Argentina: La lucha continúa
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16 de april del 2004
El acuerdo Kirchner-Lula y los límites estrechos de una asociación
Daniel Campione
La conveniencia general de que Argentina y Brasil procuren acuerdos que proporcionen orientaciones comunes a su política exterior, y en particular en la relación con los organismos internacionales aparece fuera de toda duda. La capacidad de negociación de ambas economías sumadas, la proyección 'hacia afuera' de los entendimientos que dan base al Mercosur, la búsqueda de condiciones favorables para la solución de los numerosos problemas comunes -para empezar la pobreza y la desocupación-, son parte de la perspectiva que podría abrirse a partir de allí.
Las incertidumbres se dibujan cuando nos acercamos al poder que rige en ambos países, a los que serían los encargados concretos de instrumentar las metas, tan genéricas como moderadas, que se estamparon en lo que unos llaman el Acta de Copacabana y otros el Consenso de Río.
El problema es que ambos países atraviesan un momento histórico en que el agotamiento y las consecuencias destructivas de las políticas neoliberales son proclamados a los cuatro vientos, pero dista de estar claro que los gobiernos estén decididos a tomar un rumbo radicalmente distinto que el seguido por sus antecesores.
En el caso de Lula, desde el episcopado brasileño hasta su vicepresidente, pasando por ministros de su gabinete, dirigentes de su partido y hasta grandes empresarios, le reclaman un cambio de política económica, la superación de una 'ortodoxia' más orientada a lograr el beneplácito de los poderes del capitalismo mundial que al ámbito interno. El gobierno del PT, el partido que en los años 80' pareció encarnar lo más renovador y promisorio de la izquierda latinoamericana, realiza un gobierno que, más acá de discusiones más profundas, refleja su performance en el aumento de la desocupación y en ningún cambio en los índices de pobreza, y tiende a apoyarse en una tecnocracia más cercana a los grandes bancos que a cualquier otro sector social, a la que deja la dirección de los aspectos fundamentales de la política económica.
Cierta vez un amigo español me decía, sobre la España de la transición, que el problema fue que mientras Adolfo Suárez debía demostrar que no era franquista, el imperativo para Felipe González era exhibir que en realidad no era socialista. Mas allá del chiste, una comparación entre el presidente brasileño y Néstor Kirchner puede guardar alguna similitud.
Después de una crisis integral y de la muy elevada movilización popular de 2001-2002, el mandatario argentino ha tenido la lucidez necesaria para comprender que el estado argentino no podía seguir exclusivamente orientado a 'cortejar' al gran capital. Y comenzó su gobierno con gestos tendientes a formar una coalición social y política diferente de la que motorizó al neoliberalismo, acercándose a sectores del empresariado y de la dirigencia política disconformes, y buscando apoyos entre lo más 'moderado' de la contestación social entre las clases subalternas. Mas allá de que esto se consolide o no, de cómo se sitúe el gobierno cuando sus políticas le planteen algún nivel de confrontación serio con sectores del establishment, está claro que despliega un esfuerzo por no ser la mera continuidad de sus predecesores; Menem, de la Rúa y Duhalde. Quiénes dirigen la política económica quieren salir del default y acuerdan con el FMI, pero procuran dar señales de escuchar otras voces que las del poder financiero. Y el seguimiento de ese rumbo les proporciona, hasta ahora, un elevado consenso social, y una mirada desde los 'factores reales de poder' que oscila entre el moderado beneplácito y la oposición en voz baja.
Brasil no pasó por una crisis económica y política de la singular magnitud de la de nuestro país, y no ha visto las calles de sus principales ciudades 'copadas' por masas radicalmente críticas del conjunto de la dirigencia política y social. Las iras del poder económico, sobre todo el que se despliega en el campo global, siguen siendo el mayor fantasma para el gobierno Lula, empeñado en aventar la idea de que el pasado izquierdista del PT signifique algo más que el punto de partida para un largo avance hacia el 'centro' político.
A partir de esas situaciones divergentes en lo coyuntural, se explica que a los representantes de ambos gobiernos les haya costado llegar a la redacción de un texto que, tal como se lee en el acuerdo firmado en Río, no promete otra cosa que dar 'sustentabilidad' al pago de la deuda, asumiendo en su primer punto, la necesidad de asegurar un superávit primario como inmodificable, sin otra salvedad importante que la necesidad de preservar la inversión en infraestructura. Se añade el propósito de avanzar en conjunto contra el proteccionismo de los países industrializados, de procurar la aplicación al desarrollo económico la financiación internacional, y buenos propósitos sobre políticas que tiendan al 'crecimiento del ingreso', y a acciones futuras de mayor integración, como una conexión ferroviaria entre el norte argentino y el sur brasileño. No mucho más que eso contiene el documento, nada que cuestione de modo más o menos explícito las relaciones de poder existentes en el plano mundial. Pagar la deuda, seguir acudiendo al financiamiento externo; las necesidades de las sociedades respectivas serán atendidas dentro de los márgenes que una buena relación con el capital financiero mundial dejen abiertos.
Se ha afirmado con frecuencia últimamente que se ha producido el derrumbe del paradigma neoliberal sin que haya otro de reemplazo. Esa creencia presenta el problema de que no señala al conjunto de las relaciones sociales, sino sólo a las construcciones intelectuales que se efectúan a la hora de analizarlas e impulsarlas en un sentido determinado, que aproximadamente a eso se alude con el término 'paradigma'. La realidad es que lo que perdió eficacia es cierta justificación doctrinaria del rumbo concentrador de la riqueza y empobrecedor de las clases subalternas que ha tomado el capitalismo del último cuarto de siglo, la conocida como 'neoliberal'. Pero el sentido de la evolución del capitalismo mundial, y del que se vive en nuestros países en particular, dista de haberse modificado. En esas condiciones, el 'nuevo paradigma' que se espera, no podría ser otra cosa que una armazón teórica y propagandística que proporcione herramientas nuevas a la hora de justificar un orden de desigualdad en permanente ampliación, y de postergación de toda lógica que no sea la del 'mercado' (léase intereses estratégicos e inmediatos del gran capital). Gobiernos como el brasileño y el argentino, pese a matices no desdeñables entre ellos, tienen sus opciones delimitadas por la pervivencia de las tendencias estructurales que se han impuesto en el mundo y en sus sociedades desde hace tiempo. Los puntos de convergencia escritos en un hotel cinco estrellas de Copacabana no exceden ese condicionamiento, por más que gestos y políticas que no tocan el núcleo de las relaciones sociales puedan ir en otras direcciones.
Todo indica que esos límites no podrán ser superados con cambios de funcionarios o ajustes parciales de la política económica, como quizás se produzcan próximamente.
La posibilidad de dar carnadura social, y no sólo registro en el papel, a proyectos verdaderamente alternativos, no es otra que la expansión entre las clases populares de la convicción de que los límites de lo posible son diferentes a los que las grandes corporaciones tratan de imponer. Y la consecuente acción colectiva tendiente a convertir en poder social y político el deseo de una sociedad igualitaria y justa, la dirección para hacerlos realidad. Mientras esos cambios no se produzcan, difícilmente los gobiernos, mas allá de orientaciones ideológicas e inquietudes sociales, puedan asignar a la integración argentino-brasileña (y latinoamericana) otro contenido que el de aunar criterios para discutir el ritmo y las modalidades de detalle con que se aplica una política cuyas grandes líneas están resueltas desde afuera. Cómo pagar la deuda -sin cuestionar su legitimidad-, cómo limitar los efectos del Alca -no poniendo en tela de juicio el que se acabe firmándolo-, cómo tratar a los prestadores privados de servicios públicos -sin pensar en que pueda haber otra forma que la gran empresa capitalista para tomarlos a cargo. Tal seguirá siendo la agenda salvo que el poder social, y no sólo el partido político de origen de los presidentes y el reparto de ministerios, tome una conformación diferente en ambos países.