Argentina: La lucha continúa
|
El debate sobre si leyes penales son suficientemente duras omite lo más importante
La ley puede ser lacónica o frondosa, inflexible o contemplativa, rígida o tela de araña, pero apenas es un papel garrapateado, y casi siempre también mojado, si no es aplicada por funcionarios competentes y celosos de su deber.
Teodoro Boot
Cada acto criminal, si cuenta con suficiente difusión periodística, desencadena una discusión mediática sobre la "dureza" de la legislación penal, sin que casi nadie se detenga analizar cuánto hay en ese crimen de deficiencia legal y cuánto de negligencia, ineptitud y corrupción policial y/o judicial. Vale decir, se confunde la norma con su aplicación: automáticamente se tiende a creer que la ineptitud de los funcionarios para hacer cumplir la ley se resuelve cambiando la ley, y no cambiando o mejorando a los encargados de hacerla cumplir. Pasa en todos los órdenes: si los chicos no aprenden, no faltará quien proponga cambiar la ley de educación, sin reparar en que, con los mismos maestros, los mismos padres y los mismos medios de comunicación, será inútil.
Ahora, el desencadenante de aquel recurrente "debate" fue el asesinato de Axel Blumberg y el llamamiento a una manifestación pública por parte de su padre, quien se proclamó responsable de esa muerte por cumplir con la ley apelando a los funcionarios judiciales y policiales.
Casi por definición, toda multitud es multiforme, pero es difícil concebir algo más contradictorio que una en la que se exhiban un ex comisario torturador confeso y asesino impune por prescripción de la pena, los patovicas de un empresario abocado a negocios difusos por no decir ignotos, ahorristas en dólares y madres de jóvenes torturados y asesinados en comisarías. Podría decirse que la convocatoria era muy amplia, pero la naturaleza de lo convocado muestra hasta que punto era también imprecisa. Si bien el señor Blumberg trató de no ser manipulado, no consiguió evitar que los medios de comunicación dieran rienda suelta a su ya tradicional demagogia lacrimógena, y que cualquiera interpretara las cosas como le vino en gana, desde el señor Ruckauf con su sonsonete del endurecimiento de las penas hasta el Presidente de la Nación, que despotricó contra la policía en Río Grande.
Hasta un miserable como Ruckauf, que por simple oportunismo político abortó una reforma policial y se puso a pedir bala como si fuera el representante de los escuadrones de la muerte, puede en ocasiones tener razón. Cuando eso sucede, hay que reconocerlo. Y Ruckauf tiene razón cuando afirma que los criminales perversos (en alusión a los violadores) no deben ser beneficiados con la reducción de penas.
Parece llegada la hora de preguntarse si ese beneficio improcedente es otorgado por la ley o por los responsables de su aplicación.
La ley no dice que a todo preso con buena conducta se le deba reducir la condena, sino que eso es posible, a criterio del juez. Lo mismo sucede con la excarcelación de los mayores de 70 años: de no ser así consagraríamos la absoluta impunidad de los ancianos. Sin embargo, los jueces suelen dispensar esos beneficios en forma automática, como si fuesen obligatorios y no discrecionales, sin detenerse a analizar la peligrosidad potencial de ese anciano o que los violadores saben mostrar en la cárcel una conducta intachable, de la misma manera que el más goloso tendría inevitablemente hábitos muy frugales dentro de un campo de concentración.
¿Qué hay en esto? ¿Permisividad de la ley o negligencia de los magistrados?
Si hay un error en la ley es la de no contemplar que en gran proporción los jueces son negligentes, corruptos o ineptos. Y esto sin tener en cuenta que muchos también son holgazanes.
Pero se recurre una y otra vez a las penas, llegándose a propuestas descabelladas, como la de proponer que las personas con antecedentes tengan prohibido el uso de teléfonos celulares (¿se les vedará también el acceso a los locutorios?) o que los presos deban ir uniformados "para distinguirlos de las personas decentes" tal como sucedía en el nazismo con los judíos, comunistas y homosexuales, o la simple y llana prohibición de reducir las condenas.
Todos estos disparates y caprichos tienen origen en que se soslaya la discusión de base: ¿cuál es el sentido y propósito de la legislación penal? En toda comunidad que no pretenda autodestruirse, éstos son proteger a la sociedad y sancionar la falta, lo cual puede hacerse de muy diferentes maneras.
En las culturas llamadas "primitivas", como la de los grupos de cazadores-recolectores, las faltas consideradas graves tienen una sanción temible: la expulsión del infractor. En tanto la naturaleza humana está dada por la vida en el grupo, la expulsión supone la reducción del infractor a la condición de animal. No es la comunidad la que se animaliza mediante el ensañamiento, el castigo físico o la muerte de quien viola la norma, sino que se protege del infractor por su simple expulsión, protege su propia condición humana al abstenerse de reproducir en el reo su acto delictivo (como recurrir a la pena de muerte para castigar a un asesino) y se protege enviando una señal: no hay ni habrá impunidad, toda falta, toda conducta nociva para la supervivencia del grupo, es y será sancionada.
Este principio elemental de autoprotección mediante la sanción y el no ensañamiento, rige para toda comunidad que no tenga conductas autodestructivas. Para toda sociedad cuyos miembros se nieguen a diluir su condición humana reproduciendo conductas que atentan contra el porvenir de la especie. Sin ir más lejos como permitir la impunidad de los criminales.
Al hablar de reformas de los códigos –necesarias, es verdad– es conveniente no olvidar este principio y tener presente que nuestras sociedades tienen muchos más recursos de autoprotección que las de cazadores-recolectores, pero no cuentan con el de la expulsión: no hay "afuera", un mundo animal externo, sino otros grupos humanos.
También es preciso distinguir la naturaleza de los delitos, no por lo mucho o poco que nos agravien, sino por la relación que une al delito con quien lo perpetra. Y en esto el señor Ruckauf tiene razón: hay delitos perversos que implican la existencia de delincuentes perversos, de patologías de difícil cuando no imposible recuperación que en ningún caso pasan por la buena conducta en las instituciones carcelarias.
Sin embargo, el asesinato, con todo lo atroz que resulta, no es necesariamente uno de estos delitos perversos: cualquiera es capaz de matar si dispone de un arma de fuego o de un simple martillo, ya sea en situaciones límite o en el transcurso de otro delito y no siendo muchas veces el homicidio un propósito inicial. Pero, así como en determinadas circunstancias cualquiera puede llegar al homicidio, no todos los seres humanos son capaces de violar o torturar, ni siquiera en las peores circunstancias. Porque ¿cuáles podrían ser éstas? Toda violación o tortura se lleva a cabo desde una situación de poder.
La violación y la tortura carecen de circunstancias atenuantes, exculpatorias o agravantes, como tienen otros muchos delitos. En todas sus gradaciones y variantes, son crímenes "subjetivos" que no se explican por nada (ni una pollera demasiado corta ni el hecho de que la víctima haya efectivamente delinquido) excepto por una psicopatía del criminal. Por lo que, siendo sólo comparables al homicidio a sangre fría, llama la atención la benignidad en esos casos del Código Penal y la desaprensión de los jueces al momento de reducir las condenas de violadores, torturadores y asesinos que actúan con premeditación y alevosía, señal inequívoca de que gran número de magistrados administra justicia burocráticamente ydesentendiéndose de las consecuencias de sus actos.
Si un asesino profesional puede eventualmente cambiar de oficio, no es tan sencillo que un perverso –un violador o un torturador– cambie la naturaleza de su perversión. En ese sentido, hay que darle una vez más la razón al señor Ruckauf: la ley debe proteger a la comunidad de los delincuentes perversos mejor de lo que lo hace.
Pero no todo empieza y acaba en la ley, pues, si prescindimos de su aplicación es apenas un papelito garrapateado. De nada vale modificarla, en cualquier sentido que sea, si no se la cumple debidamente. Y es bueno recordar que la muerte del joven Blumberg tuvo mucho menos que ver con la aparente debilidad de ley o el supuesto "error" paterno, que con la ineptitud y negligencia de los funcionarios públicos y su muy probable complicidad con los asesinos