona. ¿Son la tortura y el señalamiento político, métodos habituales de las Fuerzas de Seguridad del Estado? ¿Por qué no ha dado explicación alguna sobre el caso el actual delegado del Gobierno, Joan Rangel? ¿Alguna vez el PSC o el PSOE han adoptado, propuesto o intentado una sola medida eficaz para erradicar estas prácticas?
Es una pregunta un poco más ingenua, seguramente, pero en todo caso moviliza más los sentimientos, los míos, y creo que también los de mis compañeros.
Mientras Maragall respondía a otras preguntas, entre el lunes 13 y el viernes 17 de diciembre, veinte inmigrantes fueron deportados. Después de una huelga de hambre en los calabozos del Centro de Internamiento de La Verneda (Barcelona), para protestar por las detenciones arbitrarias, los maltratos, la obstaculización gratuita de las visitas familiares, el hacinamiento y las pésimas condiciones de habitabilidad y alimentación en su interior, son trasladados a Madrid y embarcados en un avión.
En 1998, la Asociación Contra la Tortura, la Coordinadora de Barrios de Madrid, Madres Unidas contra la Droga y la Asociación Libre de Abogados, documentaban 44 casos de tortura y malos tratos y 24 muertes en las prisiones españolas, sólo entre 1996 y 1997, acompañadas de 17 sentencias absolutorias o condenas de benevolencia escalofriante. Los casos se producen en Jaén, Villabona (Asturias), Brieva (Ávila), Barcelona, Puerto de Santa María, Valdemoro, Navalcalnero (Madrid)... El mismo informe recopila además 99 casos de torturas en las cárceles entre 1985 y 1990. El último informe de Amnistía Internacional denuncia la impunidad policial, tras analizar la instrucción por torturas y malos tratos de 450 sumarios judiciales, durante los últimos 25 años. Entre los 450 casos, existen 95 sentencias en las que "se ha probado la comisión de tortura o malos tratos" (La Vanguardia, 04/12/04), y que han sido sistemáticamente recurridas por el aparato del Estado, que, en ningún caso, ha adoptado medidas de reparación ni indemnización alguna para las víctimas.

Hace escasas semanas, el Tribunal de Estrasburgo sobre Derechos Humanos ha condenado al Estado Español, por las torturas a independentistas catalanes durante las Olimpiadas del 92, precisamente al final de la primera época dorada de Pasqual Maragall, y todavía bajo el gobierno de Felipe González. Entonces como ahora, la atribución de responsabilidades no tiene escape por sitio alguno. Es el propio PSOE y sus dirigentes de más alto nivel los que tienen que responder. Más cuando hablamos de una práctica que a poco que exista una mínima preocupación por conocerlos, ofrece un goteo de datos cada año, suficientes para comprender que se trata de algo cotidiano.

El izquierdista, la tortura y la distancia
Maragall adopta un romanticismo de izquierda como un rasgo estético de su proyecto político. Pero una realidad macabra, como es en este caso la de la tortura, de la que es cómplice silencioso, representan en carne viva un choque. La confusión entre el lenguaje de los ideólogos liberal-progresistas, el ejercicio del poder, los valores de la izquierda y el aparato del Estado y sus métodos. Para el social-liberalismo y buena parte de la izquierda oficial y cultural, términos como igualdad o libertad... son esnobismos que se pronuncian igual que inflacción, seguridad, desarrollo o flexibilidad, cuando viene al caso. Solidaridad o Derechos Humanos, son códigos verbales y estilísticos, a través de los que se expresan a veces las buenas intenciones, a veces los cargos de conciencia, y a veces la relación entre lo deseable y lo imposible, pero que son siempre conceptos de aplicación política cero.
¿Qué le permite a un hombre como Maragall hablar de Derechos Humanos, o etiquetarse a sí mismo como ingenuo, mientras veinte metros más abajo de las alfombras del Palau de la Generalitat se pueden estar cometiendo las peores atrocidades?
La distancia.

En la ponencia "El mundo en guerra: consideraciones sobre el derecho a la normalidad", Santiago Alba Rico, señala la diferencia entre Claude Eatherly, el piloto que "escogió Hiroshima para que el Enola Gay... arrojara la primera bomba atómica" y el coronel Thibbets, que le dio la orden. "El coronel Thibetts, entrevistado más tarde por un periódico estadounidense, declaró: 'No tengo remordimientos... Miremos de frente la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición. No me plantea el más mínimo problema moral: hice lo que se me había ordenado y, en las mismas condiciones, volvería a hacerlo'. Thibbets fue homenajeado, felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse orgulloso de su acción; era el "normal". Claude Eatherly, en cambio, se sintió mal; y como no se podía encarcelar a un héroe de guerra sin que el Gobierno y la sociedad estadounidense se viesen obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad, fue recluido en el hospital militar de Waco, de donde escapó en 1961 para desaparecer -¿a la manera argentina o chilena, quizás?- sin dejar rastro". En el mismo artículo, Alba Rico recuerda cómo el más alto responsable de la muerte de doscientos mil japoneses, el presidente Harry Truman, años más tarde, a la pregunta de si se arrepentía de algo en la vida respondió: "Me arrepiento de no haberme casado antes".
La calidad del político profesional de largo recorrido, del burócrata de carrera, del tecnócrata de vía estrecha, o del piloto de un bombardero, es mantenerse a una distancia prudencial del suelo, para que cuando digan una palabra, den una orden, levanten un dedo, o aprieten un botón, sus actos tengan una lógica y unos efectos inmediatos, sin que las consecuencias visibles o invisibles le afecten demasiado. Personajes como el economista argentino Domingo Cavallo -hombre-crisis de Menem y De la Rua-, Marcelino Oreja, Eduardo Serra, Pedro Solbes, Harry Truman, Pasquall Maragall, el coronel Thibbets o el actual delegado del Gobierno en Catalunya, Joan Rangel, con sus diferencias de contexto, formación, función, carácter y trayectoria; tienen en común la distancia que han de establecer entre sus palabras, sus decisiones, sus órdenes y la realidad. Por supuesto, son muchos más los factores necesarios para que una persona reúna ese talento abyecto de no sufrir por el sufrimiento que provoca, o no sufrir por el sufrimiento ante el que calla, pero la distancia es el sentimiento y el "ambiente de trabajo adecuado" para conseguirlo.
El caso concreto de Maragall es, además, representativo de un desarrollo histórico común a la izquierda institucional catalana y española. Como describe Belén Gopegui en los pasajes finales de "La conquista del aire" (ed. Quinteto), la mayoría de la izquierda electoral y culta, ha reducido la vida y la política a "un estanque" de tranquilidad, paz y bienestar: la "democracia comercial y comunicativa". En el estanque cabe cualquier discurso mientras no altere el curso de las aguas. Cuando Zapatero, mucho antes de ser presidente del Gobierno, habla de "libertad para que nadie sea dominado, ni por un poder económico, ni en la empresa, ni en un momento dado, por el Estado, ni los poderes públicos" o que "el socialismo nace para liberar a los trabajadores de la explotación" (Entrevista a JL Rodríguez Zapatero, El Socialista, 2001), nadie tiene por qué escandalizarse con palabras que, en otro espacio, en un tiempo distinto o en boca de otros, resultarían "radicales", "desestabilizadoras" y "ofensivas". Pero todo lo que hay más allá del estanque, es un abismo oscuro y sórdido, donde la violencia o lo desagradable son excepciones a la normalidad de las elecciones cada cuatro años, y de las noticias a las 15:00.

En el estanque, la tortura no existe. La tortura está en el mismo lugar donde están Batasuna, Colombia o Costa de Marfil, los lugares extraños y ajenos donde la paz no existe, sitios remotos, de los que se puede vivir a distancia y respecto a los cuales se puede elegir ser indiferente o incluso sentir repugnancia, mientras la televisión nos ofrece una selección adecuada de las últimos acontecimientos ocurridos más allá de las fronteras de la democracia.

La Izquierda, el Estado y la Tortura
Del debate sobre la Izquierda y el Poder, hay que entresacar aquí los límites de la relación de la izquierda institucional con el aparato del Estado. Es un debate que, a estas alturas, no es planteable para el PSOE, que hace tiempo se posicionó y ha demostrado hasta dónde es capaz de llegar; pero sí, por ejemplo, a Izquierda Unida, Iniciativa per Catalunya-Verds o ERC. Estos partidos, de una u otra manera, hoy han hecho de alcanzar cuotas de poder, un objetivo prioritario. Es pobre, pero podría ser un objetivo legítimo, siempre que en ese cálculo pragmático hubieran cosas por las que mereciese la pena arriesgarse a perder poder o a no tocarlo. ¿Una de ellas no debería ser la tortura?. En el caso de los partidos catalanes, por ejemplo, el actual proceso de traspaso de poderes de la Policía Nacional a los Mossos d'Esquadra, es una oportunidad única para desarticular todo el aparato legal, jerárquico, ambiental y político, que propicia la tortura como una práctica habitual y libre de responsabilidades.
Plantear un programa serio para la erradicación de la tortura, supondría ilegalizar los interrogatorios en dependencias policiales; derogar la legislación antiterrorista; clausurar los actuales calabozos situados bajo tierra; prohibir los distintos regímenes de aislamiento en las cárceles; establecer un sistema de reparación e indemnización sistemática de las víctimas de torturas; o la suspensión de empleo y sueldo de por vida, sin indemnización o pensión de ningún tipo, de cualquier mando o número policial implicados en casos de tortura. Cualquiera que planteara estos puntos como parte de un programa irrenunciable, se arriesgaría, por supuesto, a levantar en su contra las peores almas del monstruo del Estado. Pero es ésta una de las cuestiones que debe servir como medida para comprobar si a determinados partidos políticos les queda un solo resquicio de ética y de dignidad.
Más allá de las diferencias sobre táctica y estrategia, y del juicio que yo pueda tener sobre las organizaciones que forman lo que llamamos la izquierda institucional, hoy que tanto se habla sobre la batalla de los valores, ¿no debería ser ésta una cuestión sobre la que pelearse a cara de perro? Siempre que hubiera alguien allí dispuesto a pelearse por algo a cara de perro sin esperar nada a cambio.