Latinoamérica
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Ignacio Ramonet
La Voz de Galicia
Se celebra estos días el bicentenario de la independencia de Haití,
«primera república negra del mundo» y segundo país de América que conquistó
su plena soberanía -después de Estados Unidos-. Este aniversario nos invita
a una reflexión sobre el destino de una nación surgida de la lucha contra la
esclavitud, y de una revolución que tanta influencia tuvo en la independencia
de Sudamérica.
La epopeya se inicia hacia 1659, cuando los franceses -consecuencia del Tratado
de los Pirineos- empiezan a colonizar la parte occidental de Santo Domingo.
Y a transformarla poco a poco en una inmensa plantación de caña de azúcar. Para
trabajar y cortar esa caña mandan traer de África a miles de esclavos mediante
el abominable negocio de la trata. Como lo hacían también las demás potencias
-España, Holanda, Inglaterra, Dinamarca- que dominaban el Caribe.
Se estima que en 1784, unos 100.000 franceses poseían 7.800 plantaciones y más
de 500.000 esclavos. Cada año, en esa época los colonos blancos importaban unos
30.000 esclavos cuya rentabilidad era altísima. Por esas fechas Santo Domingo
producía el 75% de todo el azúcar que se consumía en el mundo. A medio camino
entre el manjar de reyes y el medicamento panacea (se le atribuían, en particular
virtudes afrodisíacas), el azúcar era entonces un caro producto de lujo que
consumían todas las realezas y burguesías de Europa.
Pero invocando los grandes ideales de la Revolución Francesa, esos esclavos
se sublevan el 14 de agosto de 1791 al mando de Toussaint Louverture, llamado
el Espartaco negro . La guerra va a durar 13 años, se caracterizará
por su crueldad y sus atroces matanzas. Para intentar sofocar la insurrección,
Napoleón (casado con Josefina, una criolla dominicana) manda una expedición
de 43.000 veteranos, que serán derrotados por la fiebre amarilla y por la formidable
estrategia guerrera de los jefes insurrectos. El 18 de noviembre de 1803, en
la batalla final de Vertières, los rebeldes mandados por Capois La Mort derrotan
a los franceses capitaneados por el temible Donatien Rochambeau. La guerra se
termina con un balance espantoso: 150.000 esclavos, y 70.000 franceses muertos
(de ellos unos 20.000 criollos).
El 1 de enero de 1804, en la plaza de armas de la ciudad de Gonaïves, ante una
multitud en júbilo, se proclama la independencia de la isla de Santo Domingo,
que toma entonces su antiguo nombre indio de Haití. Esta proclamación suena
como un aldabonazo en todo el continente americano. Los esclavos negros, sometidos
a una dominación infernal, demostraban que, por su propia lucha, sin la ayuda
de nadie, podían conquistar la libertad. Y que, basándose en las ideas de la
Ilustración y de las Luces, podían crear una nación nueva de hombres libres.
Simón Bolivar, que se refugiara un tiempo en Haití, entenderá el mensaje. Y
gracias a la promesa de abolir la esclavitud, obtendrá que negros e indios se
sumen a la lucha por la independencia de América del Sur. Una participación
que se revelará decisiva.
El mal ejemplo de Haití aterrorizó sin embargo a todas las potencias
que -a pesar de la prohibición de la trata por el Congreso de Viena en 1815-
siguieron autorizando la infame esclavitud. Había que hacérselo pagar. Y nadie
ayudó a la nueva república negra. Al contrario, todos la boicotearon. Con las
penurias, el país cayó en guerras civiles que arrasaron el territorio, múltiples
veces incendiado. Casi desaparecieron los frondosos bosques y la vegetación
tropical. Después llegó el tiempo de la ocupación por Estados Unidos que duró
35 años (de 1915 a 1934). Vinieron luego nuevos dictadores, y entre ellos algunos
-como Papa Doc Duvalier- de los más despóticos y más tiránicos que el mundo
haya conocido jamás.
Aún sigue la inestabilidad política. Y la miseria crónica. Y el sida. Es hoy
Haití uno de los países más pobres del mundo. Como si se prolongase el escarmiento
a los esclavos por haber osado liberarse. Como si para Haití, y por un efecto
contrario del vudú, la liberación se hubiera transformado en una infinita maldición.
Hai uns días volvín ver a película Las invasiones bárbaras do
director canadiano Denys Arcand nun cine comercial de A Coruña despois de tela
visto por vez primeira no ciclo Cineuropa de Santiago. E cal non sería o meu
abraio ó comprobar que esta copia presentaba diferencias sustanciais con respecto
á outra, que imaxino a orixinal.
Calquera que teña ocasión de acceder a esta versión orixinal (¿será esto posible
fóra dos festivais onde hai maior control por parte dos creadores?) poderá percibir
como se suprimen, ou mesmo se chegan a modificar, algúns dos diálogos nesta
versión adulterada.
Non aparecen cortes feitos ó chou para reducir a excesiva metraxe da película,
como se fixo con Dogville, e para o que tampouco atopariamos xustificación,
senón que semella máis ben froito dunha acción que pretende reorientar os sentidos
da obra.
Non son tesoiras arbitrarias, máis que cortes o que fai é, sen eufemismos, censura.
Xa un perdera a confianza en certos medios de comunicación para quen a crítica
supón o primeiro escalón da actividade terrorista, pero de agora en diante as
miñas dúbidas fareinas extensivas tamén ó cine.
¿Que será o que se nos está a contar tamén dende a gran pantalla?, ¿será común
esta práctica nas demais democracias europeas ou nos atoparemos fronte a outra
manifestación liberticida da «aznaridade»? Fernando Gómez Montiel
. Baiona (Pontevedra).
Ha existido un sindicalismo en España que no he estudiado en mis libros de Historia
y que ahora, con más de 20 años, y con vergüenza lo digo, empiezo a conocer.
Hace unas semanas llegó a mis manos un libro autobiográfico de Ángel Pestaña,
sindicalista catalán de principios de siglo. En él se muestra la lucha sindical
por la liberación del hombre muy diferente a lo que hacen nuestros sindicalistas
hoy, vendidos a los partidos políticos y a los poderes económicos (multinacionales
y banca) o a lo que realizan las ONG, que alejan los problemas del terreno político
donde deberían estar. Mientras los sindicalistas liberados de hoy viven a costa
de los sindicatos, hace sólo 80 años éstos vivían para el sindicato, dedicando
a ello su vida, sus ahorros, su familia, y su lucha.
Hoy día cuando damos por establecido este imperialismo que condena a la miseria
al 80% de la población, está más vigente que nunca el reivindicar a militantes
obreros como Ángel Pestaña, Salvador Seguí o Julián Besteiro, el testimonio
de quienes mantuvieron vivo el ideal de justicia y fraternidad entre los hombres
debería ser conocido en todas los colegios y universidades. Sus vidas me hacen
pensar sobre el papel que debe tomar nuestra generación en la historia