Latinoamérica
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25 de enero del 2004
Bolivia: Conflicto marítimo y chauvinismo
Víctor Montoya
En la escuela primaria aprendí
los nombres y las hazañas de los "héroes de la patria", entre ellos,
la de Eduardo Abaroa, quien, el 23 de marzo de 1879, combatió junto a otros
voluntarios armados con 18 fusiles anticuados, 900 cápsulas de munición, 15
escopetas, 31 lanzas, 10 espadas y algunas pistolas, contra las tropas
invasoras del ejército chileno, que tenían la misión de apoderarse, entre
redobles de tambor y voces marciales, del litoral boliviano; de esas costas
ricas en guano y salitre.
Fue en esa guerra en la que la hija predilecta del libertador Simón Bolívar
perdió su salida al mar, mientras los voluntarios, casi indefensos, entregaron
su vida ante el cañón enemigo. De modo que los profesores, más por un acto de
patriotismo que por transmitir las causas y consecuencias de una guerra
injusta, se encargaron de inculcarnos la idea de que los chilenos nos
arrebataron el litoral por ser hijos de tal y, como si fuera poco, nos
obligaron a desfilar cada 23 de marzo como un ejército de marineros sin mar,
dispuestos a recobrar lo que un día fue nuestro.
Así como nos enseñaban a entonar el himno nacional y a respetar los emblemas
patrios, también nos enseñaban el legado de Eduardo Abaroa, quien, fusil en
mano, peleó denodadamente contra los "rotos", hasta que una descarga
de fusilería le hirió en el cuello y lo tumbó boca arriba; circunstancia en la
que un comandante de la tropa chilena le intimó: "¡Ríndase, boliviano!".
A lo que Abaroa, antes de morir sobre el puente Topáter, contestó:
"¿Rendirme yo?... ¡Qué se rinda su abuela, carajo!". Histórico
apóstrofe que los alumnos aprendimos a repetir de memoria.
Recuerdo que cada día, al término de las clases, salíamos a la calle agarrados
de las manos y marchando como soldaditos de plomo. Al llegar a la esquina de la
escuela, donde empezaba la plaza del pueblo, el profesor ordenaba romper filas.
Entonces nosotros, saltando de júbilo, gritábamos al unísono: "¡Viva
Bolivia libre! ¡Mueran los rotos chilenos!". Es decir, nuestro chauvinismo
iba creciendo con nosotros, dentro de nosotros, y nuestro antichilenismo lo
teníamos calado hasta los tuétanos, como si el tema de la mediterraneidad
boliviana formara parte de la educación retrógrada que se impartía a los niños.
Cuando ingresé a la escuela secundaria, desperté de esa pesadilla chauvinista,
que destrozó la mente de tantos jóvenes que acabaron legitimando el patriotismo
como la única y mejor carta de identidad. Milité en una organización que
enarbolaba las banderas del internacionalismo y me vi envuelto en una ola de
agitación política que condenaba las atrocidades cometidas por la dictadura
militar de Hugo Banzer, quien hizo de la reivindicación marítima uno de los
objetivos centrales de su gobierno. Los oficialistas manejaron el lema de
"Mar a como de lugar" y cultivaron el patriotismo en el seno de las
masas, intentando desviarlas en su lucha de liberación.
El 8 de febrero de 1975, al filo de conmemorarse el sesquicentenario de la República,
Banzer invitó a Augusto Pinochet a retomar el diálogo. Los dictadores, al son
de aplausos y discursos solemnes, se dieron la mano y se abrazaron en las
gélidas pampas de Charaña. El convenio estaba hecho: Chile ofreció a Bolivia un
angosto corredor marítimo a cambio de una compensación territorial. No pasó
mucho tiempo y las palabras de compromiso se las llevó el viento. Bolivia
permaneció enclaustrada y sumida en la pobreza, mientras los desposeídos
seguían su lucha contra la dictadura militar, convencidos de que la solución
del problema marítimo estaba en manos del pueblo y no de los dictadores.
La ola de agitación social acabó arrojándome a la prisión y mostrándome con más
nítidamente la otra cara de la medalla, la del dictador que violó los Derechos
Humanos, torturó y asesinó a sus adversarios a nombre del patriotismo y la
defensa de la soberanía nacional.
Estando en las mazmorras de la dictadura conocí a dos compañeros chilenos,
quienes, luego de huir de la represión que asolaba su país, fueron a dar en las
mismas celdas de quienes compartíamos el sueño de vivir algún día en una gran
patria latinoamericana. Ellos me enseñaron que la mayoría de los chilenos, que
abrazaban las mismas esperanzas de justicia social que los bolivianos, estaban
de acuerdo en que se nos permitiese acceder al mar sin necesidad de
cambalaches, porque, al fin y al cabo, no fueron ellos quienes trazaron las
fronteras nacionales y decidieron la geopolítica de dos países enemistados por
el litoral.
Encontrándome en el exilio, y viviendo en un campamento de refugiados
latinoamericanos, comprendí plenamente que el chauvinismo no valía la pena,
sobre todo, cuando habían tantos compañeros que compartían la misma lucha y el
mismo destierro, una experiencia que, en mi caso personal, contribuyó a que me
sienta más latinoamericano, así tenga el corazón de boliviano y los ideales de
quienes fueron, más que héroes nacionales, luchadores internacionalistas, y
para quienes el conflicto marítimo entre Chile y Bolivia hubiese sido, sin el menor
resquicio para la duda, sinónimo de una pelea entre hermanos enemigos,
disputándose un mar que nunca tuvo dueños, lejos de comprender que en la
integración latinoamericana está la fuerza para vencer al imperialismo y
despojarnos del absurdo y decantado chauvinismo.
Víctor Montoya es escritor boliviano, reside en Estocolmo.