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NUEVOS OBSTACULOS EN LA RELACION CON ARGENTINA
Otras complicidades en los tiempos del Cóndor
De los secuestros políticos en Uruguay, el caso de Manuel García y Catalina Benassi tiene una particularidad: hay documentos del Ministerio de Defensa, del Consejo de Estado, del Ministerio del Interior y de la Armada Nacional que prueban su detención, a pedido argentino.
Por Samuel Blixen
Brecha
Mientras existió un reaseguro de impunidad recíproca, la cuestión de los derechos humanos no fue, en los períodos Sanguinetti-Alfonsín, Lacalle-Menem, Sanguinetti-Menem, Batlle-De la Rúa, factor de desorden en las relaciones entre Argentina y Uruguay. En 1987 Alfonsín no estaba en condiciones de reclamarle a Sanguinetti que cumpliera con el pedido de extradición de tres oficiales y un policía (los nombres se convertirían en íconos del terrorismo trasnacional: Gavazzo, Cordero, Silveira, Campos Hermida), procesados en la famosa "causa 410" que, partiendo de la responsabilidad del general Guillermo Suárez Mason, desandaba la escalera de delitos en los que habían participado los orientales como "personal asimilado al Ejército argentino" y uno de cuyos peldaños correspondía nada menos que a los asesinatos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz.
Sanguinetti, por su parte, no sentía urgencias en regañar a sus cancilleres, Enrique Iglesias primero y Luis Barrios Tassano después, quienes durante un año y medio fueron incapaces de encontrar, en las oficinas del ministerio, el pedido de extradición que inexplicablemente se había "extraviado". Cuando los "carapintada" acortaron con su levantamiento el gobierno de Alfonsín y adelantaron el advenimiento de Carlos Menem, Sanguinetti tuvo ocasión de resolver el problema de las extradiciones: Menem le había pedido el "favor" de darles una "baldosa de ventaja" a dos ex jefes montoneros escondidos en Uruguay para el caso de que Interpol reclamara su detención; a cambio, Sanguinetti le pidió a Menem que incluyera a los cuatro extraditables en la lista de los indultos que en octubre de 1989 beneficiaron a todos los militares procesados en los juicios a las juntas de comandantes.
Desde entonces, los gobiernos de ambos lados del Plata han mirado para el costado cuando la justicia reclamaba sus fueros en materia de delitos de lesa humanidad. Eran los presidentes los que garantizaban la impunidad, y así como a ningún gobernante uruguayo se le ocurrió preguntar por la suerte de los desaparecidos en Argentina, a ningún mandatario argentino se le ocurrió tirar de los piolines que discretamente esconden historias de desaparecidos en Uruguay: Sanguinetti hablaba, recurrentemente, de que no existían niños uruguayos secuestrados, porque los secuestros habían ocurrido en Argentina, pero cuando allá algún magistrado pretendía averiguar, aquí se recurría a la ley de caducidad. Es la misma lógica que le permite al presidente Jorge Batlle hablar de treinta y pico de uruguayos desaparecidos, ignorando los 150 casos registrados en Argentina; pero cuando se exponen los indicios de que muchos de aquéllos fueron en realidad trasladados en secreto a Uruguay -es decir, se plantea la posibilidad de que fueran desaparecidos aquí- entonces se invoca la ley de caducidad para impedir el reflote de la verdad. Y es la misma lógica que argumenta que no puede descalificarse al marino torturador que Batlle pretendía nombrar como agregado militar en Buenos Aires, porque no existe ninguna prueba que confirme las acusaciones, pero se impide investigar la denuncia -y por tanto, buscar las pruebas- invocando la ley de caducidad.
Ese mecanismo circular y hermético que funciona como candado para guardar los secretos más infames de la coordinación represiva en el Río de la Plata permitió hasta ahora que las relaciones entre ambos países pudieran desarrollarse "con normalidad" mientras discretamente, cada tanto, se volvía a barrer la mugre que persistía en reaparecer por entre los flecos de la alfombra.
Eso hasta ahora: los mandatarios, algunos asesores presidenciales y ciertos oficiales retirados comenzaron a ponerse inquietos cuando confirmaron que algunas pistas clave para resolver casos paradigmáticos (como el de Simón, el hijo de Sara Méndez, o el de María Claudia, nuera de Juan Gelman) eran aportadas por antiguos represores argentinos que compartían los secretos binacionales. Resultaba inquietante confirmar que algunos "ex camaradas" de Automotores Orletti ya no querían llevar sobre sus espaldas el peso ahora insoportable de 180 uruguayos desaparecidos, cansados de asumir la responsabilidad que corresponde a los colegas uruguayos.
Sólo esa pesada cortina metálica que se llama caducidad amortiguó el impacto de las revelaciones sobre Simón y María Claudia. Para los mandatarios y los asesores, el respiro fue corto: si las filtraciones a la omertà binacional fluían en formatos de criptogramas, por vericuetos de espías nostálgicos, el imprevisto ascenso de Néstor Kirchner al sillón de Rivadavia descalabró el juego de las buenas maneras que adornan a la impunidad. Kirchner pateó el tablero y osó reclamar información sobre la suerte de María Claudia, secuestrada en Buenos Aires y desaparecida en Montevideo: "Es mi deber preocuparme por la suerte de una conciudadana", explicó para fundamentar su determinación de convertir las desapariciones de argentinos en Uruguay en un asunto de Estado. "Yo también me preocupo por los 80 uruguayos desaparecidos en Argentina", replicó Batlle, errándole al dígito y ordenando al mismo tiempo, para fastidiar, nomás, que el capitán de navío Juan Craigdallie, prefecto de Punta del Este, fuera confirmado como agregado naval en Buenos Aires, a pesar de la resistencia de la cancillería argentina.
El caso de Craigdallie -con la reacción argentina, el conflicto diplomático y la marcha atrás uruguaya- anuncia el papel que asumirán en las relaciones entre ambos países los episodios sobre argentinos desaparecidos en Uruguay. Si la justicia pudiera investigar, y los jueces se animaran a hacerlo, no sería una sorpresa confirmar que el capitán Craigdallie, en tanto oficial de inteligencia de Prefectura naval, estuvo involucrado en varios casos de ciudadanos argentinos detenidos en Uruguay, además de aquel episodio que, según la denuncia del marino Daniel Rey Piuma, lo hace directamente responsable de la desaparición de un ciudadano argentino, torturado en Prefectura y cuya identidad se desconoce.
La Prefectura Nacional Naval también está involucrada en por lo menos otros tres casos de represión a ciudadanos argentinos: los operativos realizados en Lagomar los días 15 y 16 de diciembre de 1977 cuando, con la intervención de oficiales de la Armada argentina, secuestraron a Jaime Dri, Rosario Quiroga, Rolando Pisarello, María del Huerto Milesi de Pisarello, María Laura Pisarello y tres hijas de Rosario Quiroga (María Paula, María Elvira y María Virginia). También fue detenida otra menor, Alejandrina Barri Matta, cuyos padres, Susana Matta de Barri y Alejandro Barri, fueron asesinados durante los allanamientos y detenciones. Los sobrevivientes fueron clandestinamente trasladados a la ESMA, en Buenos Aires, en aviones de la Armada argentina.
El segundo caso es la detención, ese mismo 16 de diciembre, en el puerto de Colonia, del dirigente peronista Oscar Degregorio. Salvajemente torturado en Prefectura, Degregorio intentó huir y fue herido en el abdomen por un oficial. Después de ser operado en el Hospital Militar, Degregorio fue trasladado a Buenos Aires por el teniente de navío Antonio Pernías, oficial de la ESMA.
El tercer caso quizás provoque un gran revuelo. Se trata de la detención en Carrasco, el 29 de setiembre de 1978, de Manuel Eduardo García y María Catalina Benassi, argentinos que llegaron a Uruguay provenientes de Asunción. Ambos permanecen desaparecidos y fueron vistos en la ESMA a finales de ese año. Estas dos desapariciones tienen la excepcional particularidad de que existe documentación oficial uruguaya admitiendo su detención.
El papeleo que deja en evidencia la complicidad uruguaya con la represión argentina se origina en el reclamo formulado por la esposa de García y hermana de María Catalina Benassi ante las autoridades uruguayas. El pedido de información de María Cristina Benassi de García llegó al Consejo de Estado un año después de la desaparición, y el Consejo de Estado solicitó información a los ministerios de Defensa y de Interior. El entonces ministro Walter Ravena sorpresivamente admitió la detención de la pareja en una comunicación de marzo de 1980. A su vez, el coronel Calixto de Armas, director general del Ministerio del Interior, reveló que funcionarios policiales destacados en Carrasco habían procedido a la detención de los dos argentinos, porque estaban requeridos por la Prefectura Nacional Naval, a cuyas autoridades fueron entregados los detenidos. La Armada nacional, finalmente, en un documento firmado por Álvaro Diez Olazábal, confirmó que "autoridades argentinas" habían solicitado la captura de García y de Benassi, pero que ambos, "una vez consultadas las autoridades argentinas y confirmada su respectiva identidad", fueron liberados el 5 de octubre de 1978.
En base a esta evidencia -y al hecho incontrastable de que ambos permanecen desaparecidos- el gobierno argentino podrá reclamar información sobre los responsables de las detenciones y los traslados. Será necesario algo más que un sello de goma para demostrar que María Catalina Benassi y su cuñado Manuel García no fueron entregados a los argentinos y que realmente fueron liberados.