21 de agosto del 2002
Israel – No pasó nada
Gideon Levy
Ha'aretz
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
No pasó nada. Los soldados abrieron fuego, nadie fue herido. No
pasó absolutamente nada. Los soldados evacuaron el taxi acribillado de
balas y a sus pasajeros de la zona de fuego y no apareció ningún
oficial: no vino a investigar, tampoco para recoger testimonios, ni para explicar,
menos aún para pedir disculpas, y sobre todo no para mostrar a los soldados
que, después de todo, algo ocurría.
Nadie vino porque nada había ocurrido. Nada había ocurrido porque
sucede casi todos los días, usualmente a los palestinos. Sólo
que esta vez, nos sucedió, también, a nosotros. Generalmente termina
con gente herida o incluso muerta, personas que violaron el toque de queda,
que se acercaron a un punto de control, que no sabían o no comprendían
–o, simplemente así, sin motivo o excusa, pero no esta vez, gracias a
los cristales a prueba de bala del taxi en que viajábamos.
El viernes pasado era Ahmed al-Karini, un empleado de la Municipalidad de Nablús,
que iba conduciendo, con autorización del ejército, para ir a
reparar postes del teléfono, quien fue matado por soldados en su vehículo
–"un lapso de coordinación". El sábado, fue un campesino, Hosni
Damiri, que salió a su campo en las afueras de Tul Karm, con la autorización
del ejército, y de nuevo –"un lapso de coordinación," como lo
describe el ejército, como si la sobrecogedora facilidad con la que los
soldados abren fuego no fuera el verdadero problema, sólo un "lapso de
coordinación".
Generalmente, las innecesarias víctimas son palestinas, como el electricista
Karini o el campesino Damiri –fueron las circunstancias de su muerte lo que
íbamos a investigar el domingo –pero esa vez, las balas eran para nosotros.
Disparadas con la intención de matar. No hay otra manera de describir
el propósito de cinco balas que impactan un taxi israelí, dos
o tres de ellas en el centro del parabrisas delantero, apuntadas directamente
a los pasajeros y detenidas sólo porque se trataba de cristal blindado.
Disparadas sin ningún tipo de advertencia o alarma. Disparadas, punto
final. Como si se alumbrara un cigarrillo.
No llaman a detenerse, no disparan al aire dando tiempo para detenerse, no disparan
a las ruedas –disparan con munición de guerra directamente a un taxi
israelí que iba moviéndose lentamente y con el mayor cuidado posible,
para no despertar sospechas, para no asustar a nadie, para que nadie se pusiera
nervioso, un coche cuyo conductor y sus pasajeros tienen mucha experiencia en
viajes como éste frente a soldados de gatillo fácil.
Pero no pasó nada. Mañana, o el día después, sucederá
de nuevo, seguro. Después de los numerosos coches acribillados de balas
que hemos visto, sus asientos cubiertos de sangre, con sus conductores y pasajeros
palestinos matados o heridos por soldados sin ningún motivo, parece que
había llegado la hora de estar de este lado de las balas, en primera
persona, de primera mano. ¿Son ellos los únicos a los que les va a suceder?
Punto de control Taibeh, entrada a Tul Karm por el sur. Un helicóptero
revolotea sobre la ciudad, un mal presagio. La autorización había
sido obtenida, la coordinación organizada por adelantado con la Oficina
del Portavoz del IDF [ejército israelí]. Un soldado en el punto
de control: "Estamos informados sobre ustedes, pero la ciudad está bajo
toque de queda, es un área militar cerrada". Un portavoz del IDF por
teléfono: "Vamos a comprobar, esperen". La libertad de movimiento que
nos han dado recientemente en los territorios despierta respeto en el IDF.
Mientras tanto, algunos palestinos llegan, en harapos. Estaban "ilegalmente
presentes" en Israel y han sido recogidos por las calles de Taibeh. Un jeep
de la Policía de Fronteras va detrás del grupo, apremiándolos,
amenazando con atropellarlos, y se ven obligados a escapar del vehículo.
Las expresiones en las caras de los corredores obligados son una mezcla de humillación,
agotamiento y disgusto. Algunos son ancianos, con dificultades para respirar.
Es jogging, estilo Policía de Fronteras.
Finalmente, con evidente experiencia, entran a una especie de complejo improvisado
debajo del punto de control abandonado. Nadie les ha dicho que lo hagan, pero
están bien entrenados. Esperarán allí, por el suelo, hasta
que se les deje salir, asunto de horas y más horas. Es un espectáculo
digno de compasión. Por el otro lado de la ruta, unos pocos camiones
cargan y descargan cajas de patatas para la ciudad sitiada tras el punto de
control, arrimando la parte trasera de un camión a la del otro. Después
de una espera de cerca de dos horas y media, llega la autorización. El
soldado nos instruye que abramos nosotros mismos la pesada barrera amarilla
y que continuemos.
Salah Haj Yehiye, un colaborador en el terreno de Médicos por los Derechos
Humanos [PHR], que conoce bien Tul Karm, se une a nosotros, y se sienta adelante.
El fotógrafo Miki Kratsman y yo vamos en el asiento trasero de un taxi
blindado que pertenece al conductor de Jerusalén, Meno Lehrman, que ha
estado nueve años en los territorios.
"Nunca han disparado contra un taxi israelí," dice. La luneta no es a
prueba de balas. Lehrman: "Nunca disparan desde atrás, excepto si quieren
estar seguros de matar."
Tul Karm está bajo un toque de queda como yo nunca había visto.
Hemos visitado la ciudad cisjordana muchas veces en las últimas semanas,
pero nunca ha habido un toque de queda semejante. El silencio y la desolación
en las calles son aumentados por el sentimiento de que, tampoco, hay nadie dentro
de las casas, que la ciudad está desierta. Todo está cerrado y
sellado, con candados y pernos –persianas, ventanas y enrejados de hierro, a
través de los cuales nadie se atreve siquiera a atisbar. Sólo
un hombre anciano con una camiseta blanca mira por una ventanas, y desaparece
inmediatamente con una expresión atemorizada.
En camino al centro de la ciudad, después de pasar el cementerio municipal,
que se parece al resto de la ciudad, vemos a un transporte de tropas blindado
parado en la esquina de la calle. Un joven teniente de la policía sale
del transporte, nos controla, y nos ordena que avancemos hacia la Oficina de
Coordinación del Distrito (DCO) del IDF hasta que pueda comprobar si
nuestra presencia ha sido autorizada. No sabe nada de nosotros.
Hacemos lo que nos ordena. Un camino de tierra lleva hacia el Oeste a la DCO,
sobre la que ondean dos banderas, israelí y palestina, recordando otra
época. Ambas banderas parecen guiñapos. Manejamos muy lento, como
corresponde a una situación semejante. Avanzamos muy lento por el camino
desierto, hacia la base, que está rodeada por un muro de hormigón
y puertas de hierro, y tiene una elevada torre de control blindada en la entrada,
desde la cual un soldado nos está indudablemente observando con un rifle
amartillado, viendo sin que lo vean.
Nuestro coche lleva todos los signos de identificación de un taxi israelí:
es un Mercedes 220 blanco, tiene placas amarillas, un letrero de taxi amarillento
sobre el techo, una calcomanía de una estación francesa de televisión
sobre el parabrisas. Meno, el conductor, enciende un cigarrillo y abre la parte
no protegida de su ventana. Aire caliente entra al coche. Estamos entre 100
y 150 metros de la base.
Repentinamente pasa silbando una bala. Inmediatamente después, pero inmediatamente,
sin ninguna pausa, las balas empiezan a impactar el parabrisas del taxi. Bala
tras bala. Un sonido explosivo, y enseguida hay otro agujero en el cristal,
pero las balas no penetran. Cinco o seis tiros. Cuatro o cinco impactos. Dos
o tres balas en el centro del parabrisas, una en el motor, una en el lado, a
la derecha de nuestras cabezas.
Meno mueve el coche rápidamente hacia el lado del camino, refugiándose
detrás de una pared de hojalata. El coche está fuera de la línea
de fuego y el tiroteo se detiene. ¿De dónde vendrá ahora? ¿De
atrás, donde la luneta no es a prueba de balas? Unos largos minutos más
tarde, que parecen una eternidad –como todos siempre dicen en estas situaciones,
porque siempre es así- mientras estamos tirados en el piso del taxi,
cubriéndonos las cabezas con nuestras manos y telefoneando horrorizados
a todo el mundo, llega un vehículo blindado con el oficial que nos envió
aquí, escoltado por un jeep de la Policía de Fronteras. Después
de unos minutos de conmoción, les seguimos a la DCO.
El joven oficial nos ofrece agua, pero no hay nadie de parte del IDF para explicar
o investigar. Ningún comandante de brigada, o un comandante de batallón,
o un comandante de compañía. Nadie. Sólo unos pocos soldados
curiosos. Por iniciativa propia, llamo al comandante de brigada del sector,
el coronel Sam Hefetz, que dice que ha habido un lapso y que por ello los soldados
habían abierto fuego.
Nos vamos a casa. Se estima que el daño al taxi es de decenas de miles
de shekels, por la bala que penetró el motor. Esa tarde recibo un llamado
de la portavoz del IDF, la brigadier general Ruth Yaron, que se disculpa en
nombre del IDF. Hubo un llamado del ministro de defensa, Benjamin Ben-Eliezer,
que sonaba muy agitado y que dijo que estaba conmocionado y que se preocuparía
personalmente de que se realizara una investigación y de que los soldados
que eran responsables fueran enviados a la prisión, dijo. La investigación
concluyó esa noche: sin investigación por la Policía Militar,
un tribunal disciplinario sentenció a un comandante de pelotón
–el cortés teniente del transporte de tropas- a 35 días de prisión
y le dieron al sargento de operaciones, que ordenó que uno de sus soldados
abriera fuego, una sentencia suspendida de 21 días de prisión.
El soldado que disparó no fue juzgado. El IDF declaró que la investigación
había revelado dos fallas: una del sargento de operaciones, que no había
informado al comandante de la compañía y a las posiciones en el
sector sobre el movimiento del taxi, y la segunda del comandante de la compañía,
que había estado en el transporte de tropas y que había ordenado
al taxi que avanzara hacia el Oeste. Ni una palabra sobre el tiroteo.
El coronel Hefetz, el comandante de brigada, explicó que el camino en
el que estábamos era "estéril" –no se permitía vehículos
de ningún tipo. ¿Se suponía que comprendiéramos que por
lo tanto sus soldados, que vigilaban ese camino, se habían convertido
en autómatas? Si no, ¿qué pasó por la mente del soldado
de la Brigada de Paracaidistas que dio tan fácilmente la orden de que
se abriera el fuego contra los pasajeros en un taxi israelí? ¿Y qué
pasó por la mente del paracaidista que ejecutó la orden, mientras
estaba en su puesto de guardia blindado, sin confrontar ningún peligro
mortal o de otro tipo, ciertamente no de un coche que avanzaba lentamente, al
que disparó bala tras bala en una secuencia de tiros separados?
¿Pierden algún pensamiento los soldados sobre la gente a la que disparan,
con intención de matar, sin advertencia previa, sellando despreocupadamente
su suerte? ¿Tal vez sean israelíes? ¿Tal vez son palestinos que se perdieron?
¿Tal vez el coche lleva a un niño moribundo a un hospital? ¿Tal vez sea
una mujer en parto? ¿Están todos condenados a una muerte automática?
¿Ha preocupado este incidente a los soldados desde que ocurrió, o se
refugiaron una vez más en la excusa de los auténticos peligros
que confrontan, hasta que llegan a no pensar en otra cosa? ¿Cuántas veces
han hecho lo mismo en el pasado, y lo harán en el futuro, sin ninguna
razón –abrir fuego contra palestinos inocentes en coches sin parabrisas
a prueba de balas?
18 de agosto de 2002
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