A mi amigo y compañero
Martín José Sanz Belarra,
capellán del Hospital del Niño Jesús,
una de las víctimas de la barbarie.
Escribo con el alma pegada en Irak y en Madrid. En Irak, sin poder quitarme de encima el infierno de aquella guerra que se avecinaba, tramada con deliberada arrogancia; en Madrid, reflejo lacerante hoy de aquel caos de bombas, heridos, muertos y ruinas interminables.
Fueron millones las gargantas, millones los corazones, millones las manos, millones las plumas que, unidas a la voz del Papa, se afanaban en detener la insensatez de aquella agresión militar, hecha porque sí, porque el imperio la necesitaba, y la decidía con los demás o sin los demás, con la ONU o contra ella. Nuestras pulilas pudieron contemplar miles de aviones marcando estelas en el cielo, lanzados con precisión matemática a objetivos de destrucción masiva: edificios, cuarteles, barrios, fábricas, gentes, todo calcinado en una espiral de fuego y humo. Pero, sin que al parecer hubiera dolor y lágrimas, sin ver las convulsiones de la gente, sin ver como lo hemos visto en Madrid, el horror de cuerpos reventados, de cabezas desfiguradas, de brazos y piernas destrozados, de miembros esparcidos, de seres humanos atrapados terminalmente en la red de una violencia despiadada. Gente normal, de la calle, trabajadora, desgarrada o acabada inmisericordemente.
Necesitamos comprender, necesitamos una explicación. Precisamente porque esta barbarie es inusitada y la rechazamos universalmente, sin fisuras. La muerte de inocentes es indigerible, no metabolizable mentalmente. Yo no puedo pensar que hay seres humanos que matan por matar, como si un instinto letal devorase sus entrañas. Cuando un ser humano mata, tiene sus motivos; cuando un ciudadano se sacrifica hasta el extremo de dar la vida, tienen sus motivos. Una muerte sin razón, sería absurda, negadora de la condición humana. Y nosotros no podemos vivir en el absurdo.
No me basta, pues, condenar la muerte producida por terrorismo. La barbarie de la Madrid la condenamos todos, sin remisión. Nada la puede justificar. Pero yo tengo que explicarme el por qué de esa barbarie, necesito una clave, una luz que me aclare ese antro abominable. De no ser así, me encuentro perdido, sin racionalidad humana posible, para valorar y para dirimir sobre lo bueno o lo malo, y se me acabaría el andar con sentido en la vida.
¿Por qué? ¿Por qué en Madrid? ¿Por qué de esa forma?
La convivencia humana, en este caso internacional, tiene un escenario, unos actores y un guión escrito de antemano, por quienes quieren controlar y dirigir esa convivencia. Las relaciones de unos pueblos con otros sabemos cómo son, sabemos quién ejerce de amo, de aliado o de esclavo. Sabemos que los que ejercen de amos se llaman imperios, y hoy el imperio número uno es Estados Unidos de la Administración Bush. Este imperio determinó, de acuerdo con sus intereses, invadir Irak, adueñarse de su petróleo, controlar la zona y establecer un nuevo régimen que le fuera adicto. Y esta determinación la revistió de grandilocuentes palabras: derrocar la tiranía de Sadam, devolver la democracia al pueblo, implantar los derechos humanos, impulsar la prosperidad y la paz. La determinación estaba tomada y se llevó a cabo con toda exhibición de armas y poder, con una superioridad apabullante, queriendo incluso justificarla con el aval de la ONU y del Consejo de Seguridad. ¡Imposible! Pero Bush sí que obtuvo la alianza y la sumisión incondicionales de los presidentes Blair y Aznar: Inglaterra y España..
Y la guerra se hizo, con una prepotencia insolente, dejando un reguero de sangre y destrucción, más de 30.000 muertos, sin que haya decrecido el dolor y la desesperación, y sin que la mayoría de nosotros, occidentales, hayamos percibido de cerca aquel infierno de ruinas y privaciones, de desolación y lágrimas. Quizás hoy, desde este Madrid en llanto, hemos podido comprender la barbarie, el espanto y la impotencia de un pueblo entero bombardeado, roto, agredido por todas las junturas de su existencia.
No esto sin aquello. Aquello fue contra Derecho, contra un clamor universal que detestaba la guerra, contra una ciudadanía mayoritaria alzada contra la guerra. Los "señores de la guerra" creyeron que, por poseer las mejores armas, eran dueños del mundo, de los pueblos, de las conciencias, de imponer su "orden y pax norteamericanos". No oyeron el clamor de la gente, ni les preocupó la tragedia de miles de vidas reventadas, de miles de familias quebrantadas, de miles de niños, mujeres y ancianos aterrorizados, de toda una sociedad desestructurada y vilipendiada.
No esto sin aquello. Esto es la consecuencia del dinero idolatrado, de la fuerza hecha ley, del derecho violado, de la vida despreciada, de un nivel de vida sacralizado, de toda una política imperialista que ignora el derecho internacional, la igualdad de las naciones y la colaboración recíproca en el respeto y diálogo.
No han pasado dos años. Y aquel pueblo, Irak, vive, no olvida, en sus carnes lleva clavados los garfios de la prepotencia y de la muerte, del desprecio, del cruento e interminable dolor. Ese pueblo no puede morir, no puede resignarse a ser un don nadie bajo la dictadura omnipotente de una nación extraña, no tiene tanto progreso ni tantas armas sofisticadas, pero tiene una voluntad indomable, una dignidad propia, que le hacen sobreponer a su individual vida la dignidad y sobrevivencia de su país. Y en eso es superior al imperio que lo circunda y somete.
No esto sin aquello. El gobierno español se fue solo a la guerra. Actuó de marioneta cómplice; justificó, colaboró y apoyó una guerra injusta e inmoral y se hizo responsable de tanta ruina, saqueo, dolor, muerte y humillación.
Golpeado hoy en su pueblo, ese Gobierno debe relacionar lo sucedido aquí con lo hecho allí. Nada hay sin causa, nada es fortuito. Y el dolor, la muerte y la humillación del pueblo de Irak no fue fortuita, sino fruto de una terrorismo de Estado, por más que ese Estado sea, o precisamente por serlo, el primero y más poderoso del mundo, secundado por otros.
Yo lloro, detesto, maldigo con todo mi corazón la salvajada de los atentado en Madrid; pero lloro, detesto y maldigo con igual fuerza la política salvaje del más fuerte y que se impuso con las bombas en Irak. Al fín y al cabo, no hay efectos sin causa, como no habría habido en Madrid atentados, si no hubiera habido políticas de invasión y dominio de Irak.
"Quien siembre vientos, cosecha tormentas". Me duele Madrid, y me duele quien abandera políticas de robo, destrucción y de muerte.