Latinoamérica
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Iván Cepeda Castro. Equipo Nizkor
"¡Por fin vamos a dejar de ser la amante y pasar a ser la esposa!"
Carlos Castaño.
La legitimación social del fenómeno paramilitar en Colombia es un proceso
que persigue múltiples finalidades, y que ocupa un lugar central en el proyecto
del gobierno del presidente álvaro Uribe Vélez de "reinstitucionalizar" la sociedad
y el Estado. Una de las connotaciones es que esa legitimación requiere la adopción
de medidas tendientes a producir una impunidad de carácter normativo y fáctico
de los crímenes masivos cometidos por los paramilitares, que oculte además la
complicidad del poder estatal en esta empresa de exterminio y terror sistemáticos.
Ciertamente, la presentación de esas estrategias de impunidad ha centrado la
atención sobre la cuestión de cuál debe ser el tratamiento que reciban los autores
de actos atroces que se han cometido en el contexto de la guerra y la violencia
en Colombia. La impunidad generalizada, y especialmente aquella relativa a las
violaciones masivas y sistemáticas, ha sido un problema endémico de la sociedad
colombiana, pero hasta ahora la preocupación por cómo superarla fue objeto de
debate y análisis por parte de círculos restringidos. No obstante, los fundamentos
del incipiente debate son presentados a la opinión pública bajo premisas intencionalmente
confusas: los grupos paramilitares estarían dispuestos a dejar las armas ante
un Estado que los persigue; el Estado y las Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC) mostrarían voluntad de "negociar la paz"; el proceso con los grupos paraestatales
sería similar a otros procesos de desmovilización o negociación que en el pasado
se han emprendido con grupos guerrilleros; la desmovilización tendría por objeto
"devolver el monopolio de la fuerza a manos del Estado", etc.
Para contextualizar esta controversia, cabría entonces preguntarse por los supuestos
reales y el trasfondo en que se enmarca la impunidad de los crímenes de guerra
y de lesa humanidad cometidos, en este caso, por los paramilitares. Un punto
de partida esencial para entender el verdadero significado del proyecto que
se adelanta es determinar si es verdaderamente consistente la afirmación de
que el Estado realiza una negociación de paz con un actor armado independiente.
Con esta finalidad en el presente texto se analizarán los componentes de esta
aseveración: en primer lugar, se precisará el carácter del fenómeno paramilitar
en Colombia; seguidamente, se examinarán de manera retrospectiva algunas de
las negociaciones de paz que se han presentado en Colombia desde la perspectiva
de los instrumentos legislativos que se han empleado para resolver la cuestión
de los llamados beneficios jurídicos; por último, se señalarán algunas de las
características del proceso de impunidad propuesto por el actual gobierno, que
está en camino de ser ejecutado.
A. El fenómeno paramilitar en Colombia.
Existen fuentes de referencia básica para entender las raíces sociales y el
desarrollo histórico del fenómeno paramilitar en Colombia. Esas fuentes indican
la complejidad de su genealogía y de las formas en que opera.
Desde el ángulo de la investigación sociológica y de la ciencia política, las
estructuras paraestatales son mecanismos complementarios ilegales para solucionar
los problemas e insuficiencias de la capacidad coercitiva del Estado. Tales
mecanismos sirven para evitar el descrédito generado por el uso arbitrario de
la fuerza, y para mantener intacta la legitimidad del poder estatal, incluso
en condiciones de ejercicio de formas de extrema violencia contra la población
civil. En situaciones de conflicto bélico, la presencia de organizaciones armadas
irregulares, presentadas como ajenas al poder estatal, sirve además para reforzar
las expectativas de la sociedad acerca del fortalecimiento del aparato militar
y de las políticas de seguridad.
En el lenguaje de la ciencia política esta situación corresponde al surgimiento
de un complejo contrainsurgente, es decir, al desarrollo de diversos recursos
y niveles de acción (legítima o arbitraria, legal o ilegal, oficial o privada)
dirigidos a garantizar la eficacia de la función represiva del poder estatal.
En tales circunstancias se está en presencia de una estructura dual del Estado
en la que operan, simultánea y coordinadamente, por una parte el nivel legal
e institucional y, por otra, el nivel ilegal que despliega toda clase de operaciones
encubiertas y acciones criminales.
Un estadio avanzado del desarrollo de esta duplicación de niveles corresponde
a la distinción -que en el caso colombiano merece ser tenida en cuenta- entre
el fenómeno paramilitar y el mercenarismo corporativo. Mientras que el fenómeno
paramilitar, en su forma clásica, corresponde exclusivamente a la estrategia
del poder estatal y supone una dependencia absoluta de éste, las estructuras
paramilitares corporativas implican adicionalmente un grado importante de intervención
de sectores privados, que pueden ser de orden nacional y transnacional. Aquello
que se denomina genéricamente paramilitarismo tiene por tanto diversas manifestaciones
que varían de acuerdo a su grado de complejidad: desde cuerpos clandestinos
creados con la finalidad de encubrir las operaciones "sucias" de las fuerzas
militares (escuadrones de la muerte), pasando por las estructuras en las que
determinados núcleos de civiles son armados y en las que se mimetizan militares
retirados o en ejercicio (patrullas, rondas, milicias, cooperativas de seguridad
privada), hasta llegar a la conformación de ejércitos irregulares que continúan
al servicio de las fuerzas militares, pero que entran en alianzas con estamentos
económicos y políticos -nacionales o internacionales- que influencian al Estado
de manera decisiva.
Esta elaboración conceptual encuentra una sólida base de verificación empírica
en las regularidades y similitudes que muestra el estudio de la historia comparativa
de las distintas etapas y formaciones armadas paraestatales en América Latina,
en la segunda mitad del siglo XX.
En Colombia a lo largo de diferentes períodos del siglo XX se encuentran claramente
tipificados todos estos estadios de las formaciones paralegales, y particularmente,
desde finales de la década de los años cuarenta, se constata su desarrollo intensivo.
Primero con el surgimiento de los escuadrones de la muerte que operaron -y operan,
cuando ello se hace necesario- bajo diversas siglas y que en realidad son estructuras
encubiertas de las redes de inteligencia de las fuerzas militares y de policía;
luego, desde 1965, con la creación de un marco legal para el desarrollo de entidades
de civiles armados o de servicios de seguridad privada (entre los cuales el
caso más sobresaliente es el de las llamadas "Cooperativas de Seguridad 'Convivir'");
y posteriormente, durante las últimas dos décadas, con la conformación de un
ejército paramilitar que cuenta con el sostenimiento del aparato estatal -esencial
para su funcionamiento y crecimiento-, pero que tiene elementos de mercenarismo
corporativo, expresados en las múltiples alianzas y apoyos que le han ofrecido
influyentes sectores (empresarios, ganaderos, terratenientes, líderes políticos,
etc.), el narcotráfico y las empresas multinacionales. El corporativismo del
fenómeno paramilitar en Colombia obedece al mismo carácter corporativo y patrimonial
del Estado en el que priman los bloques de intereses privados, y en el que el
carácter público de sus instituciones y poderes está subordinado a las prácticas
de las redes clientelistas.
La densidad de alianzas que presenta el fenómeno paramilitar en su estadio corporativo,
de un lado favorece el ocultamiento del papel central de sus nexos orgánicos
con el poder estatal, y en la situación específica de Colombia, ha posibilitado
que se afiance la imagen de una total independencia de las organizaciones paramilitares,
al punto de lograr un elevado consenso alrededor de su caracterización como
tercer actor del conflicto armado. A esa densidad de alianzas se agregan las
construcciones ideológicas que se han elaborado, no solo desde el discurso oficial
(centrado en la negación a ultranza de la abrumadora realidad de los diversos
niveles de responsabilidad histórica en la gestación y desarrollo del fenómeno)
sino a partir de la propaganda de los propios paramilitares, centrada en la
justificación de sus acciones criminales a través de una retórica que insiste
en su presentación ante la opinión pública como sectores de la "sociedad civil"
que han optado por la autodefensa ante la incapacidad de un Estado débil para
proteger a los ciudadanos de los abusos de las guerrillas.
Pero por otra parte, el carácter corporativo de las estructuras paramilitares
va generando dificultades para mantener los diferentes niveles de las alianzas.
Si bien estas estructuras irregulares continúan unidas a las estructuras oficiales
por fuertes lazos de dependencia y complicidad, otros elementos y dinámicas
entran a influir sobre su accionar. Relativos rasgos de autonomía local e intereses
corporativos pueden entonces generar situaciones que escapan al control estatal
y, que ponen en riesgo aspectos esenciales de la alianza entre el poder estatal
y sus formaciones paralegales. En Colombia, esas dificultades se han acentuado
paulatinamente debido a que los temas de política interior están permanentemente
sujetos a las presiones extranjeras -principalmente norteamericanas- y a que
existe el narcotráfico como factor fuertemente influyente y desestabilizador.
Se requiere, por ende, diseñar estrategias que permitan readaptar las alianzas,
garantizar las lealtades, y sobre todo impedir desbordamientos que puedan poner
al desnudo la responsabilidad estatal.
Las instancias internacionales del sistema de protección de derechos humanos
han ido determinando en qué consiste esa responsabilidad. De una aseveración
general acerca de que al Estado y sus agentes les cabe un rol esencia en la
conformación, sostenimiento y consolidación actual de las estructuras paramilitares,
se ha pasado a definiciones precisas. Sobre este particular es pertinente recurrir
al detallado análisis que la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de Naciones
Unidas para los Derechos Humanos ha venido elaborando a lo largo de los seis
informes presentados desde 1997. En uno de ellos, la Oficina hace una afirmación
sintética que merece ser citada: "El Estado colombiano tiene una responsabilidad
histórica innegable en el origen y desarrollo del paramilitarismo, que ha contado
con amparo legal desde 1965 (...) En este mismo plano histórico -continúa la
Oficina- particular responsabilidad le toca a las fuerzas militares, puesto
que durante el extenso período de amparo legal (...) les correspondió promover,
seleccionar, organizar, entrenar, dotar de armamento y proveer de apoyo logístico
a estos grupos". En sus seis informes la Oficina ha documentado los hechos que
dan cuenta de la existencia de las diversas modalidades que asume esta responsabilidad,
y que prueban esta afirmación de fondo. Para analizar estas modalidades, la
Oficina ha empleado como criterio los niveles de responsabilidad estatal que
ha asumido el sistema interamericano de protección de los derechos humanos en
su jurisprudencia. Respecto a la actuación de los grupos armados paraestatales
deben ser consideradas con relación a la responsabilidad del Estado: a) las
conductas que son producto de la instigación de servidores públicos; b) las
acciones que se realizan con el consentimiento expreso o tácito de dichos servidores;
c) las conductas que se producen gracias a la tolerancia manifiesta de agentes
estatales; y d) las conductas que resultan del incumplimiento del deber de garantía
que tiene el Estado.
En cuanto a las conductas que son producto de la instigación de los servidores
públicos, además de que el Estado ha brindado un marco legislativo y de que
varios gobiernos han adoptado medidas para poner en marcha los llamados "servicios
privados de seguridad", la Oficina ha recibido testimonios sobre casos en los
que se ha reconocido a miembros de las fuerzas militares formando parte de los
contingentes paramilitares. En los seis informes de la Oficina se constata la
complicidad o la actuación directa de miembros de la Fuerza Pública en crímenes
individuales, masacres y operaciones de desplazamiento de la población, así
como en la planificación de acciones a través de reuniones entre mandos militares
e integrantes de las Autodefensas Unidas de Colombia.
Acerca de las acciones que se realizan con el consentimiento expreso o tácito
de los servidores públicos, los informes han evidenciado incursiones paramilitares
ocurridas inmediatamente antes o después de fuertes operativos militares. Los
funcionarios de la Oficina han recibido comunicaciones sobre el anuncio hecho
por las propias fuerzas militares de la llegada próxima de grupos paramilitares,
y han escuchado de boca de los mandos militares expresiones de reconocimiento
sobre la necesidad y utilidad de los paramilitares. De igual manera, los funcionarios
de Naciones Unidas han sido testigos de declaraciones de autoridades civiles
y militares negando la existencia en sus regiones de grupos paramilitares, cuando
ésta era de conocimiento público.
Acerca de las conductas de tolerancia manifiesta de agentes estatales, en los
informes de Naciones Unidas se encuentran referencias concretas a la proximidad
de instalaciones de la Fuerza Pública a retenes o bases de entrenamiento paramilitares.
Así mismo, en algunos de los informes se ha señalado el hecho de que el control
paramilitar es más fuerte en los cascos urbanos, donde la presencia de la Fuerza
Pública y de las autoridades es mayor.
Sobre las conductas que resultan del incumplimiento del deber de garantía que
tiene el Estado, en varias oportunidades la Oficina ha alertado a las autoridades
acerca de la inminencia de operaciones paramilitares sin que se produzcan acciones
tendientes a garantizar la vigilancia y la prevención de actos de agresión contra
la población civil. Algo similar puede afirmarse acerca de la falta de diligencia
en la persecución penal y en la aplicación de las sanciones requeridas ante
las violaciones cometidas por los paramilitares.
En congruencia con este cuadro que muestra la conjugación de diversos planos
de la responsabilidad estatal, la Oficina del Alto Comisionado ha formulado
reiteradamente la misma recomendación a las autoridades colombianas: llevar
a cabo una política eficaz dirigida al desmantelamiento definitivo de los grupos
paramilitares, mediante la captura, el juzgamiento y la sanción de quienes los
inspiran, organizan, comandan, integran, apoyan y financian. También Naciones
Unidas ha insistido en que se debe revocar toda legislación que establezca servicios
privados de vigilancia y seguridad, con el fin de asegurar el debido control
de la aplicación de la fuerza y el uso de las armas por parte del Estado. En
el período que abarcan los seis informes no se ha determinado ningún avance
significativo en esta materia y, por el contrario, se ha registrado un crecimiento
acelerado y exponencial de los grupos paramilitares en grandes extensiones de
la geografía nacional.
El esclarecimiento de este complejo panorama de complicidades estructurales,
agregado al conocimiento cada vez más detallado de la alianza narco-paramilitar,
ha llevado a los propios funcionarios del Estado a afirmar que las organizaciones
paramilitares se han ido convirtiendo en un peligro para la legitimidad del
poder estatal. A su turno, los mandos paramilitares son conscientes de las implicaciones
que puede tener este nuevo contexto para su seguridad y para su juego de intereses.
Su jefe, Carlos Castaño ha hecho constantes alusiones a la responsabilidad que
tienen las elites del país en la historia de su organización y de los crímenes
cometidos. Tanto en su primera aparición pública ante las cámaras de televisión,
como en el libro Mi confesión y en diversas entrevistas, el jefe paramilitar
ha lanzado una advertencia perentoria a sus socios: "Si comenzáramos a buscar
responsables de la tragedia nacional, el Estado estaría en primer lugar (...)
Culpas tenemos todos, incluso otros países tienen también responsabilidad en
la situación en que estamos".
B. Amnistías y beneficios jurídicos en el marco de los procesos de paz y desmovilización.
Definidas de este modo las estructuras paramilitares y la responsabilidad estatal
frente a ellas, es pertinente ahora interrogar desde una perspectiva crítica
la afirmación de que el Gobierno desarrolla actualmente una "negociación de
paz" con ellas. Con el fin de examinar dicha aseveración es apropiado lanzar
una mirada retrospectiva a las tentativas de paz más relevantes en nuestra historia
contemporánea y, en especial, a los instrumentos legislativos y administrativos
que han sido diseñados para efectos de amnistía e indulto en dichas coyunturas.
La característica primordial de una negociación política en medio de un conflicto
armado es que en ella existen posiciones contradictorias, que provienen de intereses
y convicciones claramente diferenciados, y que colocan frente a frente a quienes
no han aceptado el régimen socio-político vigente -o han sido excluidos por
la fuerza de éste- y a los representantes del poder estatal. Las negociaciones
consisten en someter a un proceso de acuerdo y consenso las posturas enfrentadas
hasta llegar a un acuerdo satisfactorio para las partes en conflicto.
Durante las diferentes etapas de la violencia en Colombia se han desplegado
intentos por desmovilizar los grupos armados insurrectos contra el Estado, y
en algunos casos, se han presentado negociaciones que han conducido a acuerdos
de paz con algunas organizaciones armadas de oposición. En ocasiones, los acuerdos
de paz han favorecido reformas significativas -como las introducidas por la
Constitución Política de 1991-, pero su carácter predominante ha sido el de
buscar salidas minimalistas a la crisis social y política del país.
Los acuerdos de paz han sido acompañados de medidas de amnistía e indulto, pero
en contraposición a ello se han ejecutado actos de retaliación violenta contra
los líderes de los grupos que se han acogido a los procesos de paz. En todos
ellos, los principales líderes y voceros de los grupos rebeldes han sido asesinados,
y se ha intentado exterminar los proyectos políticos concebidos como parte de
su reincorporación a la vida civil.
Así, entre agosto y octubre de 1953 se produjo un armisticio que dio lugar a
la desmovilización de cerca de 6.500 integrantes de las guerrillas liberales
provenientes principalmente de los Llanos Orientales, lideradas por Guadalupe
Salcedo. En aquella ocasión no se produjo la firma de un pacto, sino la adopción
de un acuerdo de palabra entre las partes. Los guerrilleros entregaron sus armas
a cambio de una "amnistía nacional" ofrecida por el general Gustavo Rojas Pinilla
y un exiguo préstamo de la Caja Agraria para reincorporarse a la vida civil.
A pesar de la amnistía, muchos líderes del movimiento insurgente desmovilizado
fueron asesinados, entre ellos el propio Guadalupe Salcedo.
El pacto bipartidista que creó el Frente Nacional (Declaración de Benidorm suscrita
el 24 de julio de 1956, y Declaración de Sitges del 20 julio de 1957, suscritos
por Alberto Lleras Camargo -en nombre del Partido Liberal- y Laureano Gómez
-en nombre del Partido Conservador) tuvo el carácter de un acuerdo de alternancia
partidista en las instituciones estatales, pero además se presentó a la opinión
pública como un pacto de rechazo a la violencia política y de voluntad "para
obtener la paz en Colombia". Algunos quieren ver en el Frente Nacional un "intento
victorioso de civilización política", dado que dio lugar a modificaciones como
las contenidas en la reforma constitucional que fue aprobada por el plebiscito
del 1 de diciembre de 1957, previsto por la Declaración de Sitges. Dicha reforma
permitió reconstruir determinadas instituciones representativas, crear otras
y proclamar la igualdad de derechos civiles para las mujeres. Sin embargo, al
marginar de los acuerdos y del procedimiento de reforma constitucional a las
disidencias políticas, y al revitalizar y legitimar las redes clientelistas,
el Frente Nacional se convirtió en un modelo de coerción y exclusión política
que abrió las compuertas a una ola de violencia que hasta hoy padece el país.
En este nuevo marco institucional, entre noviembre de 1958 y marzo de 1960 fue
adoptado un conjunto de medidas con el fin de "facilitar la solución a la lucha
armada" mediante la suspensión de las acciones penales contra delitos cometidos
desde fecha indeterminada hasta el 15 de octubre de 1958 en el territorio de
departamentos bajo estado de sitio.
Años más tarde, el Acto Legislativo número 1 de 1968 reglamentó el ordinal 4°
del artículo 119 de la Constitución de 1886 en lo concerniente a las condiciones
y restricciones del otorgamiento de indultos y otros beneficios jurídicos a
las personas responsables de delitos políticos.
El 19 de noviembre de 1982, el recién posesionado presidente Belisario Betancur
sancionó la Ley 35 "Por la cual se decreta una amnistía y se dictan normas tendientes
al restablecimiento y preservación de la paz". En diez artículos, el texto contemplaba
la concesión de amnistía general a los autores, cómplices o encubridores de
hechos constitutivos de delitos políticos cometidos antes de su vigencia. Durante
ese mismo gobierno, el 28 de marzo de 1984 fue firmado el Acuerdo de la Uribe
entre la Comisión de Paz y el estado mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia (FARC), en el que se estipuló un cese al fuego bilateral y se creó
una comisión de verificación del mismo. El documento explicitaba el compromiso
del Gobierno para promover reformas políticas, sociales y económicas, así como
la condena de las FARC al secuestro y al terrorismo, y su voluntad para contribuir
a ponerle fin a su práctica. El Acuerdo de la Uribe consagró además, que pasado
un año de la tregua, se deberían generar condiciones propicias para que el grupo
guerrillero pudiera "organizarse política, económica y socialmente". Este punto
particular del acuerdo dio lugar al surgimiento del movimiento político legal
Unión Patriótica (UP), un año después de la firma de los acuerdos. Fracasado
el proceso de paz de la Uribe, comenzó el exterminio contra este nuevo movimiento;
exterminio que continúa hasta nuestros días.
También fracasaron en ese mismo período presidencial los acuerdos de tregua
y diálogo nacional suscritos en Corinto, El Hobo y Medellín el 23 y 24 de agosto
de 1984 entre el Gobierno y el comando nacional del Movimiento 19 de Abril (M-19),
la dirección del Ejército Popular de Liberación (EPL) y un sector de la Autodefensa
Obrera (ADO). El punto central de dichos acuerdos era la realización de un gran
diálogo nacional "como vía para construir la democracia, ejerciéndola". En junio
de 1985, el Gobierno expidió una ley de indulto con base en la facultad que
le confería el artículo 119 de la Constitución vigente en ese entonces, y que
benefició a los integrantes del M-19 condenados en las cárceles del país. La
ley concedía indulto a quienes habían sido condenados por "rebelión, sedición
y asonada" y delitos conexos, con excepción del secuestro, la extorsión o "el
homicidio fuera de combate". Durante el proceso de organización y funcionamiento
de las mesas preparatorias al diálogo nacional, comandantes de los movimientos
guerrilleros (entre ellos el vocero y negociador del EPL, Oscar William Calvo)
cayeron asesinados. La respuesta del M-19 fue el asalto del Palacio de Justicia,
el 6 de noviembre de 1985, que terminó en un baño de sangre al ser retomado
por las fuerzas militares.
Entre 1990 y 1991 diversos procesos de negociación condujeron a los pactos de
paz con cuatro grupos de guerrilla: el M-19, el EPL, el Partido Revolucionario
de los Trabajadores (PRT) y el Movimiento Armado "Quintín Lame" (MAQL). Dichos
pactos contribuyeron a fortalecer la iniciativa de convocatoria de la Asamblea
Nacional Constituyente, que en 1991 redactó y adoptó la nueva Constitución Política
del país. Como se sabe, la Carta de 1991 creó nuevas instancias de participación
local y de protección de los derechos fundamentales. Así mismo representó un
avance en cuanto a la adopción de valores democráticos y pluralistas. El dinamismo
que este movimiento de renovación constitucional generó en sus primeros años
ha venido siendo obstaculizado por intentos de contrarreforma y de eliminación
de los mecanismos establecidos.
Los pactos de paz de 1990 y 1991 tuvieron como marco jurídico la Ley 77 de 1989
y el decreto 213 que establecieron las condiciones para el indulto y la cesación
de procesos de los integrantes de los grupos guerrilleros, y al mismo tiempo,
consignaron dos restricciones esenciales para el otorgamiento de dichos beneficios:
que existiera conexidad con el delito de rebelión y, además, que se excluyera
de las medidas de gracia a quienes hubiesen cometido delitos atroces, como los
homicidios fuera de combate o el terrorismo, así ellos tuviesen intencionalidad
política. La firma de los pactos de paz y la adopción de las medidas de indulto
no impidieron, sin embargo, que varios líderes del M-19 -entre ellos su dirigente
máximo, Carlos Pizarro- fueran asesinados por grupos paramilitares o por agentes
estatales.
En fin, el 9 de abril de 1994, el gobierno del presidente César Gaviria y la
dirección de la Corriente de Renovación Socialista (CRS) firmaron el Acuerdo
Político para la Convivencia Ciudadana. En este mismo período se desmovilizaron
también tres agrupaciones de milicias populares de Medellín y el frente "Francisco
Garnica" del EPL. Fruto de tal acuerdo de paz fue la creación de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos (decreto 1533 de 1994), que sirvió de escenario
para la elaboración de políticas y propuestas en materia de libertades públicas,
y que contribuyó igualmente a estimular el debate en torno al respeto de las
normas del derecho internacional humanitario. Para este proceso también fueron
expedidos beneficios jurídicos a través de las leyes 40 y 104 de 1993. En este
caso se subrayó una de las condiciones de exclusión legal para el indulto, pues
los instrumentos legislativos en cuestión estipularon que en ningún caso se
beneficiarían de amnistía o indulto "los autores o coparticipes del delito de
secuestro"; hecho que ratifica la tendencia progresiva a hacer más restrictivos
los beneficios generales. En esta ocasión también varios voceros y líderes de
la CRS fueron asesinados en el transcurso del proceso de negociación y de desmovilización
de su organización armada.
Como puede observarse, los indultos y demás beneficios jurídicos que han sido
concedidos a los grupos armados de oposición se han fundamentado en la figura
del delito político, que era reconocida ya desde el siglo XIX, primero como
parte del derecho consuetudinario y luego como norma del derecho positivo. Bajo
esta definición son cobijados los actos punibles que entrañan un ataque o levantamiento
armado contra la organización política del Estado (rebelión, sedición, asonada)
y aquellos otros que les son conexos. La rebelión se tipifica como intentar
derrocar al gobierno, mientras la sedición como impedir, con las armas, que
el Estado funcione libremente. En los delitos políticos incurren quienes se
oponen al ordenamiento institucional vigente por medio de un alzamiento en armas
para combatirlo. El reconocimiento de los rebeldes implica que el Estado puede
entablar con ellos negociaciones y pactar medidas que conduzcan a poner punto
final al conflicto armado. Sin embargo, a lo largo de la historia contemporánea
en los procesos de paz se han venido introduciendo, de manera creciente, restricciones
a las amnistías generales, que aluden a la situación de quienes han cometido
actos atroces, homicidios contra personas fuera de combate, etc. Esta tendencia
corresponde a la adopción también progresiva de los estándares internacionales
en materia del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho humanitario.
De otra parte, ¿qué tratamiento se ha dado al fenómeno de las cuadrillas o bandas
paramilitares, y a la responsabilidad de los agentes estatales con el fin de
otorgarles beneficios jurídicos?
En el caso de las medidas que fueron adoptadas en la década de los años cincuenta,
los crímenes indultados fueron tipificados como aquellos perpetrados en la "defensa
de las autoridades", y como "extralimitaciones en la defensa del Gobierno".
Los indultos fueron concedidos a "los particulares, los funcionarios o empleados
públicos, los militares y los grupos organizados y comandados bajo la dependencia
de jefes" . En el ya mencionado decreto 1823 del 13 de junio de 1954 se señala
que la amnistía incluye a los particulares "que se extralimitaron en el apoyo
o adhesión al Estado", esto es, las bandas paramilitares. La medida también
incluyó beneficios jurídicos para los militares y el reconocimiento de sus grados
cuando habían sido privados de ellos. A través de esas disposiciones se frustró
la posibilidad de esclarecer y sancionar el conjunto de crímenes masivos y los
desplazamientos de la población llevados a cabo desde 1946, y las atrocidades
cometidas por las fuerzas armadas y las bandas paramilitares durante el exterminio
del movimiento gaitanista -incluyendo los acontecimientos del 9 de abril de
1948.
Hacia comienzos de los noventa, durante el gobierno del presidente César Gaviria,
se anunciaron igualmente "desmovilizaciones de autodefensas" en Puerto Boyacá,
en Córdoba y Urabá. En un acuerdo del 1 de marzo de 1992, como parte de las
negociaciones con el EPL, el jefe paramilitar Fidel Castaño ofreció entregar
algunas de sus armas cuando desapareciera la organización guerrillera. La organización
de derechos humanos Human Rights Watch ha recordado que : "A través de la Fundación
por la Paz de Córdoba (FUNPAZCOR), administrada por la familia Castaño, los
hermanos suministraron al Gobierno tierras y compensaciones económicas por valor
de millones de dólares que fueran utilizadas para establecer pequeños negocios,
fincas, redes comerciales, escuelas y programas de formación para los ex guerrilleros.
FUNPAZCOR es un modelo de programa de 'reinserción social' que se asemeja considerablemente
al sistema contemplado en el proyecto de ley respaldado por el gobierno de Uribe.
Sin embargo, FUNPAZCOR también ha sido objeto de investigaciones del Gobierno
por ser un mecanismo utilizado por las fuerzas paramilitares ilegales para recaudar
dinero y sufragar sus actividades, salarios, suministros y armas. En 2001, un
miembro de la junta directiva y empleado de FUNPAZCOR fue acusado por la Fiscalía
General de financiar a grupos paramilitares que cometían violaciones de los
derechos humanos (...) Este programa no sólo no llevó ante la justicia a los
responsables de crímenes contra la humanidad, sino que fracasó totalmente en
su objetivo de garantizar la paz y desmovilizar a los paramilitares. Carlos
Castaño reorganizó a los Tangüeros en 1993, esta vez bajo el nombre de las Autodefensa
Unidas de Córdoba y Urabá (ACCU). Muchos de sus combatientes eran ex guerrilleros
del EPL".
Tanto en el caso de la impunidad de los años cincuenta, como en el de las desmovilizaciones
anunciadas en los noventa, la constante ha sido la readaptación ampliada del
fenómeno paramilitar. Nótese que la expedición de las medidas generales de amnistía,
a las que se ha hecho referencia previa (1954, 1958, 1960), fueron seguidas
por la expedición en 1965 del decreto 3398 que facultó al Ministerio de Defensa
para armar civiles en tiempos de paz y de guerra. En 1968, la ley 48 convirtió
ese decreto en legislación permanente, autorizando al Ejecutivo a crear patrullas
civiles por decreto y al Ministerio de Defensa a suministrarles armas de uso
privativo de las Fuerzas Armadas. Nótese igualmente que la anunciada desmovilización
de comienzos de los años noventa es la antesala del proyecto de creación y puesta
en funcionamiento de las llamadas cooperativas de seguridad "Convivir" (1994).
En síntesis: los procesos de impunidad o de anunciada desmovilización de los
grupos paramilitares han sido, en realidad, cambios de modalidad de organización
en los cuales se ha pasado de las bandas o escuadrones a la creación de milicias
o patrullas (bajo la forma de cuerpos civiles armados) hasta llegar a la constitución
de un ejército de paramilitares.
C. El proceso actual de impunidad de los crímenes cometidos por los grupos paramilitares
en Colombia.
La readaptación del fenómeno paramilitar a través de amnistías generales o de
supuestas desmovilizaciones es, en consecuencia, una vieja estrategia. Ella
obedece a las exigencias progresivas que va creando la extensión e intensificación
del conflicto social, tratado exclusivamente por vías coercitivas, pero además
a la dinámica de descomposición inexorable de las organizaciones criminales
paralegales. Lo nuevo es que en esta oportunidad se le quiere dar a esta readaptación
el carácter de un proceso de negociación política tendiente a la obtención de
la paz. Sin embargo, las críticas hechas a esta caracterización han mostrado
que difícilmente éste podría ser acreditado como un proceso de búsqueda de un
acuerdo político entre partes enfrentadas en un conflicto armado. Ante estas
críticas, el Gobierno ha tenido que asumir posiciones incongruentes y en extremo
contradictorias: por una parte reconocer que las AUC no tienen el carácter de
un grupo armado con estatus político, por otra insistir en tratar sus delitos
y exigencias dándoles esa categoría. De esta forma, a pesar de su esfuerzo por
presentar este proceso como una negociación de paz, el propio Poder Ejecutivo
tuvo que hacer un reconocimiento de la ausencia de carácter político del proceso,
cuando sometió a reforma el cuadro legislativo de los diálogos.
Presentar la remodelación de alianzas con los grupos paramilitares como otro
más de los procesos de negociación del conflicto armado trae consecuencias que
deben ser bien sopesadas. En una negociación, en la que se plantea si los paramilitares
han de beneficiarse de medidas de perdón, la responsabilidad estatal queda eludida
de facto, pues el Estado y sus agentes no son interpelados por crímenes que
habría cometido autónomamente la "contraparte de la negociación". Igual cosa
ocurre con la responsabilidad de quienes han gestado y planificado el proyecto
paramilitar, que también desaparece de la escena al concentrar el debate acerca
de los beneficios jurídicos para los paramilitares. Así mismo, al presentarse
públicamente como un sujeto de negociación, los grupos paramilitares obtienen
la posibilidad de hacer exigencias de todo orden: entrar a participar abiertamente
en el sistema del clientelismo utilizando su poder coercitivo y económico; legalizar
sus activos fraudulentamente adquiridos y, en especial, las tierras y territorios
"conquistados"; legitimar socialmente su fuerte componente narcotraficante;
mantener y ampliar el control territorial con la cobertura que les brinda su
nueva condición legal, etc.
Desde este marco de legitimación el Gobierno ha probado varios caminos para
ganar un consenso nacional e internacional en torno a mecanismos y disposiciones
de impunidad normativa o fáctica. El objetivo esencial es que en este caso se
presente una denegación de justicia que en sí misma sea disimulada, o cuyos
efectos puedan ser mostrados como "tolerables" a los ojos de la opinión pública
a cambio del beneficio mayor de la paz con una parte de los grupos violentos.
El Gobierno planteó el tema de la amnistía general de los paramilitares argumentando
que esos delitos eran de carácter político, y concretamente, el delito de sedición,
pues con su accionar estos grupos estarían "impidiendo el normal funcionamiento"
del Estado. Calificando de sediciosos a los paramilitares, el Gobierno busca
otorgar amnistías generalizadas e incondicionales a todo aquel que demuestre
su condición de miembro de las AUC o de las otras organizaciones paramilitares
incorporadas al proceso. De hecho lo ha venido haciendo de manera cada vez más
acelerada y masiva empleando para ello las disposiciones contempladas en el
decreto 128 de 2003, que facultan al Comité de Dejación de las Armas (CODA)
para otorgar perdón por "delitos políticos y conexos", con total discrecionalidad
y sin ninguna clase de control judicial. La creación de un procedimiento, que
de hecho funciona secretamente, garantizará que la mayoría de los miembros de
los grupos paramilitares, que debido a las limitaciones del sistema judicial
no han sido investigados penalmente, o cuyos delitos puedan ser homologados
a "actos de sedición", dispondrán de un camino expeditivo para obtener la amnistía
o el indulto sin que los órganos de investigación o de justicia ni las víctimas
y sus representantes legales estén en la posibilidad de intervenir.
Como se demostró en la sección anterior, a pesar de que la perpetración de crímenes
en alianza o en nombre del Estado ha intentado en el pasado ser homologada a
los delitos políticos, la adopción de los tratados internacionales de derechos
humanos y de derecho humanitario ha delimitado claramente el campo de interpretación
de estos actos y conductas en tanto que aspectos del uso arbitrario de la fuerza
por parte del propio poder estatal, o en tanto que crímenes de guerra y de lesa
humanidad. Homologar los delitos políticos a actos arbitrarios que ha cometido
el poder estatal, en este caso utilizando estructuras paralegales, plantearía
una involución con respecto al derecho internacional y a la normatividad contenida
en el Código Penal colombiano. Esa homologación crearía por añadidura la posibilidad
de que el Estado otorgue amnistías y perdones en casos en los que se encuentra
seriamente comprometida su propia responsabilidad, y permitiría que la tipificación
de los delitos políticos quede totalmente desvirtuada al ser identificados éstos
incluso con delitos comunes, tales como los relacionados con el narcotráfico.
El problema mayor, no obstante, lo ha encontrado el Gobierno para establecer
las modalidades de impunidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos
por los paramilitares, que como se sabe en la última década han sido identificados
como los presuntos autores de la mayoría de masacres, "desapariciones" forzadas,
desplazamientos y actos de tortura contra civiles. Para justificar la cesación
de los procesos judiciales y las excarcelaciones -en los pocos casos en que
ello se ha logrado-, el Gobierno ha apelado a un peculiar concepto de justicia,
el termino demagógico de "alternatividad penal", que ha plasmado en un proyecto
de ley, presentado en agosto de 2003 al Congreso de la República.
En el plano internacional, el planteamiento del problema de la denegación de
procedimientos de justicia y esclarecimiento público para sancionar debidamente
las responsabilidades de los crímenes atroces ha evolucionado considerablemente
en las últimas décadas. En América Latina durante los años ochenta y el comienzo
de los noventa, es decir, cuando se comenzó a debatir la cuestión de la justicia
o el perdón para los crímenes cometidos bajo las dictaduras militares, o en
el contexto de las guerras centroamericanas, primaron las leyes y acuerdos de
"punto final". Las amnistías incondicionales permitieron que los autores de
graves violaciones gozarán de libertad y que pudieran seguir ejerciendo funciones
en el poder público. Esa situación tiende paulatinamente a hacerse problemática
con el fortalecimiento del sistema regional de protección de derechos humanos,
el desarrollo del principio de competencia universal de la justicia de los crímenes
contra la humanidad, la ampliación de competencias de las comisiones extrajudiciales
de esclarecimiento, y la configuración de instancias de justicia penal internacional
a través de tribunales ad hoc y de la Corte Penal Internacional. Además, la
opinión pública ha sido sensibilizada por la labor de las organizaciones de
las víctimas, del movimiento internacional de derechos humanos y de sectores
de la Iglesia comprometidos con la búsqueda de justicia y la superación de la
violencia.
En síntesis: si en un pasado reciente fue posible que las estrategias de impunidad
se abrieran paso con la fórmula escueta de perdón y olvido, tales salidas se
han ido haciendo menos funcionales en un contexto internacional que brinda múltiples
mecanismos de acceso a la justicia, la reparación y el esclarecimiento público.
De ahí que las nuevas estrategias de impunidad apelen a la defensa de medidas
minimalistas de verdad, justicia y reparación en aras a la reconciliación. La
descontextualización de procesos de solución de conflictos armados específicos
o de salida de conflictos sociales marcados por situaciones de discriminación
racial -como el apartheid- ha permitido que una interpretación particular de
la "justicia transicional" sirva para respaldar iniciativas en las que la impunidad
se encubre con simulacros de justicia y reparación.
Los procedimientos transicionales, aplicados en países como Sudáfrica, han sido
formas de reconocimiento y sanción social que han involucrado activamente a
toda la sociedad, y no actos colectivos de negación del pasado. En ellos los
victimarios han comparecido ante instancias oficiales y han tenido que rendir
cuentas sobre sus actuaciones. En determinados casos, como el de Ruanda, han
funcionado paralelamente diversos niveles y procedimientos de justicia y esclarecimiento:
al lado de una comisión de verdad y de los tribunales de justicia popular (gacaca),
la justicia institucional ha reconocido y sancionado los crímenes por medio
de un tribunal internacional ad hoc.
A pesar de las limitaciones de la justicia transicional, no es cierta la interpretación
que la muestra como una especie de impunidad disimulada y como un acto de perdón
incondicional de las formas extremas de violencia.
El discurso oficial en Colombia ha recurrido precisamente a una interpretación
de esta clase para defender sus medidas de "justicia alternativa". En aras a
disminuir supuestamente la violencia del conflicto armado, las víctimas y la
sociedad tendrían que aceptar actos meramente formales de sanción, e incluso
contribuir a costear una especie de "reparación integral" de los autores de
los crímenes brutales. Para ello el Gobierno ha procurado sustentar su proyecto
de ley, invocando una analogía reductiva y descontextualizada del Acuerdo del
Viernes Santo, suscrito en 1998 entre los gobiernos del Reino Unido y de Irlanda
del Norte. Pero si bien intenta sustentarse en una tradición internacional,
lo cierto es que la posición del Gobierno desconoce los fundamentos de los derechos
de verdad, justicia y reparación consagrados precisamente por el propio derecho
internacional. Como lo señaló en su intervención ante el Senado República el
director de la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas
para los Derechos Humanos, Michael Frühling, el proyecto de ley "no pone de
manifiesto las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos, a las
cuales no hace referencia alguna ni en su articulado ni en su exposición de
motivos".
El proyecto de ley, severamente criticado por todas las grandes instancias nacionales
e internacionales de protección de derechos humanos, permite además que los
autores de crímenes masivos y sistemáticos se libren de la justicia con irrisorias
"penas alternativas" que no responden al principio de justa retribución y proporcionalidad
de las sanciones. Adicionalmente, las confesiones que de "buena voluntad" (es
decir, sin que medie acción alguna de control ni investigación adicional a los
procesos ya existentes en el endeble sistema judicial colombiano) hagan los
paramilitares serían considerados como criterio para otorgar beneficios jurídicos,
y condición suficiente para satisfacer las exigencias planteadas por el derecho
a saber que tienen las víctimas a la luz de los instrumentos internacionales.
No obstante, según el Gobierno el punto fuerte del proyecto de ley son las acciones
de "justicia retributiva", pues en este aspecto la propuesta legislativa "va
más lejos que la legislación actual en lo que tiene que ver con la reparación
de las víctimas". Desde el punto de vista de la Oficina del Alto Comisionado
de Naciones Unidas, por el contrario, el proyecto de ley: "Establece como mecanismos
de reparación acciones que no retribuyen o indemnizan adecuadamente a las víctimas;
no adopta medidas para impedir que los victimarios se beneficien con la suspensión
de la pena sin que las víctimas hayan recibido efectiva reparación; no reconoce
claramente la obligación del Estado en materia de reparación cuando ésta no
es satisfecha por el responsable directo de los crímenes".
La impunidad normativa se complementa con todo un cronograma de acciones que
terminarían por crear un estado de impunidad de hecho. La estrategia de la "desmovilización",
a la vez parcial y ficticia, de los frentes y bloques paramilitares, que ha
comenzado oficialmente el 25 de noviembre de 2003, persigue, entre otros objetivos,
ir constituyendo una situación de legalización irreversible en la que los expedientes
de los desmovilizados quedarían libres de todo seguimiento judicial. Ante la
oposición generada por las disposiciones del Gobierno, se ha optado por abrirle
el paso a un aplazamiento indefinido de la discusión sobre los temas de verdad,
justicia y reparación, que serían tratados solo en el "posconflicto". El carácter
secreto y discrecional de todos estos procedimientos garantizaría que la legalización
y amnistía de los paramilitares se vaya imponiendo como un hecho consumado y
como parte de los pasos necesarios dentro de la "negociación". Esta legalización
servirá para ir consolidando el control territorial y para reclamar un reforzamiento
de la presencia de la Fuerza Pública para proteger a los paramilitares. Incluso
ha sido utilizada como excusa para pedir que se implique a la población en las
labores de protección de los "desmovilizados" o para que se refuercen las redes
ciudadanas de seguridad, que no es nada diferente que las "cooperativas de seguridad
ciudadana", o en otras palabras, nuevas formas de reeditar las estructuras paramilitares.
De esta forma, se cierra de nuevo el círculo vicioso de la ilegalidad paraestatal
. El anunciado proceso de "negociación" y "desmovilización" de los paramilitares
no es entonces un paso adelante para salir de la violencia. Su naturaleza es
más bien la de una transacción para renovar un pacto de lealtades recíprocas
entre los grupos paramilitares y los sectores que los han sostenido tradicionalmente,
y que hoy tienen una posición hegemónica en el sistema político. Esa transacción
busca perpetuar en el tiempo la alianza del poder estatal con el paramilitarismo
corporativo por medio de una remodelación que permita a los estamentos comprometidos
con él, contar con un dispositivo, a la vez legal e ilegal, para ejercer el
control social. Sus auténticos móviles no son la paz ni la disminución de la
violencia, sino factores de conveniencia y a la vez de beneficio recíproco.
Las medidas de indulto y amnistía son en efecto necesarias en el momento en
el que se negocia un acuerdo político de paz. Esa posibilidad está contenida
en algunos de los instrumentos internacionales del derecho humanitario. Pero
el límite de tales medidas especiales está también claramente consignado en
la tradición del derecho internacional: que se trate de un auténtico proceso
de paz, que los autores de crímenes atroces y de violaciones graves sean excluidos
de esos beneficios, que se respete el derecho fundamental de las víctimas y
la sociedad a obtener verdad, justicia y reparación.
Los procesos de esclarecimiento público y de justicia con relación a las atrocidades
cometidas en situaciones de violencia extrema son en efecto procesos catárticos
y de reconciliación colectiva. Pero ante todo, ellos encarnan procedimientos
y actos en los que la sociedad se democratiza a través del debate público, del
funcionamiento eficiente de la justicia y de la creación de instancias de participación
para el espectro de comunidades y estamentos sociales que ha sido marginado
y agredido. En Colombia es imperativo un gran debate nacional que permita que
las víctimas, las comunidades, los sectores agredidos, las organizaciones diezmadas
participen ampliamente en la elaboración de las propuestas conducentes a la
superación de la violencia. Así mismo, se requiere impulsar medidas que prevean
los recursos necesarios para garantizar el fortalecimiento, el correcto funcionamiento
y la imparcialidad de los operadores de justicia; así como una incorporación
activa a los mecanismos del derecho penal internacional. Finalmente, se hace
necesario inscribir el trabajo de reparación de las víctimas en las dinámicas
de las transformaciones que precisa la sociedad colombiana en el proceso de
su democratización política, económica y social.