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Europa

3 de febrero del 2004

Dos españas y una sola patria

Santiago Alba Rico
Gara

El argumento preferido de los constitucionalistas españoles frente a las ambiciones soberanistas es la de que no puede haber motivos honrados o racionales para separarse de una Democracia, de manera -dicho sea de paso- que siempre se da por supuesto que una Democracia sí tiene motivos honrados y racionales para impedir por todos los medios la separación. España, se nos dice, ya no es una raza ni una tradición ni una lengua ni una historia ni un destino común ni -mucho menos- una lucha de clases; independientemente de lo que haya sido antes y de cómo haya llegado hasta aquí, hoy es sólo un "marco de libertades", un "esquema de convivencia", un contrato social destilado en la "formalidad democrática" que delimitan la Constitución y el Estado de Derecho. Así definida, "España" aparece no sólo como apetecible sino como irrenunciable. Aún más: descrita en estos términos, todo lo que no sea "España" es un disparate; fuera de o contra ella, todo es por fuerza txistu, RH, bucle melancólico o fanatismo totalitario. Pero si España es realmente "España", los políticos, periodistas e intelectuales españoles no deberían limitarse a criminalizar, perseguir, condenar y disuadir por todos los medios a los que quieren separarse; deberían igualmente criminalizar, perseguir, condenar y obligar a los que no quieren unirse. Si España es sólo "España", no querer ser español representa por fuerza una amenaza contra la Humanidad; querer serlo, por el contrario, es racionalmente ineludible, y "España", por tanto, debería proveer los medios para que todo el mundo que así lo quisiera formase parte de ella. ¿Por qué entonces "España" tolera la existencia de -por ejemplo- Francia? ¿Y por qué "España", en cambio, impide la entrada o expulsa a miles de inmigrantes que quieren ser más racionales, más humanos y más democráticos?

Si algo hemos aprendido a lo largo de los dos últimos siglos es que imperialismo y totalitarismo son dislates lógicos que pueden ponerse en marcha a partir de cualquier concepto: "raza", "bien" o incluso "democracia". En nombre de una "forma" se han cometido y cometen tantas atrocidades como se cometieron y cometen en nombre de la superioridad racial o de la verdad religiosa: Napoleón, la República francesa en Argelia o el neo-colonialismo estadounidense en Iraq son buena prueba de ello. Conviene, pues, no ponerse a delirar acerca de la forma "España" como lo hacen los ideólogos de Bush acerca de la forma "América". En este sentido, hay que admitir que los políticos, intelectuales y periodistas españoles conservan aún un poco de sentido común: aceptan que se puede ser otra cosa que "España". Se puede ser, por ejemplo, "Francia" u "Holanda" o incluso "Luxemburgo" sin menoscabo de la supervivencia de la Humanidad. Se puede querer ser inglés, alemán o japonés sin excluirse mediante ese acto de voluntad del ámbito de la racionalidad democrática. ¿Y vasco? Se admite que existan distintas formas de nombrar un "marco de libertades" o un "esquema de convivencia" o un "Estado de derecho"; existe la forma "Francia" y la forma "Gran Bretaña" y la forma "Bélgica". ¿Por qué no podría existir también la forma "Euskal-Herria"?

(Adviértase cuánto debe este tipo de argumentación al viejo principio aristotélico en virtud del cual hay "razas" naturalmente compatibles con la democracia y otras no. Con arreglo a este inconsciente ergotismo, un inglés puede no querer ser español y seguir siendo democrático; un vasco, no. En esta forma "racial" de tratar el independentismo hay, como se ve, al menos tanto racismo como en algunos de los puntos del programa de Sabino Arana).

Que haya distintas formas de nombrar los mismos principios democráticos tiene que ver con un problema sin resolver que de algún modo debilita el sentido y reduce el alcance del concepto mismo de Democracia, pero que ni los españoles ni los franceses parecen poner en discusión: me refiero a la muy estudiada contradicción de la Nación-Estado. En definitiva, la tolerancia de "España" frente a la existencia de "Francia" y su intolerancia frente a los inmigrantes que cruzan el Estrecho se explican de la misma manera: nacionalismo. En el primer caso se trata del nacionalismo francés, que tiene medios para defender las fronteras de Francia de una eventual expansión de la forma "España"; en el segundo caso del nacionalismo español, que tiene medios para defender España de la expansión de los que son sólo desnudamente "hombres". ¿Formas? Los constitucionalistas que reivindican un "marco" jurídico o un "contrato" llamado "España" pueden hacerlo porque, en realidad, están dando todo el tiempo por supuesta otra cosa que se llama España y que es, simultáneamente frente a Francia y contra los inmigrantes, todo lo contrario de una abstracción: un territorio. Por territorio entiendo, al mismo tiempo, una jurisdicción, unos recursos y una forma determinada de gestionarlos. España es, por así decirlo, el inconsciente de "España". Al contrario que "España", España no es el resultado de ninguna decisión democrática, ni respecto de sus fronteras ni respecto de su economía; al contrario que "España", España no es el acuerdo racional de 40 millones de internautas unidos en un espacio virtual. España es una porquería histórica muy concreta. Y de lo que se trata es de saber si es posible defender esa porquería y defender también un Estado de Derecho; si es factible defender España y defender al mismo tiempo "España"; o si es necesario más bien subvertir territorialmente España -su economía y sus fronteras- para que exista finalmente "España" (preferiblemente también con otro nombre).

Recuerdo que Fernando Savater escribía en Contra las patrias que España, como todas las otras naciones, era el resultado de muchas violencias históricas, pero que lo que importaba es que finalmente se había convertido en "España"; es decir, en lo contrario de una patria: en un Estado de Derecho. La frase es filosóficamente impecable, pero lamentablemente inaplicable a nuestra situación. No voy a entrar a discutir si España se hizo con tanta violencia como todas las otras naciones o con un poquito más y un poco más repugnante; ni si es la misma violencia la de la resistencia que la de la ocupación. Lo que me parece discutible es la afirmación de que no importa el camino y de que vale la pena el resultado. No importa el camino si a nadie le importa el camino, pues si a alguien - a muchos- les sigue importando el camino es que el camino aún no ha terminado o -lo que es lo mismo- que el resultado aún no vale la pena. Por lo demás, desdeñar o ignorar el proceso -por muy injusto que sea- a la luz de un resultado significa juzgar los medios a partir de los fines (o los finales) y autoriza paradójicamente a volver a usar los mismos medios para obtener un resultado parecido. ¿Seguir empleando la violencia-España para reproducir el resultado-"España"? ¿O considerar legítima la violencia-Euskal-Herria para alcanzar el resultado-"Euskal-Herria"? Naturalmente no es esto lo que Savater y los otros constitucionalistas quieren decir; ellos condenan sinceramente la violencia y consideran, por tanto, que hoy no puede ya constituirse una nación porque eso implica necesariamente el uso de la violencia. Hay que aceptar, pues, las naciones ya existentes, como únicos posibles soportes del "marco" democrático, y resignarse a la idea de que España es inevitable y Euskal-Herria, en cambio, llega demasiado tarde (pero no así Croacia, Bosnia, Eslovenia o tal vez Kosovo, alumbradas mediante la violencia de la OTAN a finales del siglo XX). La trampa es tan perfecta como perversa: antaño no se pudo porque España era más fuerte; hoy no se puede porque España es democrática. En Contra las patrias Savater alertaba también contra el peligro de que España reapareciese entre las costuras de "España" legitimando así el nacionalismo vasco y la lucha armada de ETA; se trataba, hoy lo sabemos, de una advertencia performativa que él mismo ha contribuido a hacer realidad, pero que incluía ya en su formulación el demonio que pretendía conjurar. Si a través de la violencia se puede fundar un Estado democrático, ¿por qué no democráticamente? Hace unos años los ciudadanos de Quebec estuvieron a punto de hacerlo sin que nadie -aparte algunos integristas como Vargas Llosa- se rasgase las vestiduras y sin que a ningún analista político se le ocurriese pensar que los participantes en el referendum de independencia estuviesen obligados a elegir entre la forma democrática "Canadá" y los deportes tradicionales de Quebec. Si hizo falta tanta violencia para que España fuese "España", ¿esa violencia no debería haber valido al menos para que Euskal-Herria pudiese ser ahora Euskal-Herria -si así lo quisieran sus ciudadanos- sin necesidad de recurrir a ella? ¿Cómo aceptar que las naciones se hayan hecho mediante violencia y no aceptar que hoy se hagan mediante el voto? No aceptarlo es lo mismo que confesar que el resultado de ese tortuoso y sucio camino no ha valido la pena. Porque la cuestión no es si no hay motivos para separarse de una democracia; la cuestión es si una verdadera democracia puede impedir por todos los medios la separación sin dejar de serlo y sin prolongar la violencia fundacional que presuntamente ella habría definitivamente superado. Bajo el formalismo democrático español asoma el obscuro hierro de la patria antigua, tan denostada por Savater, el inconsciente-España que se enmascara detrás de "España" para conservar fanáticamente un territorio (unas fronteras y una economía) ganado todos los días, contra los inmigrantes y contra los vascos, sí, pero también contra los propios españoles, en una feroz y desigual batalla.

Estoy a favor de una constitución, de una democracia y de un Estado de Derecho. "España" es apenas una sombra menguante; España es cada vez más un tanque que pasa por encima de los derechos más elementales: que ilegaliza partidos, cierra periódicos, castiga penalmente las consultas populares, prohibe conciertos y encarcela a enfermos terminales. No tengo un especial interés en la independencia de Euskal-Herría, pero sí egoístamente en que lo decidan los vascos y no yo; es decir, en que el Estado al que pertenezco sea lo suficientemente democrático como para no imponer a nadie su "forma" por la fuerza. Es necesario atropellar también, junto a los principios mismos de la democracia, los más elementales de la honestidad intelectual para tratar de imponer como evidentes razonamientos tan engañosos. La necesidad de criminalizar el nacionalismo vasco -con argumentos formales de un tan inconsciente como activo racismo- deriva sobre todo de la necesidad de ocultar el nacionalismo español y de alimentar a ambos: a hombres preocupados solamente por la "forma" democrática - como Savater y compañía- debería serles indiferente vivir en la forma "España" o en la forma "Euskal-Herria" y no deberían, pues, inquietarse por la suerte de esa mitad-menos-uno que podría perder un eventual referendum de autodeterminación. No hay ningún motivo para pensar que una Euskal- Herria independiente no será al menos tan democrática como la España que le impide serlo. Hay motivos para pensar que lo será un poco más, aunque sólo sea por el hecho de que será una república y no una monarquía; y personalmente no pierdo la esperanza de que sea además socialista. Puede que éste sea el verdadero temor de los falsos constitucionalistas. Porque a una República de Euskal-Herria, socialista y democrática, puede que quisiera unírsele más tarde Navarra; y luego Lapurdi y Zuberoa. Y puede incluso que una "España" más pequeña y más democrática, un poco más tarde, concibiese una especie de Plan Ibarretxe en sentido inverso y pidiese una relación de "libre asociación" con ella. Esa sería una bonita forma de cerrar de una vez por todas la historia de esa porquería que llamamos España.