Europa
|
Testimonio de un soldado español en la guerra de los Balcanes
La guerra que dormía
Juan J. Fermín
elotrodiario.com
La guerra es una niña que mira detrás de las alambradas y los
sacos terreros. Estaba allí cuando hice mi primera guardia, como el cachorro
tímido que espera su ración. Ocho años, flacos y sucios,
me pidió "uno marco para manyare". No sé qué
imagen pintaría su mirar azul. Un tanto de verde extendido a uno y otro
lado del fusil. Soldado que mata o alimenta según el dictado del capricho.
Dejé mi puesto para alargarle algunos céntimos y ensayé
mi esquemático yugoslavo, tirando de unas tarjetas con frases de uso
común. "Nema jelo", que no hay comida, pero la contestación
descubrió el significado de la guerra. En un español estropeado
por la falta de práctica, la niña me ofreció chupármela
por diez marcos. Faltaban dientes en su sonrisa, y cualquier traza de duda.
No era la primera vez que vendía sus huesos a cambio de una mejor sustancia.
Éramos soldados profesionales. Lo mejorcito de la rojigualda, orgullosos
de nuestras boinas negras y las alas paracaidistas. No más que niños,
en realidad, engordados por juegos de batalla, sin más bautismo que las
imágenes del telediario. Dejamos España con el abril, los acogedores
relieves de la base aérea de Torrejón de Ardoz, donde los músicos
nos adelantaban triunfos cesarianos. Éramos tontos, y nos curamos de
estupideces tras dos horas de vuelo, con la estampa abierta detrás del
aeropuerto de Splitz. Bosnia Herzegovina era un paisaje de edificios quebrados,
de vehículos que nadie se ha molestado en retirar, de tumbas improvisadas
en los arcenes. Las heridas lo salpicaban todo, dando pistas sobre la crudeza
de la lucha. No había muro intacto, sin el puño del mortero o
la rociada de la cartuchería, ni trozo de tierra que no estuviera sembrado
de lápidas. Demasiado cadáver para tan poca parcela. Las minas
esperaban a orillas de vías y senderos, a veces confundidas deliberamente
con los cementerios, para unir más vivos al ejército de los muertos.
Integrábamos la brigada SPABRI X, a las órdenes de la división
francesa Salamandre, a pocos kilómetros de Mostar. Nuestra base se había
levantado sobre bases industriales lastimadas por los combates. El perímetro
se había marcado con alambre y terrones, aprovechando los tramos de muro
que aún quedaba en pie, y módulos prefabricados nos servían
de alojamiento. Yo no tuve mucho tiempo para la curiosidad. Después de
soltar mi equipo, tenía que unirme a la guardia. Y allí descubriría
ruinas más profundas que las del cemento.
Los turnos de trabajo empezaban a las ocho de la tarde, y terminaban a las ocho
de la mañana, treinta y seis horas después. Con los soldados no
eran generosos en detalles. Las misiones se resumían con una sola frase,
momentos antes de embarcarse en los BMR, sin señalarnos ningún
punto sobre el mapa. Ahora, años después, me doy cuenta que Bosnia
no me ofrece una geometría coherente. Es una recopilación de paisajes
aislados, sin más nombre que el relacionado con alguna anécdota.
La Aldea de las Minas, donde nos echamos a dormir toda una noche, pisando aquí
y allá sin desconfianzas. Dos días más tarde, el terreno
había sido precintado por zapadores ucranianos, que nos enseñaron
la media docena de minas antipersonales que acababan de desenterrar, sin creer
que conserváramos intactas las piernas. El Pueblo del General. Campos
de maíz eternos, que cruzábamos al ritmo de los Rolling Stones,
hasta que vimos a un viejo levantando brazos en mitad del camino. Quería
invitarnos a su casa a nosotros, héroes que habían proscrito las
bombas y las bayonetas de los saqueadores. Hacienda de ladrillo macizo, enferma
de edades y recuerdos, donde una vela alumbraba a un militar joven y orgulloso.
Un general de la Armija bosnia caído en alguna batalla. El anciano se
limpió lágrimas y levantó su copa de rakia, haciendo brindis
contra la mala sangre, y no pudimos más que secundarle. La cosecha se
pudría en la tierra porque las espaldas ya no estaban para fiestas, pero
él no dudaba en compartir con nosotros sus escasas reservas, y no había
perdido la fe en el futuro. El licor aligeraba gargantas. Aquel macerado de
matorral que ardía sin llama y nos servía para limpiar la grasa
de los fusiles.
Lugares como arcanos del Tarot, escenas detenidas pero plenas de simbolismo,
que barajo sin ningún orden. Aldeas dejadas entre montañas, donde
los viejos lloraban a sus hijos sin más consuelo que una fotografía.
Mi sargento acababa de mover su reina, sin prever la trampa tendida por mi alfil.
Pero dejamos la partida sorprendidos por una anciana. Con mímica y diccionario,
logramos descifrar su discurso. Ella y su marido eran los únicos croatas
que quedaban en la aldea. El resto eran serbios que habían ocupado el
hueco de los desplazados, y ahora no moderaban sus ansias de revancha. Pudimos
comprobarlo allí mismo, cuando una piedra alcanzó a la mujer en
la nuca. Eran un grupo de niños. No escucharon nuestros rapapolvos, porque
los croatas eran enemigos a exterminar, así fueran ancianas próximas
a los ochenta. Ellos completarían el trabajo que sus padres dejaron pendiente.
Nos lo explicaron en el vacilante español que aprendieron de los sucesivos
relevos. Cuando comentamos el problema en la base, el mando se encogió
de hombros, sin ver más opciones que el extremar la vigilancia. Pero
fueron soldados serbios, los mismos que ilustraban las ansias de gloria de esos
niños, quienes nos sugirieron la solución. Algunos colaboraban
con la OTAN en las tareas de desminado y reconstrucción. Eran veteranos
con el cuerpo estropeado por la lucha. Los niños contemplaron mudos los
muñones, la piel marcada por las cicatrices, alguna cuenca vaciada por
la metralla. Eso es la guerra, muchachos.
Pasé mi primera imaginaria entre tres cementerios. Cruces ortodoxas para
los caídos serbios. Cruces católicas para los croatas. Y márgenes
de mármol para las tumbas de los musulmanes bosnios. Había paz
entre los muertos. Recopilé nombres entre la piedra, calculando edades
entre fechas, sin más fantasmas que la brisa y el guiño de una
luna entre nubes. Al extremo de la intersección, los vivos dormían
entre casas desmoronadas, y traté de pintar la noche con el pasado. Existencias
destruidas por la bala o el hierro, mujeres violadas hasta el amanecer, huérfanos
arrojados al hambre o la prostitución. Las siguientes semanas confirmarían
mis fantasías con testimonios de primera mano. Pero esa noche me conformé
con el silencio de todos los muertos, aunque me hubiera gustado desenterrar
uno con mis propias manos, y sacudirlo hasta lograr una respuesta. Si merecía
la pena, quería saber.
Al día siguiente, patrullamos Nevesinje. La ciudad se arrimaba a los
pies de una montaña, que los serbios habían decorado con su símbolo,
el pentagrama. Una estrella de piedras encaladas. Los militares de la SFOR éramos
su obstáculo para la gloria. Invasores que nos entrometíamos en
sus asuntos. La población civil nos dedicaba hostilidad y desprecio.
Alguna piedra saltaba contra los blindajes de nuestro BMR, los viejos mascullaban
y escupían y los niños nos hacían cortes de manga. Que
no se entienda, advierto, que el común de los serbios compartía
esa naturaleza. Todos eran víctimas de todo, y podía encontrarse
arrogancia y humildad en todos los bandos. Los ciudadanos de Nevesinje, sencillamente,
tenían suerte. Los horrores no les habían alcanzado, y su orgullo
estaba intacto. Nuestro objetivo era el cuartel de caballería. Apenas
media docena de hombres, que gastaban el tiempo bebiendo y peleando, sin atender
a los tres centenares de carros y vehículos blindados. A ojo, pocos eran
operativos. Chatarra consumida por el óxido y la falta de cuidados, como
monumentos a tiempos mejores. Días más tarde, estaba con el compañero
dándole un tiento a una petaca de ron, a las tantas de la mañana,
mientras el resto del pelotón descansaba en el BMR. Y oímos unos
gritos a los pies del cerro, en la carretera de acceso a la ciudad. Los gritos
de una mujer al que dos tipos habían obligado a detenerse. Le estaban
quitando la ropa con idea de violarla. Bajamos al punto, tirando de cierre con
la idea de volarles los huevos, y viendo claras las intenciones, se retiraron
a toda prisa. No sin antes rajarle la cara a la chica, desde el pómulo
a la barbilla.
El horror se diluye al peso. Una gota lleva al espanto, pero toda una lluvia
invita a abrir el paraguas. Bajo el plástico se permanece seco. Hay momentos
tan destacables como los narrados, pero no poco serviría el recuento.
Además la memoria impone veto, que sólo levanta cuando quiere.
Ayer miré un cuadro que lleva años en el salón, pero nunca
me había dignado en estudiar. El puente de Mostar grabado a fuego sobre
la madera. Lo compré a uno de los vendedores que se arracimaban a las
luces de la base, con artesanía de factura propia, en la que gastábamos
nuestros abundantes marcos alemanes, la moneda de pago de la OTAN. Les gustaba
trabajar con la madera. Escudos, vajillas, pipas. Buen material para enviárselo
de recuerdo a nuestros familiares, siempre preocupados por nosotros. A su lado,
la rica industria del pirateo, a cinco marcos el disco. Los comprábamos
por lotes, pese a las advertencias y cabreos de nuestros compañeros de
la Guardia Civil. Que eso es delito, hombre. Otras opciones de consumo era los
llamados PX, ignoro porqué razón, las tiendas levantadas por los
distintos ejércitos. Comercios libres de impuesto donde se mercadeaba
de todo, desde alimentos a juguetes tecnológicos. Pero nuestro lugar
de paso favorito era la cantina, atendida por dos mozas del lugar de bastante
buen ver, pero a la que nadie tiraba tejos, porque no gustaban de duchas ni
métodos de depilación. De abril a agosto, que yo viera, conservaron
las mismas camisas, acumulando aros de antigüedad bajo las axilas. Hacían
buenas pizzas, excelentes círculos de carne bien salpimentados, pero
dejamos de comerlas cuando sorprendimos a una de las camareras aplastando a
una cucaracha. Con esa misma espumadera, extrajo una de las pizzas de la parrilla.
El aporte proteínico es bueno para el cuerpo pero, coño, uno tiene
sus escrúpulos.
De comida mal andaba la cosa. Los mandos atesoraban los recursos como si los
costearan con su sueldo, y nuestro relevo heredó una despensa donde abundan
los ibéricos, los filetes y los caldos de mejor pedigrí. Nuestro
menú, si estábamos en la base, se resumía en esa "sopa
de y patatas con" que ha alimentado al ejército patrio desde que
María Castaña entró en párvulos. No pocas veces
embestía el cabo primero, esbirro del responsable de cocina, para devolver
unas natillas cogidas de más, como si nos asolara el hambre de los sitiados.
Tampoco mejoraba la fiesta en exteriores. El rapaz primero tenía a bien
darnos bolsas donde se mezclaban frutas con pan y huevo duro, formando un puré
que se descomponía a las pocas horas de calor. Las raciones militares
las evitaban hasta los perros, de tanto conservante. Tenían regusto a
lejía. La mejor opción era el mercado local, donde uno podía
abastecerse al gusto por unos pocos marcos. Con panza volvió a España
más de un enclenque.
La inutilidad era un ingrediente raro, por cierto. Abundan los profesionales
competentes en el ejército, sobre todo en los oficiales y suboficiales
de nuevo cuño, libre de los vicios de periodos anteriores. Pero también
medra la estupidez en todas sus variantes. Una muestra la dio un alférez,
no importa su nombre, aunque bien merecería publicarse para su escarnio
público. Nosotros nos sabíamos al servicio de aquella gente, y
procurábamos serles útiles, minimizando cualquier molestia o posibilidad
de roce. Era una política muy acertada, que el carácter propio
del español nos daba ventaja para aplicar. La misma gente que brindaba
indiferencia a soldados francesas o belgas, nos saludaban por nuestro nombre
y aún estaban al tanto de nuestras tribulaciones personales. Fue en una
aldea, comentando con una mujer cierto problema que tenía con sus gallinas,
cuando apareció el dichoso alférez. Encabezaba una columna de
marcha en orden de avanzada. Con cascos y chalecos para la guerra, y los fusiles
terciados al pecho. Preguntamos si había motivo para la alarma, y la
respuesta fue negativa. Que se jodan los campesinos si se asustan, nos espetó.
Parecida respuesta a la del genera de brigada, cuando unos vecinos se quejaron
de las patrullas de madrugaba, que alteraban su descanso. Que se jodan. Los
franceses nos llegaron a comentar que estábamos destruyendo el trabajo
de todos nuestros predecesores. Análisis, por fortuna, que no fue cierto.
Como soldados de la SFOR, la fuerza bajo mando de la OTAN, nuestras atribuciones
eran militares. En exclusiva. Nuestro deber era neutralizar las acciones de
los grupos armados, poner coto al tráfico con vigilancia y registros,
escoltar a los refugiados de vuelta a sus hogares con la tutela de ACNUR. Pero
la delincuencia quedaba fuera de nuestros límites, y eso entrañaba
ciertas paradojas. La "Policija", mal pagada y dispuesta a la tropelía,
solía evitarnos como la peste para eludir cualquier colaboración.
Y eso atraía hasta nosotros a mafiosos de todo pelaje, que pagaban copas
y buscaban charla, alimentando camaradería. Las salidas de la base eran
contadas, porque dentro se ofrecía todo lo que necesitábamos.
Salvo mujeres. Se alquilaban por copas o billetes en los bares que habían
crecido a nuestra sombra, y solíamos verlas entre misión y misión.
Algunas se conformaban con esperanzas de España, aunque las promesas
se hubiesen viciado de tanto oírlas. Otras buscaban juventud en un país
falto de hombres. Yo me enamoré de Senada. Metro ochenta de valquiria,
rubia y de ojos celestes. Musulmana según las contradicciones de la tierra.
Su español no existía más que mi croata, y teníamos
que acercarnos con gestos y dibujos, el sendero lento de las consultas al diccionario.
Con ella hablaba entre beso y beso, cuando vi a otro cliente con una pistola
a la cintura. Mi mirada capturó su interés. Un gigante bien adornado
de oro, con la piel tintada de dibujos, habituado a los desafíos. Senada
me explicó que era uno de los malos. Algo que ver con el tráfico.
Yo no suponía un gran obstáculo pese a mis rudimentos de defensa
personal. Por eso se acercó tanteando culata, mientras yo buscaba armas
útiles. La botella, tal vez, o la efectiva patada en la ingle. Sacó
la pistola y la colocó sobre la mesa. Quería vendérmela.
Cuando me llegó el alivio, conversamos en inglés. Traficaba con
hierros de todos los calibres, y me aseguró que los militares éramos
sus mejores clientes.
Las nieves de la primera arrancaron el calor más insoportable. El mercurio
crecía en los interiores del BMR hasta tocar el techo de los cincuenta.
Y allí estábamos nosotros, con casco y chaleco, desfallecidos
por la falta de aire, plantados en la carretera del aeropuerto a la ciudad,
para asegurar los pellejos de algunos mandamases extranjeros con ganas de reunión.
Tres días cocidos baja la chapa, o bajo el martillo del sol, deteniendo
vehículos y comprobando maleteros e identidades.
Hubo días peores, como raciones de infierno. Se repiten en sueños
años después, a falta de digestión. El desminado de la
aldea comenzó a primeras horas, después de una guardia. Yo tenía
derecho a descansar, pero me excitaba la idea de compartir tiempos con los zapadores
serbios. Ágiles para apostar sus dineros, pero no tanto para administrar
sus cartas. Cien marcos me engordaron el bolsillo, hasta que el sargento me
llamó aparte y me dijo que ya era suficiente, que esos tíos tan
grandes se empiezan a mosquear. Nuestro trabajo era recoger el material desenterrado
y entregarlo en la base. Había horas de sobra para buscarle las cosquillas
a Alma, nuestra traductora. Decían que había pasado hambre durante
la guerra, y aplacaba estómago ofreciéndose a los militares a
cambio de una bolsa de comida. No parecía un rumor cierto. Alma se había
contagiado de estrellas, y actuaba con la prepotencia de un comandante en jefe.
Repetía con otros términos que era licenciada, y nosotros inmundos
zoquetes sometidos a su capricho. Le gustaba discutir conmigo, que era pronto
a las malas contestaciones y poco atraídos por sus tetas, las más
celebradas de toda la base. Se acababa de comer un bocadillo de sardinas, y
nos había dejado el vehículo como una porqueriza. Se lo hice limpiar
con escoba y trapo húmedo, para asombro de toda la SPABRI. La anécdota
llegó hasta el teniente coronel, que no dudó en abordarme algunos
días más tarde, con un "Qué cojones los tuyos",
habituado a los despotismos de la buena señora.
El desminado terminó a las tres de la tarde. A esas horas esperaba ganaba
el descanso, pero el jefe de sección tenía otras ideas. Que viene
el Ministro, tú, y hay que dedicarle un buen desfile. Y un, os, es, aro,
a ensayar el acto y comérselo luego con doble guarnición de cámaras,
que alguno aprovechó para tantearle el trasero a más de una corresponsal.
Dormiría, aposté, después de cuarenta y ocho horas en vela,
que no hay bastante café para tanto sueño. Al día siguiente
había revista de armamento, me contradijo el teniente, y a ti te toca
dejar la ametralladora y el equipo de transmisiones como los chorros del oro,
mi querido radiotirador. A darle al trapo hasta las cinco de la mañana,
echando mano donde fuera necesario, luego dedicar un tiempo a montar la exposición
de equipos y piezas para disfrute del general. Y allí plantado en descanso
desde las ocho, con ojeras de viejo centenario, aguantando el baile.
La tragedia y lo amable se hermanaban con fronteras más finas que un
cabello. Por la mañana se traficaban con revistas eróticas de
camino a los baños, fuente de alivios más que de higiene, y por
la tarde se barajaban las fotos de los caídos, de manos de sus entristecidos
familiares. Las historias eran parte del mismo cuadro, y compartían texturas.
Soldados traídos por las noches, a caballo del fuego, embrutecidos por
el miedo y el odio. Ejecutaban a los hombres, forzaban a las mujeres, y ni los
niños podían eludir sus iras. Fue en una casa cercana al río
Buna donde encontré una diminuta calavera taladrada por el plomo. Las
ruinas estaban prohibidas, porque podían conservar las trampas de uno
y otro ejército, pero la curiosidad me empujó al interior. El
polvo había paralizado los enseres, y algunas manchas de hollín
gritaban sobre los suelos. Nadie se había acercado a esa casa desde los
días de la muerte, tal vez porque estaba alejada de las rutas habituales,
entre monte y cinta de agua. Encontré el cuerpecito en uno de los dormitorios.
Alguien, tal vez las alimañas, había desperdigado los huesos menos
interesantes, y los restos de ropa. El cráneo sonreía al pie de
la mesita de noche cuando lo alumbré con la linterna. Me negué
a tocarlo, como si temiese verme infectado por la muerte. Y salí de allí,
esperando el grito olvidado de una existencia asesinada en hambres de venganza.
Nunca he creído en fantasmas, pero no me parece prudente tentarlos. Uno
de ellos me sorprendió poco después, a pocos minutos de concluir
mi imaginaria, cuando manchaba el diario de reflexiones. Era un cerbero de hechuras
taurinas, y eché mano del fusil para defenderme. Jamás vi perro
tan grande, y tenía el cepo húmedo de babas, gustoso tal vez de
mis relieves. Algunos instantes de mutua observación me enseñaron
que no era agresivo. Me gané su confianza al punto, dándole una
barra de chocolate. Cancerbero, como lo llamé, guardaba las porquerizas
de cierto aldeano. Era amable como un cachorro, y nos daba su compañía
a cambio de restos. A partir de esa noche siempre estuvo allí, a la espera,
imitando sonrisa con sus temibles mandíbulas. Del horror a la amistad
en un solo paso. La calavera dejó de existir cuando empecé a acariciar
al perro.
Guardábamos la Casa de España cada semana. Plantados en la puerta,
de cara al hotel Bristol, en una de las arterias de Mostar, aliviando esperas
con minifaldas de transeúntes. A veces se detenían, atraídas
por nuestras boinas e insignias, y el olor probable de nuestras carteras. Intercambio
de papilla idiomática. Croata y castellano, pero también alemán
o ruso. Los niños eran nuestro público más fiel, y su palabra
nos daba temores y esperanzas. Sonreíamos al ver como jugaban sin cuestionar
etnias ni pasados, pero nos asombraba la curiosidad por el fusil. Algunos tenían
hambre de gloria, herencia de padres, y prometían reemprender una guerra
que dormía.
Nuestro lugar de descanso estaba próximo, un parking abandonado. Descender
por sus cinco plantas era visitar un Hades de sombras y silencios, que los más
gamberros evitaban. Había historias que abrumaban a la vista, sobre familias
hacinadas al abrigo de la artillería. Restos de fuego contra la oscuridad,
mantas conquistadas por los piojos, algunas latas. Una tela de araña
se extendía entre columna y columna, trabajo de un monstruo que acechaba
en lo invisible. Impresionaba su tamaño, pero no más que su simbolismo.
Abandoné la trampa, dejando allí el valor de volver.
A las cinco de la mañana, el canto de muecín vibraba sobre los
tejados, levantando luces. Mostar despertaba sin muchas fuerzas, pero las horas
traían sustancia de humanidad y vehículos. Si uno ignoraba la
cicatrices sobre el cemento, o el ánimo guerrero de los párvulos,
se creía vivir en una plácida ciudad de nuestra España.
Luego supimos que estábamos allí por su bandera. Al general le
importaba un pimiento las entrañas del edificio, y sólo preservaba
la dignidad del trapo. Nos lo hizo saber en una de sus visitas traicioneras,
y no hubo indignación entre nosotros. Estábamos bien disciplinados
e inmune al espanto.
Tal vez fue ese día, no puedo recordarlo, cuando Senada no quería
besos, y limpiaba sus lágrimas con cerveza. Hacía turnos de hasta
catorce horas en la barra, para costear los amores de su padre por la bebida.
Yo sabía que no la trataba bien. Había golpes marcados en sus
piernas, en sus caderas, en la línea de su espalda. Toda pregunta era
inútil, pero aquella tarde fui más insistente. El dolor bailaba
en sus ojos y le hacía temblar la boca. Con las caricias llegaron las
primeras repuestas. Se ayudó del cuaderno. Una niña de círculos
de palos, tendiendo ropa. Y un monstruo de ángulos, tres veces más
grande, avanzando desde la izquierda. El monstruo la abordó por detrás,
pum, y la tiró de bruces. El llanto y el idioma entorpecían su
relato, así que extendió los brazos sobre la mesa y simuló
manos que no eran las suyas, tanteando muslos y nalgas. Cerradas, quería
mantener las piernas cerradas, pero un nuevo Ąpum! le cortó respiración
y suministro de fuerzas. Se derrumbó entonces sobre mi hombro, con detalles
que no necesitaba comprender. Su padre la había violado.
Esa noche tomé una decisión. Dejé la base sin permiso,
con ropa de civil en una mochila, y me vestí en los servicios de un bar.
Localicé al vendedor de armas, y le puse doscientas marcos en la mano
a cambio de su ayuda. No quiso aceptar el dinero. El también apreciaba
a la muchacha y trabajaría con gusto. Nos presentamos en el cercano pueblo
de Blagaj, donde vivía Senada. Ella no había vuelto del bar, y
encontramos al padre solo, apurando rakia frente al televisor. No estoy orgulloso
de lo que hice, pero hasta ahora no he visto motivos para el arrepentimiento.
Después de algunas bofetadas, le hice saber que en mi siguiente visita
llevaría pistola y el ánimo de usarla. El buen traficante, que
me ayudaba a traducir, estaría vigilando por mí cuando yo me fuera.
A modo de ejemplo, le hundió el puño en el estómago. Senada
me confirmaría, semanas después, que su padre ya no se atrevía
a levantarle la voz. Si sospechaba que yo tenía algo que ver, nunca lo
dijo.
El regreso a España se buscaba con el primer paso. Cuatro meses parecían
un ciclo de eternidad del que jamás escaparíamos. Las semanas
entibiaron nuestros deseos. Nos habíamos acostumbrado a otros usos y
moldes, al tacto de fusil, a ser útiles para algo más que desfilar
y pulir las botas. Sin uniforme estábamos desnudos como criaturas, y
admito que gustábamos ser blanco de amores y odios, siempre inalcanzables
salvo por el camino de la carne. Apuramos bastantes botellas en la última
noche, recopilando memorias que se erosionarían al abandonar el país.
Las fotos se perdieron, cosecha de muchas tardes, estropeadas por las cámaras
baratas y mi falta de talento. Los diarios nunca se terminaron de escribir,
confiando en las seguridades del recuerdo. En ocasiones me pregunto si estuve
realmente allí, o es un delirio de mi mente escritora, y entonces busco
el cuadro de Mostar, donde su símbolo el puente aún no ha sido
destruido; la medalla de la OTAN, ni buscada ni merecida, juguete del polvo
en una estantería; el brazalete de la división Salamandre, ajado
de años y maltratos.
Cuando termine de escribir todo esto, agotaré mis reservas de licor Maraska.