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10 de juni del 2002
Marta Tawil
La Jornada
Sigue siendo común que se califique a los críticos de los gobiernos israelíes de antisemitas, como sigue habiendo personas que se intimidan ante esa retórica e intentan ser "neutrales". Sin embargo, tomar equidistancia no es ser justo. Hoy no es Israel quien está en peligro; son los palestinos quienes están siendo vejados colectivamente.
La analogía que hizo José Saramago entre el Holocausto y los crímenes contra los palestinos fue lamentable, entre otras razones porque desvió la atención mundial de lo que estaba ocurriendo en Palestina. Lo que sucedió en Auschwitz no se puede equiparar con los crímenes en Palestina, no sólo porque la cifra de muertos no es comparable, sino porque detrás de las cámaras de gas había un diseño de genocidio teorizado, cuyo fin último y explícito era asesinar en serie a comunidades enteras.
El caso palestino es más "simple": se sigue pretendiendo que la tierra que llegaron a ocupar los sionistas en 1948 estaba prácticamente deshabitada, lo que requirió llevar a cabo una limpieza étnica basada en la expulsión y el despojo de los habitantes palestinos -sucesos ampliamente documentados por historiadores israelíes y occidentales.
Las personas que repudian la defensa de los palestinos son el reflejo del formidable éxito de la propaganda de guerra y la historia oficial israelíes en estos 50 años de conflicto, que ha logrado borrar y minimizar la historia de abuso de todo un pueblo. Se olvida que la sociedad palestina fue destruida en 1948, que desde 1967 Gaza y Cisjordania están bajo ocupación militar, que se siguen multiplicando los asentamientos ilegales de colonos judíos (actualmente se cuentan alrededor de 170 asentamientos en tierra palestina, conectados entre sí por una red de varios kilómetros de caminos que impiden el libre tránsito y movimiento de los palestinos), se siguen confiscando tierras a los palestinos, destruyendo sus cultivos.
La opinión pública en Occidente e Israel también ha comprado la idea según la cual en 2000 el primer ministro israelí, Ehud Barak, hizo una propuesta formidablemente generosa que Yasser Arafat rechazó. Nadie explica que ese plan no solamente proponía la restitución de sólo 86 por ciento del 22 por ciento del territorio de la Palestina histórica, sino que intentaba dejar intactos retenes, caminos, carreteras, barreras (cerca de 500 kilómetros) en manos de los colonos, protegidos por el ejército israelí, algo que eliminaba toda posibilidad de continuidad territorial entre las ciudades a las que quedaría reducido el Estado palestino.
En Israel la propaganda bélica de Ariel Sharon ha contribuido a crear una sicología de paranoia y propiciado el contexto en el que el "otro" es fácilmente deshumanizado y envilecido. En este escenario el poder de Sharon ha alcanzado alto grado de centralización que le permite manipular los miedos de su sociedad para sus propias ambiciones territoriales, basadas en leyes excluyentes y en un fundamentalismo bíblico que causa pavor, como lo producen las palabras del líder del Partido Nacional Religioso en Israel, recientemente electo ministro, que calificó de "cáncer" a 20 por ciento de sus conciudadanos, los árabes-israelíes.
Durante la más reciente ofensiva militar en Cisjordania los soldados israelíes destruyeron los archivos y expedientes del Ministerio de Educación, del municipio de Ramallah, de la Oficina Central de Estadísticas, de las instituciones de derechos humanos, salud y desarrollo, de los hospitales, de las estaciones de radio y televisión; en Jenin ignoraron a personas y familias palestinas que se encontraban en sus hogares en las zonas que fueron bombardeadas durante más de nueve días y noches por misiles lanzados desde helicópteros Cobra, o que se resguardaban dentro de sus hogares, que fueron arrasados por tanques que buscaban abrirse paso; impidieron la entrada de ambulancias para ayudar a las víctimas. Todo para "cazar terroristas".
Pero Sharon y quienes lo apoyan no están eliminando terroristas; están rechazando la posibilidad de llegar a un acuerdo justo que reconozca el derecho de los palestinos a contar con un Estado viable e instituciones nacionales. Esto ha quedado nuevamente demostrado con el anuncio hace unos días del establecimiento de una nueva colonia israelí (cientos de departamentos y hasta un hotel de lujo) en el sector árabe de Jerusalén. Y es que Sharon está a la cabeza de una coalición fundamentalista y ultranacionalista que se desintegraría si aceptara los parámetros del derecho internacional o de la iniciativa que presentó Arabia Saudita, avalada por la Liga de Estados Arabes reunida en Beirut en marzo pasado, que exige el retiro inmediato del ejército israelí de los territorios ocupados.
Por todo ello no deja de ser paradójico que el reciente voto del Partido Likud contra la creación de un Estado palestino haya hecho de Ariel Sharon una paloma frente a halcones como el ex primer ministro Benjamín Netanyahu. Esto no oscurece, sin embargo, una analogía evidente: similarmente a la guerra de 1967, la que libran actualmente Sharon y el Likud es un fruto envenenado que promete más colonialismo para los palestinos y menos democracia para Israel.