VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Medio Oriente

2 de agosto del 2002

El círculo de los Abayat

Ferrán Sales
El País

El clan de los Abayat es tan numeroso y disciplinado como un ejército. Está constituido por más de 10.000 miembros, de origen beduino, repartidos entre 10 familias, enraizadas desde hace 1.500 años en el sur de Cisjordania, en el área de Belén. Desde que se inició la Intifada, este clan se ha convertido en una auténtica milicia en lucha permanente contra el Ejército israelí, en una pugna donde se mezclan confundidos los sentimientos tribales de venganza con las ambiciones nacionalistas palestinas. En el campo de batalla yacen ya los cadáveres de 11 de sus víctimas, medio centenar de sus hombres están en la cárcel y otros tres han sido deportados.
Una anciana, Fátima, de 65 años, administra con puño de hierro a los Abayat de Wadi Shain, en uno de los extremos occidentales del municipio de Belén. Es la herencia que le dejó su esposo Musa cuando falleció hace ocho años tras una larga enfermedad de la sangre. Su familia no es una de las más numerosas del clan, pero sí la más influyente y prestigiosa. Está configurada por sus siete hijos, 19 nietos y tres nueras, de los que hay que descontar a Ibrahim, el menor, el más querido. Desde hace tres meses se encuentra en el exilio, deportado a España, como consecuencia de un complicado pacto por el que israelíes y palestinos pusieron fin al asedio o encierro de la basílica de la Natividad.
La ausencia de Ibrahim, de 29 años, es esta tarde de verano más dolorosa que nunca. Su voz ha llegado con dificultades, prácticamente imperceptible desde el otro lado del teléfono, en una aldea perdida, en medio de un pinar de Soria, donde permanece deportado junto con otros dos compañeros. La conversación ha quedado reducida a un frágil intercambio de preguntas sin respuestas, entrecortadas por los sollozos de la madre, y como telón de fondo el griterío de los más pequeños y la voz metálica de una televisión que nadie mira.
'żEstás bien, estás bien...?', ha voceado una y otra vez la anciana, mientras las respuestas se perdían en el espacio, en un punto indeterminado de una línea infinita y recta de miles de kilómetros, los que separan Soria de Belén. Fátima ha tardado en darse cuenta de que la comunicación se ha cortado y que Ibrahim se había volatilizado, de la misma manera que desapareció el pasado 7 de mayo, cuando partió de Palestina con otros 12 militantes en un vuelo especial rumbo a Chipre para luego perderse en un exilio que nadie sabe cuándo acabará.
El sol ha empezado a ponerse detrás de las colinas de Belén. Las primeras sombras se proyectan sobre las laderas de la barranca de Wadi Shain, a espaldas de la gran basílica de la Natividad, en una de cuyas paredes se eleva el caserón de los Abayat. Es un edificio de piedra que el padre de la familia, Musa, empezó a construir con la ayuda de sus dos hermanos en 1948, el mismo verano en que se proclamó la creación del Estado de Israel y una primera oleada de refugiados procedentes del norte invadió la ciudad.
Por aquellos años, el padre, Musa, se ganaba la vida como pagador del Ejército jordano. Aún soltero, había concertado su matrimonio con Fátima, de la aldea de Beit Faruk, a la que seis años más tarde convertiría en su esposa. Musa no siempre vivió en Belén: en 1967, arrastrado por el repliegue de las tropas jordanas en Cisjordania, se vio obligado a dejar a los suyos y a residir en Ammán. Tardó dos años en poder volver a ver a su familia. Cuando regresó, lo hizo para salir inmediatamente con destino a Kuwait, donde trabajó como contable de una empresa petrolera. Musa regresó definitivamente a Belén a principios de la década de los años setenta. Acabó sus días como guardián en el turno de noche en una pequeña fábrica de plásticos.
Durante sus ausencias, Musa no olvidó nunca la casa de Belén. La había construido sin más planos que la intuición, pero con especial cuidado de que los muros fueran lo suficientemente fuertes, rígidos y consistentes como para soportar el peso de una gran familia; así se lo había impuesto la tradición y la ley del clan de los Abayat. Fue a su regreso de Kuwait cuando el anciano, ya cansado, plantó en el huerto las dos parras, el granado y el níspero, pensando sin duda que sus sombras le iban a proteger del sol interminable de los veranos. Luego limpió y desbrozó de malas yerbas el resto del terreno, que sube montaña arriba, con la esperanza de que sus descendientes pudieran también un día construir allí, cerca de él, sus propias casas.
'Nosotros siempre hemos vivido aquí. Nosotros no somos refugiados. Tampoco somos extranjeros', insiste Fátima, al tiempo que deja sobre un taburete de plástico una bandeja metálica sobre la que reposan tazas de loza con un café espeso y humeante. Cubre su cabeza con un pañuelo fino de lino blanco, cuyas puntas esconde en el interior del cuello de un vestido largo de tela negra, sobre la que hay dibujados con hilos rojos, a la altura del pecho, unos trazos caligráficos tan complicados y alambicados como sus propias vidas.
En esta casa han crecido todos sus hijos. Siete: cuatro varones y tres mujeres. Los dos primeros, Jaled e Isa, apenas tuvieron estudios, prefirieron dedicarse al negocio floreciente de la construcción, lo que permitió a los dos hermanos menores, Sliman e Ibrahim, ir a la escuela e incluso llegar a las aulas de la universidad. Sliman se licenció en Literatura y Lengua Árabes y es hoy profesor en un instituto de enseñanza media de la ciudad. Luego, todo el esfuerzo familiar se volcó sobre Ibrahim, el último, el más pequeño. Él alternaba sus trabajos como conductor de un tractor y sus clases de natación con los estudios de bachillerato, con la esperanza de llegar un día él también a la universidad, doctorarse en Lengua Inglesa y formar parte de esa élite laboral que constituyen en Belén los guías de turismo.
A Ibrahim todos los sueños se le vinieron abajo en la primera Intifada, cuando el Ejército israelí le sorprendió tirando piedras en la calle. Fue capturado por las tropas y condenado a dos años de prisión. Aquel primer sobresalto se convirtió en una pesadilla cuando, apenas recuperada su libertad, volvió a ser capturado al encontrársele en posesión de una pistola. Aquella nueva estancia en la cárcel le sirvió para graduarse en nacionalismo palestino, acercarse al partido Al Fatah, en el Gobierno, y a los futuros embriones de la policía autónoma, donde acabó engrosando las filas de los agentes colaboradores, al servicio fiel, siempre, de Yasir Arafat. Su entrega fue absoluta. Quizás por ello nunca quiso casarse, a pesar de que se había ya construido una casa, en el terreno que años atrás su padre había desbrozado para ello, y que su madre ya le había encontrado una esposa.
Ibrahim lo abandonó todo; dio un salto al vacío para convertirse en guerrillero. Noviembre de 2000; la segunda Intifada, la de la explanada de las Mezquitas, apenas había cumplido dos meses. Tomó la decisión exactamente el día 9, pasadas las 11.30 de la mañana, después de que su primo Husein, de 37 años, panadero de profesión, líder de las Brigadas Al Aqsa, responsable de la milicia Tanzim en sus ratos libres, fuera abatido por un misil disparado desde un helicóptero Apache israelí. Era el primer episodio de la guerra sucia de Israel contra los palestinos. El asesinato de Husein aquella mañana en las cercanías de Belén, en la aldea de Beit Sahur, conmocionó y movilizó las filas de los Abayat.
Al principio, Ibrahim se sumó a la tropa de los Abayat como simple miliciano, a las órdenes de uno de sus primos, Atef, de 32 años, que asumió en nombre del clan la dirección del grupo y la misión sagrada de vengar al líder asesinado. Ibrahim vio a Atef partir hacia el combate, presenció aquel beso que su primo dio a su esposa embarazada en la frente, al tiempo que le anunciaba, como si fuera un ritual, que su hijo, el que llevaba en su vientre, se llamaría también Husein, en honor del último shahid (mártir) de la familia. Cuatro meses después de que naciera el pequeño, Atef moriría también en el frente de la guerra sucia. Una bomba que los servicios secretos israelíes habían colocado en los bajos de su coche nuevo acabó con su vida. El vehículo acababa de ser robado en Jerusalén Este y alguien se lo había hecho llegar como regalo. En el atentado murieron también dos lugartenientes y familiares, Jamal e Isa. La guerra entre los Abayat e Israel había dejado de tener cuartel.
Con la muerte de Atef, el 18 de octubre de 2001, Ibrahim, de 29 años, se convirtió en el nuevo líder de los Abayat. Atrás dejó sus sueños de adolescente, consciente de que el clan le había asignado una misión sagrada: la venganza. Es el legado ancestral que se perpetúa en el clan a través de los tiempos, que se trasmite de padres a hijos, amenazando con alcanzarles a todos, incluido al próximo varón que un día nacerá en el seno de los Abayat. Aunque el nuevo Abayat aún no ha sido engendrado, está ya predestinado a llamarse Atef, como el último mártir de la familia. Ibrahim asumió con resignación el mandato y partió hacia el frente.
Fátima vio por última vez a su hijo Ibrahim a finales de marzo, poco antes de que las tropas israelíes invadieran Belén y desencadenaran el asedio a la basílica de la Natividad. Luego la anciana no quiso acercarse a él, cuando los soldados del Ejército vinieron una noche a buscarla a casa y la obligaron a ir, en zapatillas y en camisón, hasta el templo para que tratara de convencer a su hijo para que abandonara el encierro. Volvió a negarse a colaborar con los ocupantes al día siguiente, cuando entraron de nuevo en la casa, insistiendo en que participara en la tarea de persuasión y amenazando con llevarse a sus nietas y a sus otros hijos si no lo hacía.
El castigo fue brutalmente doloroso; los soldados no dejaron que la madre se acercara a su hijo 30 días más tarde, cuando el encierro tocó a su fin y las autoridades israelíes anunciaron la deportación de Ibrahim a un país desconocido de Europa, junto con otros 12 compañeros. Los soldados le acusaban de ser un terrorista peligroso, el jefe de la milicia Tanzim local, el responsable del ejército secreto de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, autor material de una veintena de muertes, en su mayoría colonos de los asentamientos próximos a Belén. Pero para Fátima, Ibrahim será siempre su hijo.
El último día, antes de partir, los soldados no dejaron que Fátima se acercara a Ibrahim. La anciana se quedó sola en una esquina de la plaza de la Natividad, muy cerca de la calle de la Estrella, mientras frente a ella desfilaba una multitud variopinta compuesta por prensa internacional, vecinos impertinentes, agentes secretos de paisano, funcionarios libres de servicio, niños curiosos y sobre todo soldados, muchos soldados. Todos pugnaban por presenciar en directo el fin del encierro. La mujer permaneció en el rincón de la plaza, con la espalda pegada a un muro como si tratara de buscar protección. Contra su pecho apretaba con las dos manos una bolsa de plástico negra en la que había depositado, pocas horas antes, una muda interior limpia, unos pantalones y una camisa recién planchada. Volvió a casa sin haberle podido dar siquiera un beso.
'Los soldados me impidieron acercarme a él y entregarle la ropa. Entonces me di cuenta de que le había perdido. En aquellos momentos recordé la historia de mi esposo, de su padre, un militar al servicio del Ejército jordano, para quien nunca hubo una familia y que fue obligado a vivir en el exilio. Sólo espero que el tiempo me lo devuelva con vida', se lamenta Fátima, mientras abre las puertas de un balcón a través del cual se ven parpadear tenues, como si fueran estrellas, las luces de Belén. Se ha hecho de noche.