Un sonido inolvidable:
El estruendo seco, macabro, que nos dejó inmóviles a quienes estábamos cerca del lugar, cruzando miradas en silencio hasta que alguien con palabras entre cortadas dijo:"Y eso… ¿qué fue?". Minutos después, las noticias, el fárrago de información confusa y desoladora. Otra vez. Otro ataque sin remitente. ¿Sin remitente?
Ese 18 de julio de 1994, murieron 85 seres humanos que creían vivir en un país seguro, lejano del terrorismo fundamentalista de medio oriente. Todos lo creíamos. Sin embargo dos años antes con la voladura de la Embajada de Israel, supimos que somos vulnerables. Parias, sin defensa alguna.
Muchos dijeron que habían muerto 85 "inocentes" que trabajaban o simplemente estaban o pasaban por la AMIA. ¿Es que había culpables? ¿Culpables de qué?
Sin duda alguna hubo otros culpables que no figuraban en la lista de los muertos. Ni siquiera estaban en la AMIA, estaban en sus despachos esperando la noticia de lo que ya sabían que iba a ocurrir.
Una imagen imborrable: Una nube negra subiendo por los escombros después de la explosión. Espesa, gigantesca, ascendiendo hacia la nada, como el resultado mismo de las investigaciones. Sobre esa nube; decenas de palomas abrumadas emigraban hacia un destino sin sobresaltos.
Transcurrieron once años de vida desde esa mañana de julio. Once años para las 85 familias que ya no pudieron estar más con la persona que amaban. Once años para sus amigos, para sus vecinos, para el hombre que le vendía el diario a alguien que cayó muerto esa mañana, al que luego no le pudo entregar el que traía un titular enorme con la noticia: "BOMBA EN MUTUAL JUDÍA, MÁS DE 80 MUERTOS". Once años para los argentinos; menos para la justicia. ¿Es que no la merecemos? ¿Tan poca cosa nos consideran?
Si todavía queda alguien que por distracción cree que este fue un atentado hacia la comunidad judía, sería bueno que tomara conocimiento que los muertos por la bomba, eran argentinos. Que la AMIA estaba ubicada en la Argentina, en nuestro territorio y todos, heridos, muertos, viudos y viudas, huérfanos y amigos de alguien, eran seres humanos judíos o no, eran personas vivas con futuro y proyectos, eran semejantes que merecen justicia.
Hace unos años, paseando con mi bicicleta cerca del río llegué hasta la orilla. Me llamó la atención un enorme montículo de mampostería, ladrillos y piedras amontonados cerca de la costa, atrás de Ciudad Universitaria. No pude evitar levantar algunos trozos de esos restos inanimados que parecían contarme algo. Al revolver unos grandes restos de azulejos, mi sangre dejó de circular por el torrente sanguíneo cuando vi que en un pequeño círculo tallado se leía "AMIA". Había muchos iguales, muchos. Todo lo que quedaba del edificio de la calle Pasteur, descansaba sin paz allí, a orillas del Río de la Plata: LAS EVIDENCIAS, lo inerme que habla como testigo mudo en estos casos, tirados como basura que era mejor no reciclar. Ya no están allí. El río hizo su trabajo y se tragó cada trozo como un devorador de verdades. Comparten el fondo de las aguas con los miles de cadáveres arrojados en los "vuelos de la muerte". Mucha historia repetida. Mucho proceder conexo con el pasado negro del país. Una indecente década que asesinó gente a la vista de todos, al reparo de un Poder Judicial más atraído por el "poder" que por la "justicia".
El despotismo y la inmoralidad brillaron como nunca después del atentado. Se desviaron pruebas trascendentales para la causa, cintas de escuchas telefónicas fueron destruidas, un juicio tan interminable como ineficiente que echó un manto de piedad sobre los gobernantes de entonces y puso bajo sospecha a los familiares de las víctimas, incluso a los de un niño de cinco años que cayó muerto al pasar con su madre por la calle Pasteur esa mañana.
Una sensación interminable: La reminiscencia del dolor tajante en las vísceras, como una viga perpetua enterrada hasta el alma de las víctimas.
Si la muerte llegara sin sorpresas, sería menos muerte. Si la vida continuara con justicia, sería más vida.
Es preciso devolverles la historia a los 85 caídos en la AMIA. Es primordial no olvidar, no permitir que la impunidad los abandone en ese limbo perverso que dictaminaron sus verdugos y cómplices.
Si el castigo llega a los culpables, todos lo muertos de la AMIA podrán morir sin sufrir más amputaciones.
Por la vida que les quitaron, por los sueños que no soñaron, por el tiempo que no tuvieron; no vamos a olvidarlos. Alguien debe terminar con tanto llanto.