Latinoamérica
|
Campesinos sin tierra, sin agua y sin cielo
Carlos Amorín
Es cosa de todos los días. Cada mañana los diarios reflejan en su portada
algún hecho relacionado con la toma de tierras por grupos de campesinos
desesperados, a veces también organizados. No es un movimiento novedoso, pero
desde hace algunos meses las invasiones de latifundios se han multiplicado
notablemente. Ya no se trata de un fenómeno esporádico, sino de una alternativa,
quizás la única, para más de 300 mil familias expulsadas del campo.
La estructura actual de la propiedad de la tierra en Paraguay reposa sobre bases
construidas al fin de la Guerra de la Triple Alianza, en 1870 (1). Para pagar la
cuantiosa "deuda" que el derrotado había adquirido con los vencedores, los
sucesivos gobiernos fueron malvendiendo las tierras fiscales que al principio de
la guerra constituían el 80 por ciento del territorio paraguayo, y apenas 30
años después quedaba sólo la mitad. Se calcula que entre 1870 y 1914 el Estado
privatizó 26 millones de hectáreas, en su mayor parte en favor de tres
corporaciones extranjeras, brasileñas y argentinas. Algunos personajes locales
también dieron suculentos manotazos. Aún hoy existen estancias de 80 mil
hectáreas, y hay familias que ignoran cuánta tierra poseen con precisión.
En la contracara, millones de campesinos luchan por su supervivencia en predios
que van desde unos centenares de metros cuadrados hasta tres o cuatro hectáreas.
Su estrategia de cultivos es esencialmente la misma de los guaraní que ocupaban
ese suelo hace 500 años: plantar algodón, mandioca, maní u otros granos, maíz y
zapallo. Los que han logrado acumular un pequeño capital tienen una o dos vacas
lecheras, algunas gallinas para carne y huevos. Allí está la base alimentaria
del campesinado paraguayo.
Feudalismo y vasallaje
Esta base, sin embargo, no siempre es fácil de alcanzar. Ilusionados cada año
por una buena cosecha de algodón (el único cultivo que realmente les proporciona
un ingreso monetario "seguro"), los campesinos suelen dedicarle la mayor parte
de la tierra y de sus energías. Pero una estructura empresarial mafiosa montada
alrededor de la producción de algodón termina invariablemente reduciendo a los
agricultores a una esclavitud apenas disimulada, a la que sólo le falta el
nombre. Insumos adelantados a cobrar post cosecha, monopolio del acopio del
algodón bruto (y por ende del precio), relaciones locales feudales, monopolio de
la exportación: "Todo es una cruz", como cantó Julio Sosa en "Nada". Esto es,
todos los males del minifundio sumados con la explotación salvaje ejercida por
una clase feudal y mafiosa.
Es en este contexto en el cual se agregó en los últimos cinco años una creciente
presión por la propiedad de la tierra ejercida desde empresas y corporaciones,
nacionales y extranjeras -sobre todo brasileñas-,(2) cuyo principal interés
radica en la ampliación de la llamada "frontera de la soja", cultivo que viene
creciendo a un ritmo de 10 por ciento anual. En la actualidad, casi 2 millones
de hectáreas están ocupadas con la soja transgénica RR, lo que significa más de
la mitad del total de la tierra cultivada en Paraguay. Este país es el cuarto
exportador mundial con 4 millones de toneladas anuales.
En el campo, en las comunidades campesinas, este terremoto se manifiesta en las
compras masivas de minifundios por parte de empresas inversoras. Los
agricultores reciben el dinero al contado: 500 dólares la hectárea. Para ellos
es una fortuna, un lago de sueños, el pasaje a la ciudad con pequeño comercio
incluido. Para los compradores son gotas de agua en el océano, negocios
redondos. Las huertas, los corralones, las exiguas praderas, los bosques, los
ranchos y hasta los caminos y las casas, todo es arrasado por las avionetas
rociando Paraquat y Glifosato, dos potentes herbicidas, y detrás de ellas las
máquinas de siembra directa completan la obra. Donde antes se expresaba una
cultura ancestral, pobre y opulenta al mismo tiempo, sólo queda un capital
especulativo con raíces volátiles. Es lo que en Paraguay se ha llamado "la
sojización" del medio rural.
Miles y miles de nuevos expulsados del campo migran hacia la ciudad, que los
recibe con los brazos cruzados. Crecen así las nuevas aglomeraciones humanas de
una miseria indecible en el cinturón de Asunción, como El Bañado, mucho menos
que un asentamiento con más de 15 mil familias, y en expansión constante. La
actividad industrial es casi inexistente, sustituida por el contrabando masivo.
No hay trabajo. Tampoco estadísticas reales. Los campesinos que intentan
resistir la sojización pronto se encuentran asfixiados en islotes incongruentes,
y sus cultivos no prosperan atacados por los herbicidas que los vecinos
diseminan desde el aire en abundancia y sin ningún control. Su propia salud
sufre las consecuencias de la contaminación. Entre la muerte y la muerte, cada
vez más eligen las invasiones de tierras fiscales o de latifundios privados, una
tercera opción, la última antes de El Bañado.
La resistencia
La Federación Nacional Campesina (FNC) agrupa a pequeños y medianos productores
y a campesinos sin tierra, y ha promovido varias ocupaciones de tierra. Según el
criterio definido por la FNC sólo se deben ocupar las estancias de más de 3 mil
hectáreas, ya que se trata claramente de latifundios. "En este momento -dice
Marcial Gómez, secretario general adjunto de la FNC- la invasión es la única
manera de presionar para acceder a la tierra. El gobierno asumió un compromiso
con nosotros de distribuir unas 12 mil hectáreas en diversas zonas del país
donde hay compañeros organizados esperando que esto se concrete. De lo
contrario, entrarán en acción. Para nosotros -continúa Gómez- es igualmente
importante la resistencia que estamos desarrollando contra la extensión de la
soja, que está vaciando nuestro campo. Consideramos que este es un problema
gravísimo. En enero pasado hemos tenido dos compañeros asesinados en Caaguazú
por resistirse a las fumigaciones aéreas que destruyen sus cultivos. Muchas
veces las fumigaciones de los predios de las comunidades se hacen con la
intención de condenarlos al hambre para poder expulsarlos más fácilmente."
Si bien la mayor parte de las invasiones, o "intentos" de ocupación se
desarrollan actualmente sin violencia, las víctimas de la represión contra los
campesinos se cuentan por decenas en los últimos años. En algunos casos, la
policía local actúa sin tapujos como banda armada de los poderosos.
"La Asociación Rural del Paraguay que agrupa a los latifundistas -señala Marcial
Gómez- nos acusó siempre de una gran variedad de crímenes para confundir a la
sociedad, y presionar al gobierno y a la justicia para que se nos castigue. La
ley debe estar a favor de la sociedad, y la forma de practicar el derecho a la
propiedad que tienen ellos atenta contra el desarrollo del país y del pueblo.
Así que nuestra lucha es también para que la ley se adecue a la realidad de la
gente. Es imposible que detengan este reclamo por tierra -anuncia el dirigente
campesino- porque es la única carta que nos han dejado".
El padre Oliva, a quien todo el Paraguay llama Paí, es un veterano sacerdote
jesuita nacido en España y paraguayo por opción. Su papel social ya era
relevante antes del "Marzo paraguayo" de 1999, pero en esa ocasión su valentía y
consecuencia lo elevó a la categoría de un cuasi héroe nacional. Resistido por
los sectores más reaccionarios del catolicismo local, el Paí no tiene pelo en la
lengua. En su opinión la razón de las invasiones de tierra es "la tremenda
desigualdad social que hay en este país, donde apenas un pequeño puñadito de
personas acapara casi todo el ingreso nacional. Acá hay plata, pero está toda en
el extranjero. No son empresarios, son ricos, que es distinto. No saben
invertir, hacer inversiones productivas. La distribución desigual de la tierra
confinó al campesinado a las peores áreas, y producir les cuesta mucho. Aquí
habría que hacer un reordenamiento total de la tenencia de la tierra, pero eso
se llama reforma agraria y los terratenientes le tienen miedo a eso. Los
campesinos, entonces, ocupan tierras, y a veces tienen suerte y el gobierno
expropia, pero a veces lo sacan a palo o a bala. Lo que debemos preguntarnos
-señala el sacerdote- es para qué nos servirá la tierra si no hay rutas, no hay
semillas, no hay ayuda técnica, no hay mercado. La lucha por ahora se da en el
nivel primario, pero pronto comenzará también en este otro aspecto."
En el Paraguay aparentemente sojuzgado y sometido a las mafias de turno se cuece
un caldo a fuego lento. Un 60 por ciento de la población tiene menos de 30 años,
y a pesar de que entre los poderosos las rencillas de gatos no acaban nunca,
abajo, en el mercado y en las calles, en las aulas y a la sombra de los árboles,
el pueblo perdió el miedo de hablar consigo mismo. Dialogar es planear.
(1) "La guerra había sido tan larga y tan dura que el Paraguay quedó arrasado,
aniquilado: había perdido la mitad de su población, de los hombres sobrevivió un
20 por ciento de los cuales la mayoría eran ancianos, niños y mutilados. La
aplicación del tratado de la Triple Alianza le significaría la pérdida de 150
mil km2 de su territorio". En "Compendio de historia paraguaya", de Julio César
Chaves. Carlos Schauman - Editor. 1998.
(2) Estimaciones conservadoras aseguran que la mitad de las tierras agrícolas
paraguayas están en manos de extranjeros.