Los ‘micos’ del Protocolo de Kyoto
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Casi todas las personas relativamente informadas de la realidad contemporánea alegan la necesidad de que entre a operar el Protocolo de Kyoto, una especie de convenio mundial para reducir actividades humanas que "pueden eventualmente influir en la variabilidad natural del clima del planeta", las que, supuestamente, alteran los sistemas de temperatura y vientos y afectan el nivel del mar y los regímenes regionales de precipitación y evaporación. Esto tendría presumibles consecuencias negativas sobre la agricultura y la inundación de zonas habitadas por el hombre por su relación con efectos erosivos, la salinización y la preservación de algunas especies así como con el aumento de fenómenos externos como sequías y reducción de fuentes de agua dulce. Grupos de renombre como Greenpeace no cesan de reclamar para que, cuanto antes, dicho Protocolo se haga realidad. Ahora, cuando en Johannesburg se celebra una reunión mundial conmemorativa de la Cumbre de la Tierra, de Río de Janeiro en 1.992, el reclamo vuelve a escucharse.
El interés del debate obliga a estudiar el documento y no son pocas las sorpresas que pueden llevarse al hacerlo. Aún partiendo de que fuera cierto el apocalíptico "cambio climático", que por ahora se sigue soportando en modelos incompletos e inconsistentes, el Protocolo incluye incontables disposiciones contra los países en desarrollo y en beneficio de los que llama industrializados. La primera es recoger el punto de partida impuesto en Río al definir el problema ambiental de responsabilidad global y con orígenes comunes e imponer políticas complementarias bien a países que son responsables del 33% de las emisiones de gases contaminantes, encabezados por el dióxido de carbono, como Norteamérica, bien a países que apenas lo son en un 3% como los de Latinoamérica en conjunto. Olvidando que las distintas realidades nacionales determinan diversos problemas ambientales como prioritarios, dispone que el "cambio climático" es el principal y adopta bajo esa lógica las agendas internacionales.
Y no sólo eso. Precisa que para acometerlas a cabalidad es la economía de mercado, el neoliberalismo, el mecanismo más indicado. Ello significa desde el desmonte de aranceles para ramas consideradas como fuentes de contaminación: la producción tradicional de arroz o azúcar o de algunas industrias manufactureras nacionales hasta el cumplimiento de sus compromisos para los países que deben reducir emisiones de carbono y equivalentes en un 5%, según su escala en 1990, entre 2008 y 2012, como el resultado de la resta entre los gases que siga emitiendo menos los que absorba mediante el desarrollo de sumideros en silvicultura o en acciones que usen tecnologías "limpias". Contempla en el artículo 10 que estas últimas las podrá adquirir en territorios que las practiquen y para ello crea el comercio de Derechos de Emisiones (o derecho a seguir contaminando). Ese comercio funcionaría, según expertos, en una Bolsa Internacional, como Wall Street; esto es, a nombre del "medio ambiente", el capital financiero encontraría otro medio de especulación. Por ejemplo, si el Banco Mundial financia en Indonesia un proyecto por 24 millones de dólares para energía solar, tal suma la podrá transar luego como Derecho de Emisión a una empresa gringa de la industria automotriz y con ello, acorde al cálculo de las unidades de gas carbónico dejadas de producir por el sistema "limpio", la empresa podrá contaminar.
El círculo se cierra haciendo de los países pobres los objetos de esos sistemas "limpios", donde se crea el valor de los Derechos, a costa de usar tecnologías menos eficientes, menos desarrolladas pero muy "verdes" y ampliando así la brecha de progreso entre las naciones. No sobra decir que casi todas esas tecnologías se fabrican en Estados Unidos y Europa y, por ende, allí deben comprarse con lo cual el sistema de Kyoto les crea sus propios clientes. Ganan con cara y sello. Los más fuertes seguirán contaminando, como lo sostienen las predicciones de consumo de petróleo y combustibles fósiles para el año 2020, financian mecanismos de "desarrollo limpio" en las regiones pobres con lo cual crean simultáneamente los Derechos que les dan patente de corso en su actividad o les puede servir como medio de enriquecimiento al venderlos en las Bolsas de Valores y a mayor precio a quien requiera contaminar con urgencia, encontrando además en ese proceso compradores para sus técnicas "limpias".
Finalmente, el Protocolo de Kyoto consagra que la supervisión, las metodologías de medición de gases, de valoración de los mencionados Derechos y demás instrumentos que instaura lo harán organismos supranacionales, por encima de los Estados de cada país, y, en el colmo de los colmos, permite que los compromisos adquiridos puedan cumplirse en conjunto por países que conformen organizaciones regionales de integración económica. Esto último quiere decir que los países de América Latina en el ALCA seríamos "socios" de Estados Unidos para "descontaminar", en una sociedad que funcionaría perfectamente según los designios perversos de Kyoto. A los que proclaman ese "modelo de desarrollo sostenible" debe advertirse que la globalización en materia ambiental tampoco escapa de la definición dada por John K. Galbraith: "Globalización es un término que nosotros, los americanos, inventamos para disimular nuestra política de avance económico en otros países y para tornar respetables los movimientos especulativos del capital"
Agosto 27 de 2002
FORO SOCIAL CORDOBA
ARGENTINA