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Latinoamérica

1 de marzo de 2004

Editorial de La Jornada
La soledad Haitiana

La Jornada

Jean Bertrand Aristide llegó a la Presidencia en 1990 ostentándose como el primer mandatario democráticamente electo en la historia de Haití. Tras siete meses en el cargo fue derrocado por un golpe militar y, luego de un exilio de tres años, fue reinstalado en su despacho por una fuerza expedicionaria estadunidense. A partir de entonces, Aristide se olvidó de atender la miseria y el atraso del país y se dedicó a afianzarse en el poder y a acumular riquezas para sí y para sus allegados. En menos de una década, y durante el gobierno de René Préval (1995-2001) y la segunda presidencia de Aristide (2001-2004), Lavalas dejó de ser un movimiento democratizador surgido de las bases para convertirse en una mafia detentadora de los cargos de la administración pública. Aristide no fue capaz, en suma, de avanzar en la solución de los problemas cruciales de Haití. Pero ni la huida -que no renuncia- del ex sacerdote salesiano, en la madrugada de anteayer, ni la asunción de la Presidencia por el hasta entonces titular de la Corte de Casación (Corte Suprema), Boniface Alexandre, con el respaldo de los elementos paramilitares sublevados ni la inminente llegada a Puerto Príncipe de fuerzas estadunidenses y francesas contribuirán a edificar instituciones democráticas ni a combatir la pobreza, la marginación, la postración económica, la insalubridad y el analfabetismo que azotan a la nación caribeña.

El fin del ciclo de Aristide deja a Haití ante la evidencia de su incapacidad para construirse ya no como una sociedad gobernable sino, cuando menos, habitable. Las esperanzas de soberanía nacional, institucionalización democrática, crecimiento económico y desarrollo social generadas por la descomposición del duvalierismo y por el primer gobierno de Aristide llegan a su cancelación definitiva entre los ex tonton-macoutes ahora convertidos en señores de la guerra, la corrupción gubernamental asfixiante, la postración económica sin paralelo en el hemisferio, la deprimente dependencia evidenciada por la propia caída de Aristide -quien se aferró al cargo hasta que París y Washington le retiraron su respaldo- y por una nueva irrupción de fuerzas extranjeras en las que la mayoría de los haitianos depositan sus expectativas de estabilización y paz.

Haití fue la segunda nación americana que proclamó su independencia y el primer imperio de esclavos libertos en el mundo. Pero hoy, 200 años más tarde, la patria de François Toussaint L'Ouverture y de Jean-Jacques Dessalines constituye el peor fracaso de las estrategias de crecimiento económico, cooperación internacional, integración social y desarrollo político puestas en práctica en el siglo XX y evidencia la mezquindad, la apatía y hasta la inhumanidad de organismos, foros e instancias internacionales. Por tradición, Iberoamérica ha dado la espalda a los haitianos, quienes, por otra parte, son ajenos al universo del Caribe anglófono y no han logrado nunca una aceptación plena en la comunidad de la francofonía. Por la precariedad de su economía y de sus instituciones, Haití se parece más a algunos países africanos que a sus vecinos de las Antillas y de Centroamérica. Con sus 480 dólares de ingreso anual per cápita, la porción francófona de la isla Española es, por mucho, el conglomerado humano más desamparado del hemisferio y del subcontinente. Se trata, pues, de un país pobre entre los pobres.

La violencia, la incertidumbre y el caos que hoy se abaten sobre Haití podrán despejarse en cuestión de días y los efectivos extranjeros volverán a sus países de origen dejando atrás una estabilidad prendida con alfileres sobre un país irresuelto. Pero el atraso profundo del país caribeño seguirá siendo una oprobiosa asignatura pendiente para las propuestas occidentales de democracia y derechos humanos, el sistema financiero internacional y el proyecto civilizatorio de la globalidad.