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Nuestro Planeta

La madrecita tierra
Entre el corazón campesino y el infierno neoliberal

Luciano Concheiro Bórquez
Roberto Diego Quintana



1. Entre lo sagrado y la vulgaridad instrumental
El escritor José Saramago (1998: 580-581), ante la noticia de que serían privatizadas en Perú las zonas arqueológicas de Machu Picchu y Chan Chan por Alberto Fujimori, dijo con una fuerte carga de ironía:
"Que se privatice todo, que se privatice el mar y el cielo, que se privatice el agua y el aire, que se privatice la justicia y la ley, que se privatice la nube que pasa, que se privatice el sueño, sobre todo si es el diurno y con los ojos abiertos. Y, finalmente, para florón y remate de tanto privatizar, privatícense los Estados, entréguese de una vez por todas su explotación a empresas privadas mediante concurso internacional. Ahí se encuentra la salvación del mundo... Y, metidos en esto, que se privatice también a la puta que los parió a todos".
Como bien dice Saramago, la fiebre privatizadora invade todo, nos quiere restar los sueños, busca destruir implacablemente lo más íntimo de los seres y se plantea imponer el dominio total de la racionalidad instrumental por medio de la exclusión social y cultural. Pero en ello radica el principio del fin del corto reinado del neoliberalismo: la historia como fino tejido de relaciones sociales se acabará imponiendo sobre la supuesta lógica implacable del mercado; ya la ética de la liberación implícita en los movimientos sociales de hoy día se plantea una nueva modernidad, donde la igualdad reconoce la diferencia y la libertad necesariamente va acompañada de un sentido solidario y de reciprocidad.
En el espacio de las contradicciones abiertas por el neoliberalismo, el presente trabajo propone una lectura distinta sobre la cuestión agraria que, si bien toma en cuenta el sentido de las políticas dominantes y sus efectos sociales infernales, abre el compás hacia la cultura y cosmovisión campesinas, que contempla a la tierra como una madrecita y desde una economía moral orienta su reproducción a enfrentar la llamada racionalidad instrumental y su fallida modernidad.
Desde nuestro punto de vista, los cambios en las reivindicaciones y formas organizativas de los actores y sujetos agrarios y de su particular relación con el Estado han abierto un camino diverso para los estudios de la tierra. Ya no es la cuestión de la tenencia o de las formas productivas los únicos importantes, sino otros elementos referentes al carácter simbólico de la tierra y a su particular expresión territorial.
Frente a las intenciones neoliberales, el movimiento campesino y de los pueblos indios, aun con anterioridad al levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en enero de 1994, pero en una confluencia inédita a partir de ese deslumbrante evento, ha venido luchando por demandas que trascienden con mucho las concepciones agraristas y economicistas sobre la tierra, introduciendo elementos de una propuesta alternativa en el debate nacional, alrededor sobre todo de los derechos colectivos y territoriales y de la llamada democracia horizontal.
En una suerte de conclusión abierta, pero con un claro sentido de vida puesto en el horizonte, proponemos una lectura específica sobre las llamadas autonomías indias y campesinas y los derechos territoriales como parte de una política pública que surja de la movilidad y transferencia de la tierra con un carácter claramente campesinista.

2. Desde el mictlán o infierno neoliberal
El norte, en la cosmovisión mesoamericana, representa el rumbo asociado con la muerte. Es la "dirección del Mictlán o infierno" (Aramoni, 1990: 190). De allá vienen los vientos que cortan como navajas de obsidiana. De allá vienen los aires del neoliberalismo que se suman al viejo tufo de los liberales, para emprender un nuevo embate de modernización, que en particular busca transformar, cortando en pedazos, la llamada sociedad "tradicional", cuyo principal reducto, se dice, está en el campo mexicano.
Las modernizaciones no han representado otra cosa para los campesinos que su empobrecimiento en todos los órdenes. En "1970, las cuatro quintas partes de todos los agricultores del país sólo podían mantenerse con sus familias, a un nivel de subsistencia e infrasubsistencia" (Paré, 1988: 256-257). A partir de 1982, este proceso de pauperización se había extremado a un grado impensable, debido al impacto de la política neoliberal. Para 1992, los ingresos de los campesinos se habían reducido, en esa década perdida, nada menos que a la mitad (Calderón, 1993) y, hasta la fecha, esta crítica tendencia no sólo se ha mantenido sino que se ha agudizado.
En términos sociales y políticos, el neoliberalismo impuso un cambio radical al artículo 27 de la Constitución y a las leyes reglamentarias anulando, en términos jurídicos, los logros agrarios de la Revolución, rompiendo con una alianza básica del Estado mexicano, para incorporar todo tipo de tenencia a un único y "libre" mercado de tierras. El operativo se llevó adelante con todos los rasgos de un golpe de Estado: el proyecto se mantuvo en secreto, nadie fue consultado, no hubo discusión, se coercionó a los líderes campesinos para que "legitimaran" la acción unilateral estatal, la disciplina autoritaria se hizo patente, se compró a políticos e intelectuales que se decían campesinistas y bastaron unos días para imponer la nueva legislación, expresión de una modernización sin modernidad, excluyente para las mayorías rurales (Concheiro, 1993).
La concepción intrínseca al neoliberalismo, heredero directo del liberalismo decimonónico mexicano, que relega la democracia, bajo la apuesta de que los cambios económicos por sí solos reconstruirán, sobre bases distintas, la legitimidad del "nuevo" Estado, es el error de cálculo más grave y el que explica, en primera instancia, el fracaso de la modernización y de los cambios legislativos en la "creación" y "dinamización" del mercado de tierras. En realidad, la falta de legitimación social ha contraído los mercados; la esperada especulación de tierras, sentido último de la mercadolatría de la era financiera, no se ha verificado; y en general, el proyecto de construir una sociedad de individuos en libre concurrencia no sólo no ha avanzado, sino que puede afirmarse que se ha trocado en su contrario, reforzando formas y razones de vida comunitarias que giran, con nuevos sentidos, alrededor del elemento más reacio a convertirse en vulgar mercancía: la tierra.
Para el modelo neoliberal mexicano, el fetiche de los cambios legales jugó un papel especial, ya que no sólo fue visto como la coronación de un proceso de transformaciones económicas y sociales, sino que representaba en sí mismo el camino alternativo a la democracia para transformar las relaciones sociales y políticas, desmontando desde arriba, por medio de una "revolución pasiva", no sólo al Estado interventor, sino las relaciones de éste con la sociedad. En el summum del proyecto civilizatorio neoliberal, las luchas sociales también se resolverían por medios constitucionalistas, en el ámbito del mercado, como asuntos entre individuos "iguales". Pero la realidad fue otra y se encontraba "a la vuelta de la esquina" del año 1993.
El decreto formal que dio por terminado el reparto agrario permite la apertura legal a la concentración de la tierra y los recursos naturales al apoyar directamente el modelo de la gran agricultura de exportación por medio de la asociación de los poseedores de la tierra con el capital y posibilita, además, la integración de nuevos latifundios agrupados en sociedades por acciones, sin importar su nacionalidad. La eliminación de las restricciones que imponía en ese sentido la anterior legislación representa, en el marco del Tratado de Libre Comercio, la apertura de una nueva fase de la transnacionalización del agro mexicano. Sin embargo, esta vía tuvo un relativo avance circunscrito a zonas muy específicas del noroeste (Sur de Sonora), el norcentro (la Laguna), el centro (el Bajío), la costa suroriental (Tierra Caliente) y el sureste del país. Esto se debe, entre otras razones, a la gran disputa por los capitales en el ámbito mundial y, en el fondo, a la racionalidad campesina que determina los mercados de tierras, así como a la sobrepolitización de los mismos, que hacen que el precio de la tierra sea relativamente caro en México y que el acceso a los mercados esté fuertemente restringido (Concheiro, idem).
También el discurso gubernamental plantea que, al posibilitar la asociación entre poseedores de la tierra y empresarios, esto permitirá conservar los recursos naturales. No obstante, la nueva ley se orienta a beneficiar a los ganaderos, las transnacionales, los grandes agricultores y las compañías madereras y papeleras (Lara, 1992), que son los agentes que históricamente han encabezado los más graves procesos de depredación de los recursos naturales y la contaminación ambiental.
Es claro que el nuevo marco legal, como el conjunto de la política agrícola, no ha afectado a todos los campesinos por igual; los impactos han sido diversos y de diferente nivel. El capital tiene interés por las mejores tierras, como en los casos mencionados y en algunos otros como el de la costa de Chiapas donde se instalaron las transnacionales bananeras o la costa de Nayarit, donde las compañías tabacaleras se han aprovechado de la nueva situación. No obstante estos avances del gran capital y las transnacionales, la reacción de los diversos agentes y sujetos, en especial de los indígenas y campesinos, ha ido adquiriendo el carácter de rechazo abierto al despojo de sus recursos y ha generado procesos que dan un nuevo sentido a la disputa por la tierra.
Dentro de las tendencias que la nueva legislación esperaba favorecer estaba la legalización de las diferentes expresiones del mercado de tierras, como el arrendamiento, la mediería y otras. Pero la evidencia empírica nos dice que tampoco en esta línea ha logrado avanzar la perspectiva "modernizante" (p. e., Concheiro y Baltasar, 1995; Hoffmann y Almeida, 1995; y Pérez A., 1995 y 1999). Los arrendamientos se han hecho aún más selectivos, esto es, se han sumado elementos extraeconómicos a los ya existentes, subrayando el sentido particular de estas formas de intercambio, que con anterioridad eran las más dinámicas.
En otro orden, la nueva legislación se proponía generar un mercado "interno" de tierras en los ejidos para superar el minifundismo. Además de que es muy discutible pensar que este problema se resuelva con medidas que sólo tocan el mercado de tierras (Carter y Mesbah, 1992), de nueva cuenta la contrarreforma agraria del salinismo tuvo el efecto contrario; la aplicación del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (PROCEDE) ha traído un incremento considerable, de más del 20 por ciento, del número de ejidatarios originalmente dotados.
Más de un lustro después de la imposición de la contrarreforma agraria, juzgada desde su propia lógica, puede decirse que ha sido un rotundo fracaso: simple y llanamente, la inmensa mayoría de los campesinos no ha vendido sus tierras ni "procedieron" por el camino de la privatización de sus ejidos y comunidades a pesar del flamante y millonario PROCEDE (véase Sector Agrario, 1998); las políticas para "dinamizar" el mercado de tierras tampoco dieron mayor "seguridad en la tenencia de la tierra"; y las inversiones y en particular la especulación de tierras no se han apoderado del campo.
Esta derrota de la política neoliberal corresponde por un lado a la racionalidad campesina y por otro a que las racionalidades instrumentales dominantes son cada vez más parcelarias; carecen de coherencia en sus relaciones y de encaje en un marco global, dando origen a un nuevo antropocentrismo desterritorializado, sustituyendo la fe religiosa por un destino fincado en el "progreso" y donde la economía está separada de toda distinción de corte moral. Concretamente para el mundo rural, el razonamiento económico y aún más el neoliberal ha carecido de una visión que integre la cuestión espacial y la naturaleza; además, la noción de riqueza se desplazó desde lo inmobiliario hacia lo mobiliario y la noción de producción y excedente económico del contexto físico-material al universo aislado del valor (Naredo, 1992: 109-110) y actualmente a la monetarización y enajenación total de las relaciones sociales.
La fe en la buena nueva del mercado tuvo efectos comparables -como dice Polanyi (1992)- a "la más violenta explosión de fervor religioso que haya conocido la historia". El mercado aparece entonces enfrentado a la sociedad, por lo que busca destruir las relaciones de cooperación, solidaridad y del vínculo de reciprocidad hombre-naturaleza, reduciendo a los seres humanos al Homo economicus.
Por ello, decimos que el Mictlán, ese infierno a donde se van todos los que mueren de muerte natural, está encarnado por la "utopía negativa" contenida en el neoliberalismo, expresión de una crisis civilizatoria y de su correspondiente modelo de vida industrial globalmente depredador e individualmente insolidario.
En esta encrucijada, se encuentra el posible entendimiento de la cuestión agraria, que exige entonces una lectura centrada en los sujetos, en las relaciones sociales. Simplificando, puede plantearse que estos sujetos se mueven en la totalidad social y política formada por las prácticas derivadas de dos racionalidades distintas, la campesina y la capitalista (Concheiro, 1995). Pero en términos culturales, podemos decir, con León-Portilla (1978: 41), que existe suficiente evidencia empírica y un movimiento social de proporciones importantes que demuestran que los procesos de aculturación no han eliminado la presencia de lo indígena en México; más bien representan un "continuo cultural, con enormes variantes pero sin fisura propiamente dicha"; y que, alrededor del sentido general y específico que dan los campesinos a la tierra en nuestro país, se ha construido una identidad característica, que permite el despliegue de una cultura de resistencia, fuente de verdad y contrapoder.
Poesía y canto, fuentes de verdad y poder
Frente a una "realidad" que gira en torno a una supuesta única racionalidad, la instrumental, y a la creencia del "fin de la historia", se yergue una realidad de lo trascendente, corporizada en la tierra, donde las cosas ciertas son la poesía y el canto que permiten acercarse a las raíces, a una verdad y fuente de poder, lo que en náhuatl es el Yolotalmanik, el corazón de la tierra.
Pero no se trata de un discurso "romántico", en el sentido peyorativo del término, sino de recuperar la totalidad, de proponer una utopía positiva, de una modernidad distinta, que se finque, entre otros principios básicos, en un vínculo renovado entre el hombre y la naturaleza, apoyados en campos de pensamiento y sentimientos morales presentes en un discurso poético, esto es, ético y estético, como arma eficiente para relativizar la "claridad" (en el sentido del siglo de las luces) científica. Como todo principio que sirve al desarrollo de una teoría moral, ésta responde, como dice Schelkshorn (1994,12), "a ciertos problemas de la moralidad, por ejemplo la cuestión ecológica" o, más aún, el propio sustrato de las economías morales, la madrecita tierra.

3. Desde el Yolotalmanik, corazón de la tierra
La quinta dirección en la cosmovisión mesoamericana es el centro o corazón de la tierra, el Yolotalmanik, "el punto en donde se erige la montaña cósmica, en el ombligo del universo (donde) reside la divinidad suprema, la pareja de ancianos que simboliza la tierra: Talokan tata-Talokan nana". La realidad extrahumana representada por la tierra se entrecruza con el árbol que expresa la vida inagotable; es el ombligo, el Yolotalmanik del que surge el árbol de la vida, el Xochinkuauit (Aramoni, 1990: 177-178).
Entre los mexicas, Talli Yiollo, el "Corazón de la Tierra", fue uno de los nombres de la diosa madre, otra de sus formas de expresión; para los chichimecas, es la de Itzpapálotl, "Mariposa de Obsidiana", porque en su color, el negro, se resume su invisibilidad o invencibilidad, su carácter guerrero, que protege del mal, pero a la vez representa a los espíritus malignos y al enemigo en la guerra. "El negro está asociado con la vegetación, la lluvia y con la madre tierra, aunque es un color masculino; junto con el azul, femenino representa todo el maíz del universo" (Hieden, 1974: 12).
Tinto en negro, el campesinado se define históricamente por la particular relación que guarda con la tierra y el sentido mismo que tiene la producción agrícola. Pero para los campesinos indígenas, antes que eso, la tierra es un bien simbólico, una parte de la familia, la madrecita tierra; es, finalmente, el referente básico del ser campesino, una forma de conciencia que adquiere sentido en un sistema compuesto por mitos, ritos e imágenes, constitutivos de un "lenguaje de la vida real" (Kuassi, 1992: 87).
Siguiendo a Kuassi (obra cit.), se pueden clasificar las representaciones de la tierra en física, metafísica y antroposociológica. La física es propia de la agricultura, donde la tierra es suelo y éste tiene diversas texturas y colores; sin embargo, adquiere formas simbólicas como nutridora y como relación filial al ser exaltada como madre, como raíz. La metafísica trata sobre el origen mítico cosmogónico de la tierra; la tierra es la pareja de los dioses o la diosa madre, de ahí se deriva un culto específico de la tierra encarnado en la naturaleza, en la veneración a los ancestros o en las estructuras de poder que de ella derivan. De la humanización de la naturaleza, en especial de la tierra, como parte de la pareja primordial, se deriva una particular estratificación social, tomando en cuenta los linajes, el sexo, la edad, el parentesco y las castas; el "arraigo" e identidad de los diversos grupos comunitarios se refiere a una colectividad pero también a una jerarquización y diferenciación social implícita; por ello, la filiación, el patrimonio y la herencia son fundamentales para esta representación.
Se puede afirmar que, en buena medida, la relación entre los campesinos y la tierra es esencialmente mítico-religiosa y forma parte de un lenguaje simbólico, ligado a un calendario agrícola que en el caso de México se inserta en una religiosidad popular cuya matriz se remonta a la cultura mesoamericana. En ello, los campesinos mexicanos han dado un sentido religioso a su mundo, a su propia existencia relacionándola con la tierra; por ejemplo, el culto guadalupano se refiere a la diosa Tonantzin, diosa madre, una de las diosas de la tierra o cuando la tierra expresa directamente su sentido sagrado, en los llamados terrenos santos, que sirven a la reproducción "espiritual", simbólica, de las comunidades, y que reflejan una relación directa con el sistema de cargos y mayordomías (Dehouve, 1992: 174).
Con esto, estamos diciendo que el campesinado debe caracterizarse, en principio, culturalmente, con la tierra como corazón de su referente identitario, que le brinda un discurso de vida y pautas de organización social. Creemos que de esta forma puede descifrarse la racionalidad propia de las economías campesinas, su sentido cíclico y su especial relación con la naturaleza, que a pesar de las distintas formas de extracción del excedente permanece y guarda pautas específicas de desarrollo histórico (Concheiro, 1995).
Esta capacidad de los campesinos para permanecer y a la vez cambiar a lo largo de la historia gira alrededor del sentido de espacio múltiple que éstos dan a la tierra en términos físicos, al fusionar espacial y temporalmente el momento de la producción y la reproducción social y en su reconocida adaptabilidad al ecosistema; metafísicamente, al manifestar la inmanencia de lo sagrado en la tierra, como el Yolotalmanik, el corazón de lo sagrado, en el que los pueblos de campesinos indios recrean una cosmovisión en la que la "naturaleza es la manifestación directa de lo supranatural" y lo supranatural es manifestación de la naturaleza misma (Nigh y Rodríguez, 1995: 72-73).
La tierra aparece representada en una constelación de dioses, en un especial y complejo calendario agrícola donde juega un papel fundamental el sentido originario que brinda la diosa madre. Es Coatlicue (mexica), Tonan, Toci, Tlazoltéotl (huasteca), Teteo Innan, Cihuacóatl-Quilaztli o Itzpapálotl (chichimeca) que simbiliza la tierra y la luna, como númenes de fertilidad y batalla por la vida; diosas madres que se acompañan del símbolo de Temoanchan, el mítico lugar del nacimiento, casa del maíz, lugar de mujeres, habitado por la muerte, porque son las dadoras de vida; asimismo, la diosa madre tiene calidad de guerrera y está ligada al fuego viejo, al origen, a las mujeres muertas en parto (Hieden, 1974: 3).
Itzpapálotl, la "mariposa de obsidiana", es la tierra en su personificada maternidad, que vierte su fertilidad distribuyéndola por los rumbos del mundo. Como dice Garibay (cit. por Hieden, idem: 10), la diosa madre es "la tierra que en su regazo abarca a los vivos y a los muertos: para nutrir a los primeros, para transformar a los segundos".
Los sentimientos particulares de los pueblos hacia sus territorios se expresan muchas veces en elementos que les confieren un sentido sagrado. "En Xico Viejo, bajo la gran pirámide construida sobre el monte Yoticpac, residen los santos, entre ellos María Magdalena, nuestra patrona, quien cede sus terrenos para nuestro sustento a cambio de que se los cuidemos, no son nuestros. El lugar es un gran templo construido por los antepasados antes de la pirámide actual; es indestructible, ni las bombas de los gringos pueden llegar hasta allá" (relato recogido por Arrieta, 1998: 102). La tierra tiene un referente simbólico, el del "inframundo" de la religión prehispánica.
La tierra simbólicamente incluso aparece en el rito de lanzar flechas a las cuatro direcciones que componen el mundo, como acto de toma de posesión, de la creación de un sitio de asentamiento, de un renacer. Del mismo modo, las cuatro partes se corresponden con las cuatro etapas del desarrollo del maíz, como base de la vida, como materia de la que está hecho el hombre; este rito se reproduce cuando se derraman maíces de cuatro colores, para cada una de las direcciones del mundo; en ello, la diosa madre es a la vez la diosa de los mantenimientos, porque también la diosa materna es una deidad del maíz en sus diversas expresiones y momentos (ídem: 6-8). Estos mitos sólo son un ejemplo de lo que antropológicamente es la adjetivación de la tierra en el territorio; y socialmente, un estatuto particular de ciudadanía que determina las formas de hacer política del campesinado, referente básico del poder y el principio de los hilos que ligan la sociedad rural con las estructuras políticas a nivel regional y nacional.
Asimismo, la tierra se transforma en territorio cuando se produce la invasión por "otros" que la codician; es "nuestra" tierra dicen los campesinos. "La posesión del suelo, la pertenencia y el arraigo están referidos siempre a los antepasados y a una forma de vida estable como herencia cultural" (Eliade, 1970: 104-105).
En estos diversos sentidos, las representaciones de la tierra se mezclan y los días festivos, las danzas, las reuniones familiares, el tequio, la tierra en común, ponen en evidencia una estructura organizativa que representa el sentido comunitario y en especial una tierra que se extiende semánticamente en un territorio propio. Por ejemplo, el 29 de septiembre, la fiesta de San Miguel, en múltiples comunidades agrarias, sirve para un elaborado rito de apropiación de la cosecha por las familias y el establecimiento de lazos comunitarios o como en Xico, Veracruz, donde el sentido territorial es "heredado de la Magdalena -quien lo defiende y se pasea por él (simbólicamente) antes y después de su fiesta-; las procesiones encierran un intercambio entre la santa y su pueblo, una renovación anual del convenio, una antigua alianza como pueblo elegido. En tal caso, los rituales forman parte de esa relación" y las actividades religiosas fortalecen "una simbólica continuidad con el pasado" (Arrieta, 1998: 109-112).
La tierra es así la dimensión del "derecho a la existencia" y entre sus "haberes" suma el de ser un referente divino de los elementos religiosos comunes en el mundo rural, representando "un mapa de relaciones humanas más que de fragmentos impersonales de propiedad según las líneas `occidentales`" (Shanin, 1976: 34) o como en el caso del saber agrícola que aparece como una memoria dispersa, que sólo el grupo en su conjunto reconstruye en sus prácticas (Ituarra, 1992: 234).

4. Desde el Xochinkuauit, árbol de la vida, el de los cuatro rumbos y un centro
...el Verde Árbol de cascabeles abría sus corolas, se extiende sobre nosotros y florece y fructifica, se esparce y yo... me abandono.
Crónicas Mexicanas
El Xochinkuauit como árbol que está enraizado en el corazón de la tierra representa el eje que "inaugura la posibilidad de efectuar la ruptura mágica del tiempo y del espacio, el lugar de la hierofanía", abertura que hace posible el tránsito de una región cósmica a otra, entre el cielo, la tierra y el inframundo (Aramoni, 1990: 182-183).
Recogiendo el sentido múltiple de la tierra en el árbol del Xochinkuauit, el árbol de la vida, podemos decir que en esta unidad de lo diverso los cuatro rumbos vienen representados en la dimensión territorial y el centro por el ayer con el ahora, que conjunta el tiempo y las historias en un sentido de proyecto futuro.
Este árbol de cuatro rumbos y un centro, árbol de donde florecen las cuatro flores de colores diversos, con raíces en cuatro direcciones, es el fundamento de una terrena forma de hacer las cosas, de construir una vida propia, autónoma, autogestiva. Esos cuatro rumbos son: la comunidad, la matria-patria, el paisaje y el poder-autonomía. A un mismo tiempo, es un árbol que hunde sus raíces en la memoria popular y sus ramas construyen un cosmos, una vida en el tronco, una alternativa incansable en su renovación.
Es la territorialidad la que hace que las comunidades campesinas consoliden y den un rumbo a identidades aparentemente fugaces o que sólo existen como formas jurídicas para el acceso a la tierra. Esta adjetivación plenamente ideologizada también forma parte de los nacionalismos y los regionalismos; les da sentido más allá del sustrato político al establecer una relación espacial de "ciudadanía" y brindar uno de los "acontecimientos originarios" (García García, 1992: 403) en un tiempo remoto, transformando así la historia agraria en mito y la pertenencia común a un territorio en un elemento de cohesión especial, "contrapunto constante al conflicto cotidiano que suele vivirse en ese mismo territorio" (ídem: 409).
El propio pasado se transforma en una "máscara de la innovación", como se muestra en el simple esfuerzo social que supone "volver atrás en el tiempo" que realizó el movimiento zapatista en la revolución al poner "en marcha una serie de fuerzas que tuvieron consecuencias aún más trascendentes: los campesinos armados de Morelos se convirtieron en un elemento revolucionario fuera de su estado, aunque sus objetivos tenían un alcance local o, como mucho, regional. En tales circunstancias, la reconstrucción se transformó en una revolución social" (Hobsbawm, 1998: 27).
El papel de lo simbólico en el intento de armar un pasado, ya sea religioso, moral, jurídico, juega un papel central en un discurso que define "ciertas aspiraciones que existen en el mundo actual y que no necesariamente son conservadoras" (ídem: 29), como en el caso de Emiliano Zapata en las proclamas en náhuatl que renueva el antiguo mensaje al sentenciar que "propiedad nuestra será la tierra, propiedad de gentes, la que fue de nuestros abuelitos, y que los dedos de patas de piedra que machacan nos han arrebatado", ...to huaxca yes in tlalicpantli, tehuaxca o yeya tocolhuatzinhua, ihuan matexoxopilme tech quixtilihque... Además, Zapata decía: "Saludamos a aquellos luchadores que se vuelven de allí, con alegría de su corazón el esfuerzo, y hacen frente a la envidia, en esta nuestra gran lucha que nunca puede acabar ni acabará" (León Portilla, 1978: 79, 83).
Claramente, los derechos sobre un pedazo de tierra se relacionan con un espacio, con un territorio y un tiempo sin fin. La "propiedad" sobre la tierra no puede, tampoco desde la lógica del capital, asimilarse a la de las otras mercancías, ya que los derechos sobre un territorio se refieren a las relaciones construidas socialmente y a los recursos naturales que contienen. En la misma medida, la tierra es el resultado del trabajo acumulado por varias generaciones de agricultores (Merlet, 1998: 14) y más aún por varias generaciones, todas presentes, de luchadores por la tierra, por una soberanía y un sentido cotidiano de patria (Concheiro, 1995).
El rumbo de la comunidad
Valores sociales como la fraternidad, la solidaridad y el espíritu colectivo son componentes básicos y formas sociales de conciencia en los diferentes grupos étnicos, extendidos culturalmente al conjunto de los campesinos, presentes en una racionalidad, que toma forma en la comunidad.
Las estrategias de reproducción social del campesinado están basadas históricamente en el trabajo de grupos unidos por lazos moralmente definidos, donde juega un lugar preponderante la solidaridad y la ayuda mutua como vínculo social comunitario e incluso de posesión común de bienes y servicios, así como el matrimonio, la herencia y el parentesco son los medios para la organización de la circulación de personas, las cosas y los saberes. Esto permite hablar de una "economía moral" que codifica las normas éticas que garantizan la reproducción social y la relación con la naturaleza, incluyendo generalmente las llamadas externalidades de tipo ambiental en sus cálculos económicos.
Esta racionalidad moral permite entender la continuidad histórica y la increíble plasticidad social del campesinado (González A. y González de M., 1992a: 31), así como ciertas ventajas frente a las grandes empresas agrícolas al usar con mayor intensidad la energía humana, la cooperación familiar y comunitaria y mantener bajo una sola unidad el trabajo y el consumo, desarrollando un alto nivel de autosuficiencia y, con ello, una relativa independencia respecto del mercado.
La comunidad es el campo de enlace; entre sus integrantes y la sociedad global; por eso, la resistencia y la adaptación a la dominación tienen por objetivo disminuir sus efectos y generar espacios de recreación cultural y política.
La tierra, vista desde la perspectiva de la comunidad campesina, permite superar lecturas economicistas y ahistóricas, ya que la comunidad no sólo ni principalmente es una instancia económica, sino más bien un referente identitario, por el hecho de nacer en ella, sufrir el mismo tipo de experiencias y verse envueltos en una interacción de carácter personal con la consiguiente pérdida de la privacidad. En estas "comunidades-mundo", hay una homogeneidad de valores, intensa solidaridad de grupo y un marcado carácter de igualdad, que no excluye una estructura jerárquica (Shanin, 1983: 280), pero que a la vez contiene mecanismos de regulación como la "economía de prestigio", un grado de colaboración e intercambio entre sus integrantes, constituyendo un tejido social realmente existente (Arrieta, 1998: 105), y normas no escritas sobre los límites y manejo de las tierras comunes tanto como las particulares.
Como ejemplo puede tomarse el de la Montaña de Guerrero, donde, según plantea Dehouve (1992: 13), "los grupos domésticos son las unidades básicas de las comunidades. La familia nuclear constituye a menudo la unidad de producción y de consumo, mientras que los linajes patrilineales poseen las parcelas y las distribuyen entre sus miembros"... "El indígena adquiere un derecho sobre la tierra por el hecho de pertenecer a un linaje que es en realidad el que forma parte de la comunidad; en retribución, el indígena participa en las tareas comunales y se somete a las obligaciones de los cargos". La "integridad del territorio como el derecho de la comunidad tiene de supervisar las parcelas que cultivan sus miembros, dependen del mantenimiento de la propiedad dentro del sistema de linajes" (Dehouve, 1992: 173).
En general, puede plantearse que la conservación de los bienes comunes y el manejo colectivo de la distribución interna de la tierra bajo lógicas propias, comunitarias, sigue siendo fundamental en México. El PROCEDE, al igual que el VII Censo Ejidal (Sector Agrario, 1998: 179), muestra que en la distribución de las tierras ejidales las de uso común representan nada menos que más de las dos terceras partes frente a las que están parceladas o las de los ejidos colectivos. Si bien no existe un estudio sobre la forma en que se distribuyen las tierras comunes en el interior de los ejidos, lo que es un hecho es que se hace bajo normas propias.
Ante la consideración de que el crecimiento demográfico y la pobreza concomitante susciten lo que el biólogo Garrett Hardin denomina la "tragedia de los comunes" (cit. por González y González, 1992b: 280-281), puede decirse que la evidencia empírica niega ese tipo de lecturas neomathusianas, que además confunden las formas de propiedad, la gestión de los recursos y la discriminación al acceso de los mismos con la regulación de sus usos y de los usuarios.
Obviamente, los usos colectivos subsisten, pero su función ha cambiado con la expansión del mercado (González y González, 1992b: 289), aunque sigue siendo regulada por la relación entre la ética de la supervivencia típica del campesinado y su interés por el mantenimiento y conservación de los recursos naturales. Martínez Alier (1992) sostiene que los "movimientos sociales de los pobres son luchas por la subsistencia y son ecológicos en los objetivos: la energía (incluyendo la energía alimenticia), el agua, el espacio para vivir. También son ecológicos en el sentido de que, al menos implícitamente, pretenden conservar los recursos ambientales fuera del sistema general de mercado, fuera de la valoración crematística".
El rumbo de la Matria-Patria o de la soberanía popular
En los manifiestos en náhuatl de Emiliano Zapata, se usaron metáforas del todo ausentes en sus escritos en castellano, "conceptos tales como el de rebelión, entendido, en cuanto 'volver a otro el rostro', el de patria, 'la tierra, madrecita tierra', el de unión revolucionaria, como la 'unidad de corazones de quienes batallan' y otros varios, entre ellos el de hacer rescate de las tierras" (León Portilla, 1978: 51) o la idea contenida en la "palabra-mandato", tláhtol-tlanahuatiliztle, ligada a un claro sentido de imperativo ético en la lucha revolucionaria, para aquellos que se apegaran a la lucha: qui pahpaquilizpias hueli, huan melahuac cualinemiliz, esto es, "gozará una recta vida buena", porque en ello, decía Zapata, "va nuestra palabra de honra, de hombres buenos y de buenos revolucionarios", en náhuatl: Itech inin yahuil to mahuiztica-tláhtol, de cuali-oquichtic ihuan de cuali netechhuiloanime, "los que vienen dando golpes con piedras" (ídem: 76).
En el primer manifiesto en náhuatl, Zapata dice: yehuan nan axcan y huan axcan, in cachi huei tequitl tlen ticchihuazque ixpan to tlalticpac-nantzi, mihoa Patria: por la unidad en la lucha, ello, ahora y ahora: de alguna manera el gran trabajo que haremos ante nuestra madrecita tierra, (la que) se dice Patria (ídem: 75) o en otro llamado se exalta a "combatir al malvado", en ese momento Venustiano Carranza, que "avergüenza a nuestra madrecita tierra, México (to tlalticpac-nantzi, Mexico) es "el gran trabajo que haremos ante nuestra madrecita tierra", la Patria. Por extensión, se liga la lucha por la tierra a la lucha de los pueblos por su territorio y, más allá, a la identificación del país con el sentido que los zapatistas dan a la tierra y a los campesinos: nonques tlalquipanóhque, esos que trabajan la tierra (ídem: 82).
El verdadero sentido de ser revolucionario, con el que se identificaban los zapatistas: "nosotros somos luchadores para que se dividan las tierras", para que sean "restituidas a sus viejos dueños", los que sufrieron la "burla de los pueblos", por ser los detestados. "Afán de lucha para que 'ayudemos hacia nuestra unión y así lograremos ese gran mandato, los principios de tierra, libertad y justicia' ...ma timolehuica to zepamiapa ihuan ihcan tic tlanizque neca huey tlanahuatile ipehualoni tlale... (ídem: 57, 93).
En las extensas citas de los manifiestos en náhuatl de Zapata, consideramos que se condensa lo que la tierra representa para los campesinos, como base de su propia identidad. Esta adjetivación de la tierra se expresa en el territorio y "resemantizada culturalmente se transforma en patria" (González A. y González de M., 1992a: 48-49), entendida como sentimiento de la nación desde lo popular, desde la memoria histórica, fuente del Estado social de derecho y de la soberanía.
El rumbo del paisaje
La naturaleza para los campesinos aparece humanizada de una forma muy particular, no como negación o separación, sino como parte de un todo integrado en un sentido estético, como un paisaje, que toma forma entre los diferentes cultivos, símbolos y valores morales dados a la tierra.
La tierra como paisaje brinda a ella no sólo un valor ecológico, sino también místico, político e ideológico. El lugar de la tierra aparece entonces entre lo ideal y lo material (González A. y González de M., 1992a: 10) como "porción del espacio apropiado por un grupo social, ya sea material, simbólica o políticamente" (Hoffmann, 1992: 13), además de ser una construcción terrenal ideologizada como ninguna otra en el tiempo presente.
El paisaje queda ligado a la búsqueda de verdades en el placer estético de descubrir la belleza en la naturaleza humanizada y en lo humano como parte de lo natural. Tal estética está al alcance de quienes "hacen y viven intensa e internamente la organización" de cada espacio específico, que "saben la historia reciente de herencias, particiones, ventas, conflictos" (Fernández de Rota, 1992: 392, 393).
Como decíamos en un principio, es este goce estético, poético y de canto, donde aparecen las cosas ciertas, que nos aproximan a las raíces, donde se consuma la racionalidad producto de las normas morales y el conocimiento del entorno, para dar a la actividad agrícola un sentido.
Es en los diferentes paisajes, en los colores y distribución de los cultivos, usos y desusos de las tierras, donde puede adivinarse una historia que une lo agrícola con lo agrario y nos brinda simultáneamente la presencia de lo que fue y de lo que se abre por ser. Son los caminos, la distribución de las casas, de los huertos familiares, de la milpa o de los cultivos como la caña y el tabaco, de los drenes y canales, de los centros sagrados y cívicos, los que permiten unir lo material con las representaciones simbólicas y el rumbo de las redes del poder.
El rumbo del poder y de los códigos ocultos
De igual forma que estéticamente el territorio toma forma en el paisaje, existe un tejido histórico de diversas redes que unen jerárquicamente las comunidades campesinas, tanto para su homogeneización unitaria como en cuanto a las relaciones de dominio internas y externas, que operan muchas veces con reglas ocultas al derecho positivo y a la legalidad formal.
Es un rumbo, el del poder, que gira alrededor de la tierra como referente de identidad y reconoce una autoridad social al que la detenta, fuente de prestigio, soporte de fuerza política y fundamento de una legitimación socioterritorial. Esto, que caracteriza las relaciones de dominio en el mundo rural, obliga a estudiar las fuentes del poder y de los contrapoderes en los referentes extraeconómicos que las ligan por un lado al patrimonialismo y clientelismo y por el otro a procesos de su propia estructuración social y de prácticas autonómicas derivadas de diálogos ocultos para el poder político central.
Básicamente, esta urdimbre de relaciones sociales se une en el tiempo ligada a la propiedad y apropiación del espacio y, en su condensación política, es la arena del juego de voluntades y poderes, de fuerzas y relaciones a nivel local, regional y nacional (Hoffmann, 1992). Pero hay que destacar, precisamente, que en el medio rural es en el arranque local del poder y su característica territorialidad donde también se encuentran sus límites y posibilidades.
Las historias del poder rural y los códigos propios de las prácticas sociales comunitarias son producto de diversos caminos sociopolíticos, diferentes alianzas y composiciones de fuerza. Es común, por ejemplo, encontrar efectos importantes en las estructuras de poder con motivo del reparto de tierras ejidales tras la revolución: "Los nuevos poseedores de parcelas consideran la tierra como un derecho por ser mexicanos y como un medio de vida" y en sus definiciones del arraigo que siente el campesinado por la tierra "se refiere a los ancestros como constructores de un país, en circunstancias del contacto conflictivo que rompió con el orden heredado. Se enfatiza la pertenencia a una entidad sociopolítica" (Arrieta, 1998: 105).
En otra perspectiva emblemática, nos encontramos el caso de las comunidades indígenas que fueron dotadas de tierra como tales, como comunidades, y en relación con procesos de restitución que apelaban, para la demarcación de sus territorios, a los que habían sido reconocidos por la corona española, que incluían "el establecimiento -desde mediados del siglo XVI- de un 'poder' local que imitaba el cabildo o consejo municipal español" (Dehouve, 1992: 14) y del cual encontramos "restos" activos entre los pueblos indios.
Las relaciones vinculadas a la tierra y el territorio, que definen los marcos de la estructura social del poder local, exigen, en sus líneas internas, que se subrayen los referentes históricos, el manejo en el presente de un pasado mitificado y las relaciones de parentesco; externamente, "existen las redes más o menos centralizadas de dominación que penetran el campo, uniendo la hegemonía política y cultural con la explotación por parte de los terratenientes, el Estado y la ciudad" (Shanin, 1976: 16), que acaba generando, sobre la identidad campesina, una identidad social de clase.
Pero también cuando el mercado actúa como elemento de disolución de los lazos comunitarios, como en el caso de la proliferación de las ventas de tierras entre particulares, sin la debida sanción comunitaria, empiezan a utilizarse ciertos controles a posteriori, expresados en acciones violentas de diversa índole (Dehouve, 1992: 14).
Cabe destacar que, a la par de la religiosidad popular sobre la base de un patrón cultural mesoamericano, se encuentra el papel masivo y directo que los campesinos jugaron en las diversas oleadas revolucionarias, en la constitución de la nación y el Estado. En ese contexto, la reforma agraria, que se mantuvo en cuanto reparto de tierras por cerca de ocho decenios, marcó rasgos básicos del mercado interno y generó un importante proceso de justicia social. Esto es clave porque aún en los términos de su formalización, como dice Combi (cit. por Merlet, ídem, 16-17), la propiedad de la tierra, si bien se inscribe en el derecho que se refiere a la propiedad "absoluta", está sujeta a controles locales, a la superposición de derechos. Es común ver "coexistir en la comunidad dos clases de legislación contradictorias", por ejemplo "el valor de los documentos se refiere a elementos que se sobrentienden, a reglas no escritas, en comunidades donde una buena parte son iletrados" (Dehouve, 1992: 180, 181).
Asimismo, puede pensarse que la generación de la propiedad tiene esquemáticamente dos caminos: "por arriba", impuesto por el Estado, y, desde "la base", por las colectividades e individuos. La construcción por arriba (Merlet, ídem) es típica de situaciones de conquista, de dominación colonial y fuerza, de la que deriva la propiedad, en esos casos el catastro, la certificación, es esencial. Inversamente, los derechos agrarios que se imponen lentamente, desde la base, a partir de la lucha de diferentes actores, como en el caso del prolongado proceso de reforma agraria en México, y con situaciones cambiantes en la correlación de fuerzas, se ligan a la idea de justicia social; por ello, dan un espacio esencial a la cuestión de la prescripción y a la idea de "primer ocupante", con su correspondiente nivel mítico.
En relación con lo anterior, una expresión central de las redes de poder local y específicamente de las formas que adopta la posesión y la circulación y mercado de tierras son el folklore jurídico y el derecho campesino, que adquieren forma en una serie de símbolos y se expresan en un sistema de mitos, ritos e imágenes socialmente construidas que expresan una adecuación, desde la racionalidad y la temporalidad campesinas, de los elementos externos, incluidas las leyes, y donde las prácticas consuetudinarias adquieren vida, reelaborándose constantemente; es además la constitución práctica de un principio entre dos opuestos, el de los intereses comunitarios y los privados (Concheiro, 1995).
Un centro: la dimensión temporal
"El árbol tiene en sí la fuerza de la vida: es vertical, crece, tiene látex, da frutos, pierde su follaje y lo recupera, tiene, por consiguiente, la capacidad de regeneración periódica, 'muere' y 'resucita', innumerables veces".
María Elena Aramoni
Si la cuestión de la tierra tiene un referente especial en cuanto a la dimensión espacial, en términos del tiempo y la historia, éstos también adquieren un sentido distinto al de las ideas dominantes. Por ello, la visión simplista de que las agriculturas campesinas se encuentran en "transición", en pos de una agricultura "moderna", se enfrenta en general al hecho de la prevalencia de los campesinos, que se encuentran sujetos a dinámicas especiales y a procesos particulares (Le Roy, cit. por Merlet, o. c.: 14), que obedecen a un sentido del tiempo distinto, propio. Al respecto, Iturra (1992: 235) afirma que las "sociedades que trabajan sobre la tierra están subordinadas al tiempo que marca el propio ritmo de la naturaleza; el hombre es la conciencia de ese ritmo y administrador de ese espacio donde se subordina el tiempo que es marcado por procesos que no domina".
La realidad en su dimensión temporal no aparece en el mundo rural, específicamente el de los campesinos indígenas, como un proceso acumulativo, ligado a una idea de "progreso", sino a una combinación de tiempos cíclicos, momentos datados en la memoria colectiva y un sentido histórico de largo alcance. Este sentido cíclico del tiempo se alimenta de aspectos materiales como la rotación de tierras y los propios ciclos agrícolas, pero también se entrecruza con la identidad campesina, con la religiosidad popular, en especial con el mito del eterno retorno (Eliade, o. c.) y los rituales que fijan las épocas de desarrollo y crecimiento de los campesinos que sirven para crear "una memoria oral sin la cual no podría existir" la comunidad (Iturra, ídem: 235).
A la vez y en relación con la tierra, no es lo mismo el tiempo que vive una generación de jóvenes campesinos que el de la gente mayor, como tampoco son iguales los planos temporales de las familias que los de la comunidad o los de una sociedad sujeta a la "velocidad" de los acontecimientos generados por la globalización. Por ello, la estructura social campesina se muestra particularmente estable, pero esto no significa que sea inamovible o que sean pueblos "sin historia"; por el contrario, la permanencia de la comunidad campesina depende precisamente de su capacidad de cambio y de su especial movilidad que tiene formas particulares en "los fenómenos de las repeticiones, fluctuaciones, oscilaciones y ciclos de la vida social" (Sorokin, cit. por Shanin, 1983: 165).

5. Desde el diálogo de la poesía: flor y canto
¿Y quién anda diciendo siempre que así es en la tierra?
¿Quién trata de darse la muerte?
¡Hay afán, hay vida, hay lucha, hay trabajo!
Consejos del Huehuetlatolli, Códice Florentino
En términos programáticos, importantes movimientos rurales en nuestros días combinan la lucha por tener acceso a la tierra con demandas por una mejor calidad de vida, junto con un reclamo ético de respeto a su dignidad y autonomía. Estas reivindicaciones se despliegan a través de un coherente código cultural cargado de simbolismos, que se condensa en espacios territoriales construidos históricamente.
En tanto la crisis neoliberal sigue avanzando, el sistema mundo que parecía iba a imponerse cede ante el despliegue de múltiples y exacerbados particularismos y frente a movimientos sociales alternativos que actúan básicamente desde las localidades y regiones, que, aun con aparentes desventajas, han dado a la política un sentido distinto. No se trata sólo de la ocupación de espacios abandonados por el Estado interventor, sino de una reconstrucción de las naciones desde su base y de una crítica frontal al modelo civilizatorio imperante. Esto conduce a que los principios contestatarios sean de orden cultural y se refieran a diversas memorias colectivas, desde las identidades étnicas hasta las clasistas.
La generación de una cultura autogestionaria, como proceso y no autogestión de la cultura, como si ésta fuera un producto y una mercancía (Coulomb, 1994: 132), proporciona rasgos a las luchas campesinas e indígenas de una "revolución ética", para la que la liberación no sólo y ni siquiera en primer término se aboca a la dimensión económica sino que parte de confrontar la dialéctica de la opresión. Esto significa que, para una auténtica liberación, la dominación debe ser vista como negación de la exterioridad constitutiva del otro; para ello, hay que ir a un autoencuentro, partir de la afirmación y reconstrucción de la propia identidad y con ello separarse del poder introyectado (Schelkshorn,1994: 12).
En esta perspectiva, en el mundo rural, a diferencia de los movimientos urbanos (Coulomb, o. c.), los proyectos de autonomía son más culturales que políticos. Esto significa que en primera instancia se ejerce y en segundo plano se reclama una cultura propia. Sin embargo, las prácticas autonómicas conviven con las opciones paternalistas, con la también cultura del clientelismo y la dependencia del exterior. Entonces, el reclamo actual de la autonomía por los pueblos indios topa con uno de los ejes del sistema político mexicano expresados en la figura del ejecutivo y el centralismo que le es connatural; por eso, la simple demanda de un mayor ejercicio de los poderes locales se convierte en un cuestionamiento del sistema político en su conjunto.
En este cruce de contradicciones, el anclaje territorial da una fuerza especial a las luchas autogestionarias, al unificar en un espacio las reivindicaciones propias de la producción y reproducción y las comunidades y los pueblos, así como los reclamos ciudadanos en los municipios rurales, territorios en los que puede ejercerse algo así como un derecho soberano (Fredmann, cit. por Coulomb, ídem: 142).
Esta movilidad política del campesinado, especialmente en el contexto presente, depende de la base de reproducción de la racionalidad campesina que se resume, como hemos expuesto más arriba, en el acceso a la tierra y en el grado de apropiación y diversidad de los procesos productivos, pero más allá está sujeto a que esta potencialidad derivada de sus prácticas culturales logre superar las tendencias hacia la intolerancia y el etnocentrismo y consolide la máxima de buscar una nueva universalidad en la diferencia y no en la uniformidad impuesta por la hegemonía (ídem: 144).
Es evidente la desproporción de las fuerzas para los cambios propuestos por los sujetos sociales. Sin embargo, son las propias contradicciones del modelo neoliberal las que dan sentido de posibilidad a las nuevas utopías surgidas en el mundo rural. Puede decirse, para un final que como decía Zapata no tiene fin, que hay que recuperar el sentido profundamente justiciero e igualitario del artículo 27 de la Constitución, derrumbar la contrarreforma agraria y pugnar por un derecho a las autonomías de los pueblos indios. En ello, está el camino de todos y cada uno; recordemos con nuestros mayores que "¡Las flores se mueven!" (Cantares Mexicanos).

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*Luciano Concheiro Bohórquez es miembro del Departamento de Producción Económica (DPE) y profesor del posgrado en Desarrollo Rural de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco (UAM-X), México. Roberto Diego Quintana es miembro del DPE y Coordinador del posgrado en Desarrollo Rural de la UAM-X, México.