Europa
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13 de marzo del 2004
Bagdad en Madrid
Santiago Alba Rico
Un año después de la invasión de Iraq, iba a ponerme a escribir sobre Bagdad y me encuentro, de pronto, escribiendo sobre Madrid. Madrid- Bagdad, Bagdad en Madrid, Madrid como Bagdad. Ambulancias más nuevas, hospitales mejor dotados, víctimas mejor vestidas, pero las mismas escenas: esa mano de sangre imparcial extendida sobre una ruina de miembros y esas miradas vacías coronando un cuerpo que se ha vuelto de pronto independiente -devuelto, de algún modo, a la especie. Ninguna epidemia -ni peste ni gripe española ni SIDA- ha tenido jamás el poder de la dinamita, esta fuerza que sincroniza la muerte de la multitud, mezcla sus rasgos y sus troncos y saca del mundo doscientos hombres de una sola paletada. Por encima de cierto grado de brutalidad todo se vuelve tan inmediata y homogeneamente físico, tan radicalmente metafísico, que lo único que podemos hacer es seguir fascinados la serie infinita de los números: 197,198, 199... Las bombas estadounidenses en Bagdad no hacen ninguna diferencia entre sus víctimas; las bombas de Al- Qaida en Madrid no hacen ninguna diferencia entre las suyas; las bombas de Bagdad y las bombas de Madrid han borrado durante algunas horas toda diferencia entre la capital de Iraq y la capital de España. Todos vivimos en el mismo mundo, unidos no por el afecto, la solidaridad, la ley o la razón, sino por un dolor internacional y un miedo mundial que se multiplica, como la hidra, con cada uno de los golpes. No hay muro, ejército, escudo anti-balístico, frontera, policía, CIA que pueda defendernos; nuestra riqueza, nuestras armas, nuestra televisión no pueden impedir que Madrid se convierta durante unas horas en Bagdad; y cualquiera que prometa calles más seguras, fronteras más seguras, vidas más seguras no sólo está mintiendo sino que amenaza aún más la seguridad general, al proponer medios que limitarán la libertad de todos y alimentarán la pasión imparable de los desesperados y los locos.
No somos todavía una humanidad, pero somos cada vez más una especie. Cuanto más aumenta la desproporción entre tecnología y justicia, entre lo que podemos hacer y lo que debemos ser, entre nuestra técnica y nuestras aspiraciones; cuanto más capaces somos de mejorar una máquina y menos de establecer un contrato, mas zoológica, más biológica, se vuelve nuestra vida. Es lógico que nos dejemos llevar en estos momentos por el dolor, la rabia o el miedo, tan igualadoras como la sangre de Bagdad y Madrid. Es abyectamente lógico también que el PP quiera sincopar estos sentimientos para ganar las elecciones, porque los gobiernos fascistas prefieron siempre manejar una especie que a un conjunto de ciudadanos. Las bombas de Bagdad y Madrid borran toda diferencia entre ambas ciudades, así como borran todas las diferencias entre sus victimas, así como borran también todas las diferencias entre los supervivientes, dominados ahora por la desesperación y la rabia. La tentación de ser una especie, de comportarse como especie, es muy grande. La tentación de dejarse deslizar alucinados por la pendiente de la metafísica, es casi irresistible. No sé si podemos imaginar a dónde se puede llegar por esa pendiente en un mundo que combina cada vez más la perfección tecnológica, incontrolable para cualquier gobierno, y la impostura ética y política, contra la que nada pueden los ciudadanos. La "indiferencia" es lo propio de las especies; mientras que lo propio de la razón es mantener, conservar, reconstruir permanentemente todas las diferencias. Tras la insistencia inicial en la autoría de ETA y a medida en que esta hipótesis se hacía más insostenible, Aznar pasó más bien a insistir en que no importaba quién estuviese detrás, en que no era el momento de "pensar" sino de solidarizarse con las víctimas. Las bombas de Al-Qaida y las mentiras de Aznar buscan por igual suprimir las diferencias que son inseparables del hecho de pensar y por eso nuestra obligación con las víctimas es justamente la de pensar contra esta peligrosísima "indiferencia". Que durante unas horas Bagdad y Madrid sean, de pronto, la misma ciudad demuestra que no hay ningún procedimiento técnico de mantenerlas separadas; demuestra también que nadie es lo suficientemente inocente -ni siquiera con arreglo a nuestra categorías más bien etnocéntristas- como para estar a salvo. No acabábamos de creernos que el PP nos había metido en una guerra o seguíamos interpretando sus horrores en formato televisivo: algo que ocurre siempre en otra parte y que mata a otras personas. Ahora es el momento de pensar, antes de que sea demasiado tarde. Lo que tenemos que comprender, contra la tentación de la metafísica, es que Bush, Blair y Aznar -y sus borrosos replicantes asesinos- nos han metido en política. Estamos metidos en política, lo queramos o no. Tenemos que meternos en política. Una política que ya no es sólo de partidos o instituciones, que no tiene que ver solamente con la gestión de un espacio público cada vez más reducido sino que alarga su sombra hasta la raíz misma de la vida. Durante muchos años hemos podido creer en España y en Europa que se podían traer hijos al mundo, calentar la sopa y acariciar a un gato al margen de la política. La ilusión se ha acabado. Allí donde todas las diferencias han sido borradas de hecho (cuerpo/máquina, guerra/paz, civil/militar, inocente/culpable) incluso nuestro vaso de vino y nuestra sábana blanca deben ser conquistados políticamente. Allí donde tecnología y tiranía (y su reverso terrorista) conducen peldaño a peldaño al Holocausto y/o la barbarie, para conservar el pan y la dignidad, el aire, los ríos y las montañas, la sumarísima compasión y su gemela la risa, la felicidad de otra piel y la banalidad comunitaria del lenguaje, hay que hacer política. Ningún muro, ningún ejército, ningún escudo anti- balístico, ninguna frontera, ninguna policía, ningún servicio secreto puede ya protegernos. La política no es ya la disciplina especializada para la constitución de un gobierno; es la necesidad universal de la re- constitución de la idea misma de contrato. Se trata menos de establecer un régimen de libertades que de re-establecer la forma misma de la Humanidad.
Millones de personas salieron ayer a las calles en toda España para expresar su horror ante la masacre de Madrid. Hace ahora un año millones de personas salieron también para protestar contra las inminentes masacres de la guerra contra Iraq; muchos de ellos murieron ayer despedazados en un pacífico tren y los que les hemos sobrevivido sabemos que esa guerra, aparte de injusta e ilegal, nos puede costar la vida; y sabemos que perderla sólo servirá para multiplicar indefinidamente la injusticia y nutrir todas las indiferencias primitivas y metafísicas de un horror sin fin. Los millones de madrileños que se concentrarom ayer en el centro de Madrid no conmoverán a Al-Qaida como los millones de madrileños que se concentraron hace un año no conmovieron a Aznar. El comunicado de la brigada Al-Hafs, responsable de la matanza, dice no sentir compasión por los estudiantes, obreros e inmigrantes que encontraron la muerte en un racimo mientras pensaban, uno por uno, en el pecho de su novia o en el sabor del café, del mismo modo que Aznar nos ha hecho saber, con cada una de sus decisiones y cada una de sus declaraciones, que no siente ninguna compasión por los niños, mujeres y ancianos reventados o mutilados en Bagdad. ¿Habrá que creer ahora que se apiada de las víctimas que le pidieron que no metiera a España en la guerra de EEUU? ¿Habrá que creer en la sinceridad de sus manifestaciones de duelo y de repulsa? ¿Habrá que reconocerle el derecho a llorar a nuestros hermanos? De las muchas cosas de las que hay que acusar al PP no es la más pequeña ésta de que no podamos sentir compasión por nuestros muertos sin sentir también una pizca de asco; de que no podamos solidarizarnos con sus familias sin tener que tocar el tubérculo de una abyección moral y el divieso de una perversión política. Manipular información es a veces manipular cadáveres, el manoseo indecente de la necrofilia que aúpa su autoridad sobre los muertos de Bagdad y sobre los muertos de Madrid. En estas circunstancias, en vísperas de las elecciones, engañar premeditadamente a los españoles sobre la autoría de la matanza, no es un caso más, entre otros, de bajeza electoralista. Es, en el mejor de los casos, un "fraude moral", como lo ha descrito Carod-Rovira; o, más exactamente, un "golpe de Estado táctico", como lo ha definido Ramón Pérez-Almodóvar. La mayor parte de los medios de comunicación, políticos e intelectuales de este desdichado país prefieren cerrar los ojos y creer, como los social-demócratas y sindicalistas alemanes en 1933, que la victoria del PP forma parte de la normalidad democrática. Mañana puede ser demasiado tarde. Desde hace veinticinco años, nos hemos venido acostumbrando los españoles a que nuestro voto no decida nada; por primera vez, sin embargo, puede impedir mucho. Votar al PP es votar al luto, al tanque, al hierro, a la corrupción moral, a la tortura y a la mentira. Votar al PP es votar contra la Humanidad. Si mañana vence en las elecciones, si venciera apoyándose en este colosal pucherazo espiritual, los que hemos hecho algo -por poco que sea, apenas pensar mal del gobierno o protestar contra la guerra- estaremos sometidos al arbitrio de un Estado policial; en cuanto a los que no han hecho nada -ni siquiera darse cuenta de que, lo quieran o no, están ya metidos en política-, ese Estado policial no podrá impedir que ni ellos ni ninguno de nosotros muramos en la próxima bomba de la próxima estación.