4 de diciembre del 2002
Palestina: La lluvia verde de Yassouf
Israel Shamir
Rebelión
Traducido para Rebelión por Germán Leyens y revisado por Manuel
Talens
Tranquilizador, tierno y suave al tacto, recoger aceitunas es un poco
como acariciar las cuentas de un rosario. Los hombres del Oriente llevan cuentas
"mesbaha" de madera o piedra en sus muñecas, que les recuerdan la oración
y calman sus nervios, pero las aceitunas son mucho mejores: están vivas.
Son tiernas pero no frágiles, como muchachas campesinas, y su cosecha
es algo reconfortante: nada puede salir mal. Se dejan separar de la rama sin
temor ni remordimiento, entran suavemente en la palma de la mano y ruedan por
ella hasta alcanzar la seguridad de los lienzos extendidos por tierra para recogerlas.
Es tiempo de recolección en los bancales de la ladera. Familias enteras,
al pie de los árboles y sobre las escaleras, forman un vasto cuadro que
recuerda los de Pieter Bruegel, el Viejo. Hemos venido a recoger aceitunas con
la familia de Hafez, somos cinco o seis; estamos bajo las gruesas ramas del
intricado y viejo árbol que se extiende sobre nosotros, toqueteando el
rosario vivo de nuestra señora, la dulce tierra de Palestina. Rowan la
hija del robusto y sagaz, Hafez, está subida en la copa. Sus cabellos
son como el trigo maduro de Minnesota, sus ojos de cielo azul –sorprendentes
para un extraño, pero nada de especial en esta tierra–y sus labios, reidores.
Tiene siete años y medio. y las aceitunas que va arrancando caen sobre
nuestras manos, espaldas y cabezas como una lluvia verde. Antes de pasar al
árbol siguiente, levantamos los bordes de los lienzos y el denso río
de aceitunas llena el saco. Un potrillo gris claro pastea cerca de nosotros,
haciendo acopio de fuerzas para su tarea:
llevará los sacos a la aldea, allá abajo en el valle.
Nos encontramos en Yassouf, una recóndita y tranquila aldea de las tierras
altas. Sus casas espaciosas y elevadas, hechas de piedra suave y liviana, dan
testimonio de su antigua prosperidad, fruto de un trabajo incesante; amplias
escalinatas conducen a los techos con azoteas, donde sus moradores se apoltronan
en las calurosas tardes del verano y gozan de la brisa del distante Mediterráneo.
Hay muchos granados. Una descripción milenaria de Palestina, escrita
por un contemporáneo de Guillermo el Conquistador, menciona la aldea
de Yassouf por su abundancia de granadas y por la sabiduría de un docto
jeque al-Yassouti, que se hizo famoso en la remota Damasco.
Es un paraíso o, por lo menos, no está muy lejos de serlo. Ayer
llegamos a la aldea, que está construida sobre una cresta entre dos valles.
Sobre ella, una cima conserva el antiguo santuario –bema–, uno de los
lugares altos donde los antepasados de Hafez y Rowan fueron testigos de la milagrosa
comunión de fuerzas celestiales y terrestres. Los aldeanos van allí
a menudo, a reconfortar sus espíritus, como lo hicieron sus predecesores,
las gentes del pequeño principado de Israel: estamos en Tierra Santa
y, para su pueblo, un milagro de la fe es algo consustancial con el trabajo
cotidiano. Los reyes de la Biblia trataron de prohibir estos bema locales,
para así monopolizar la fe en el templo centralizado, fácil de
gravar y de controlar, pero la gente ordinaria prefirió sus propios santuarios
para sus oraciones diarias. Los campesinos preservaron la estructura de la fe
local y universal, algo similar al vínculo shinto-budista en Japón.
Son religiosos, pero no fanáticos. No visten el atuendo árabe
y sus mujeres no ocultan sus hermosas caras. Estos dos aspectos, local y universal,
han sobrevivido durante milenios y han dado lugar a un conjunto armonioso. El
templo se convirtió en la maravillosa mezquita Umayyad de al Aqsa y en
el lugar alto de Yassouf, la gente reza a su Dios.
Son venerables árboles antiguos; han escuchado muchos juramentos y han
sido testigos de numerosos secretos en sus largas vidas. Hay aquí un
milagroso pozo poco profundo, que nunca se seca, ni siquiera en el más
tórrido mes de julio, pero que descansa en un invierno lluvioso; una
tumba sagrada que probablemente ha cambiado de nombre muchas veces desde tiempos
inmemoriales y que ahora se llama Sheikh Abu Zarad. También hay ruinas
de los primeros días de Yassouf, hace ya más de cuatro mil años.
Desde entonces, la aldea nunca fue abandonada. En el apogeo de la Biblia, perteneció
a la tribu de José, la más fuerte de Israel. Cuando Jerusalén
cayó bajo el dominio de los judíos, estas tierras y esta gente
conservaron su propia identidad israelita y en su momento aceptaron a Cristo.
El altar con cúpula, situado arriba, sigue llamando a la plegaria. En
febrero, la cumbre del monte se torna blanca con flores de almendro, pero ahora
está fresca y verde y desde ella se ven las ondulantes colinas de Samaria.
Pero ayer llegamos demasiado tarde para ver el paisaje desde la cumbre, ya que
el sol se pone temprano en otoño. Al anochecer, descendimos por la vertiente
hasta el vibrante corazón de la aldea. El agua salía a borbotones
del manantial en la roca, se precipitaba hacia el túnel cubierto y volvía
a salir para dar vida a los jardines. Nos sentamos bajo las higueras, que extendieron
sus anchas hojas en trébol como bailarines del Noh japonés que
elevan sus abanicos, en un movimiento de gracia incesante. Bajo la luz de la
luna, entre las hojas, gigantescas mariposas negras alzaron el vuelo: son murciélagos,
habitantes de las cuevas cercanas, que salen a la oscuridad para beber agua
y darse un festín con las frutas.
En general, una conversación junto a la vertiente fluye tan libre y alegre
como su agua. No hay mejor sitio para sentarse y conversar con los aldeanos
sobre la cosecha, los buenos tiempos pasados, los niños y el último
ensayo de Edward Said, impreso en el periódico local. Los campesinos
no son ignorantes: algunos han viajado por el gran mundo, desde Basra a San
Francisco; otros, asistieron a una pequeña dependencia cercana de la
universidad. Completaron su educación política en las cárceles
israelíes, una etapa casi inevitable en la formación de todo joven
en nuestro país. Su hebreo, aprendido allí o a través de
mucho trabajo en la industria israelí de la construcción, es fluido
y popular, y les gusta poder practicarlo con un israelí amigo como yo.
Pero ahora nuestros anfitriones están apesadumbrados y sus ojos rezuman
tristeza. Incluso durante la cena, mientras comíamos arroz con nueces
y yogurt, continuaron meditabundos. Conocíamos el motivo: un nuevo terror
se había establecido en la cumbre del monte y había extendido
sus alas horrendas sobre la aldea. Hace diez años, el ejército
confiscó las tierras de Yassouf para fines militares y cedió el
lugar a los colonos. Construyeron un monstruo de hormigón prefabricado
rodeado de alambradas de púas, interrumpidas por torres de control, y
se apropiaron del nombre de la cercana vertiente Apple. Pero el asentamiento
no parece dispuesto a limitarse a la tierra robada a la gente de Yassouf, sino
que continúa invadiendo todo el campo, y extiende sus metástasis
hacia los cerros cercanos, donde están los olivares y los viñedos.
Los campesinos ya no se atreven a ir a sus propios campos, porque los colonos
son hombres duros, con fusiles y listos para usarlos. Disparan contra los aldeanos,
a menudo los secuestran y torturan, incendian sus campos. Es preciso mantener
alejados a los campesinos durante cinco años, tras lo cual, según
la ley otomana que encontraron en los antiguos libros, la tierra en barbecho
volverá a ser propiedad del estado. Del estado judío. Del estado
que la entregará a los colonos judíos. Mientras tanto, tratan
de eliminar a los campesinos matándolos de hambre.
La aldea permanece aislada del mundo por trincheras y montículos de tierra
de 2 metros de alto. Incluso los pequeños caminos de tierra, apenas adecuados
para vehículos todo terreno, fueron eliminados por el ejército.
La aldea es una isla. El embajador británico en Tel Aviv dijo recientemente
que Israel ha convertido Palestina en un inmenso campo de detención.
Se equivocó: en vez de un campo, han creado un Nuevo Archipiélago
Gulag en Palestina. El Nobel ruso Alexander Solzhenitsyn afirmó que fueron
los judíos quienes planearon y dirigieron el Gulag original, afirmación
que fue rechazada por organizaciones judías. Pero no cabe duda sobre
quién planeó el Gulag de Palestina. Los coches no pueden salir
ni entrar en la isla de Yassouf, lo cual obliga a los visitantes a abandonar
sus vehículos para entrar a pie. La ciudad más cercana, Nablús
–o Neapolis, como solía llamarse– está a sólo 12 kilómetros
de distancia, pero a cuatro horas y media en coche a causa de los numerosos
y humillantes puestos de control. Nos costó una eternidad llegar a Yassouf
y tuvimos que abandonar nuestro coche a 800 metros de la aldea, detenidos por
un infranqueable dique de cerco.
Por la carretera, la devastación era omnipresente: los olivos a ambos
lados habían sido quemados o desarraigados, como si este venerable árbol
fuese el peor enemigo de los judíos. Lo es, en cierto modo: la aceituna
es el sostén de los campesinos. Su alimento principal es un pan aplanado,
con aceite de oliva, condimentado con tomillo y enriquecido con un racimo de
uvas. Los antiguos reyes y sacerdotes eran ungidos con aceite. Los sacramentos
de la iglesia, un precioso obsequio de Palestina a la humanidad, no son otra
cosa que la consagración de la aceituna. En el bautismo, los palestinos
son ungidos en aceite antes de la inmersión total, y sus pieles retienen
la suavidad del aceite de oliva. El aceite se utiliza para el rito del matrimonio
y para los últimos ritos, lo cual confirma el vínculo inseparable
del pueblo con su tierra. John Alegro, el célebre explorador de los manuscritos
de Qumrán, arruinó su reputación al escribir un libro herético
en el que identificó a Jesucristo con el hongo alucinógeno. Si
algún día me decido a imitarlo, compararé el Olivo del
Aceite Virgen con la Virgen Nuestra Señora, suprema mediadora de Palestina.
Mientras haya aceitunas, los campesinos de Palestina serán invencibles,
y por eso sus adversarios descargan su odio contra los árboles. Los cortan
siempre que pueden. El año pasado, dieciocho mil hermosos olivos, antiguos
gigantes y jóvenes arbustos, fueron arrancados. Los colonos impidieron
la cosecha de los campesinos, los emboscaron en el camino de regreso y los desvalijaron.
Por eso nosotros, los amigos internacionales e israelíes de Palestina,
estamos aquí este año, como los siete samurais de Kurosawa, para
ayudarlos a recoger sus aceitunas y protegerlos de los ladrones.
De las muchas cosas buenas que es posible hacer en nuestra buena Tierra, la
ayuda a los palestinos es la mejor y más agradable que conozco. El Kibbutz
no puede competir. Los jóvenes kibbutzniks son generalmente aburridos
y distantes, mientras que los viejos kibbutzniks son, bueno, viejos. En un kibbutz
se puede escoger la compañía de otros extranjeros o de nadie.
En cambio los palestinos son tan amistosos, tan abiertos, tan dispuestos a hablar
que los Internacionales disfrutan de su simpatía, viven en aldeas encantadas,
ven el caluroso cielo azul sobre el incomparable paisaje de los montes palestinos
y gozan de la fabulosa hospitalidad de los campesinos. Y si de vez en cuando
los colonos o el ejército les disparan, es sólo un precio pequeño
que deben pagar a cambio de todo el placer, un entretenimiento adicional por
cortesía del ejército israelí. Al fin y al cabo, por eso
se necesita a los samurais.
Las personas que ayudan a los palestinos son muy diferentes de los voluntarios
de los kibbutz. Son más heterogéneos, pues van desde un estudiante
de 19 años de Uppsala a un ama de casa de Brighton, desde un reverendo
de Georgia a un maestro de Boston, desde un campesino francés a un parlamentario
italiano. Los unen sus sentimientos de compasión, de justicia natural
y, sí, también su arrojo. Trabajan a la sombra de los tanques
israelíes y protegen olivos y hombres con sus propios cuerpos. La cosecha
en las montañas samarias es una alegría, pero no para las almas
tímidas. Íbamos a experimentar ese lado duro sin más demora.
Estábamos cosechando aceitunas, llenando bolsas con el oro verde, cuando
de repente un jeep bajó por el camino pedregoso y paró en seco
con un chirrido, levantando una nube de polvo; detrás venía un
vehículo mayor, un transporte de tropas del ejército cargado de
soldados. Un solo hombre salió del jeepy apuntó directamente con
un rifle automático M-16 a la niña subida al árbol.
–¡Váyanse, malditos árabes! –gritó con acento de Brooklyn.
Levantó una piedra y la lanzó al grupo más cercano de trabajadores.
Un campesino, que no pudo esquivarla, recibió el impacto en la mano.
–¡Den un paso más y disparo! – gritó cuando Laurie trató
de hablarle. Era grande, desarreglado, feroz, y se excitaba intencionalmente
hasta la histeria.
– ¡No se atrevan a tocar las aceitunas! – gritó a los campesinos.
De pronto, por la curva del camino aparecieron corriendo tres hombres. No se
parecían a nada que uno hubiera visto antes. Tenían unas cajas
negras atadas con estrechas correas también negras a sus frentes afeitadas
y otras correas se entrecruzaban sobre sus brazos desnudos. Los judíos
se ponen las filacterias para una oración matinal, pero lo que llevaban
aquellos jóvenes parecían amuletos de una tribu guerrera. Llevaban
pantalones y camisetas oscuras y capas blancas con franjas negras ondeando a
sus espaldas. Sus rifles nos apuntaban. Con aquellas vestimentas rituales judías
y sus ideas sacadas del Libro de Josué parecían poseídos
por algún extraño demonio. No me sorprendí al ver que uno
de ellos sacó un largo cuchillo curvo. La escena me recordó una
película reciente, La máquina del tiempo, en la que se
ve la repentina aparición de los feroces Morlocks y su ataque contra
los bucólicos Eloi.
Empujaron a las mujeres y maldijeron a los hombres, con ojos centelleantes de
odio. Los palestinos, gente tímida del campo, retrocedieron. Yo, samurai
desarmado, traté de argumentar con los atacantes.
–Déjenlos cosechar sus aceitunas –supliqué–, son sus árboles,
es su vida. ¡Sean buenos vecinos!
– ¡Vete, amante de árabes! –dijo entre dientes uno de ellos–. Apoyas
a nuestros enemigos. Es nuestra tierra. Es la tierra de los judíos, los
gentiles no tienen nada que buscar aquí.
En circunstancias más pacíficas, me hubiera reído: aquellos
jóvenes trastornados de Nueva York querían expulsar de su tierra
ancestral a los justos y verdaderos descendientes del pueblo de Israel, sin
darse cuenta dela increíble estupidez de reivindicar al cabo de dos mileniosun
país en el que cinco años de ausencia anulan cualquier reivindicación.
Sin pensar que sus antepasados "judíos"probablemente proceden de las
estepas eurasiáticas y jamás conocieron Palestina. Sin pensar
que incluso los antiguos israelitas tampoco vivieron y apenas visitaron la tierra
de Israel entre Bethel, Carmel y Jezreel. Según dicha lógica,
pronto los trabajadores inmigrantes rumanos de Bucarest podrán expulsar
a la gente de Florencia, so pretexto que descienden directamente de la antigua
Roma. Pero sus rifles no eran para reírse.
–¿Por qué queman olivos, son también son sus enemigos?
– Sí, los olivos de nuestro enemigo son nuestros enemigos. ¡Y ustedes
son también nuestros enemigos! –gritó–, ¡Antisemitas!
¡Mágica palabra para los estadounidenses! Cada vez que a uno de ellos
lo acusan de antisemita, se arrodilla y ha de jurar amor eterno y fidelidad
al pueblo judío. Lo sé porque recibo a diario cartas de personas
acusadas de antisemitas por su apoyo a Palestina y sé que no pueden soportarlo.
Suelo aplicarles los primeros auxilios psicológicos a causa de mi experiencia
de haber sido castigado por actividades antisoviéticas y condenado por
opiniones antiyanquis, me tomo con calma la etiqueta de antisemita. En los tiempos
actuales, si no lo califican a uno de antisemita significa que está claramente
equivocado, a mitad de camino entre Sharon y Soros.
Igual que "amante de árabes" o "amante de negros", la etiqueta de antisemita
envilece por asociación a quien la usa, y la usan a menudo los colonos,
Foxman el jefe de espías, Kahane el racista, Mort Zuckermann el dueño
de USA Today, Conrad Black el marido de Barbara Amiel, Sharon el genocida,
Richard Perle el belicista, Tom Friedman el granuja, Shylock el prestamista
y Elie Wiesel el llorón del paga-a-medida- que-lloras del holocausto.
Se ha utilizado contra TS Elliot y Dostoyevsky, contra Genet y Hamsun, contra
St John y Yeats, contra Marx y Woody Allen, y yo prefiero dicha compañía.
A pesar de todo ello, los estadounidenses dudaron un instante y los israelíes
de nuestro bando comenzaron a explicar su posición, pero fue Jennifer,
una muchacha inglesa de Manchester, quien demostró la superioridad de
los británicos y salvó el día con un brusco "¡váyanse
a la mierda!".
El cañón del rifle M-16 hizo una curva y la apuntó. Los
soldados contemplaban lo que sucedía con interés. Me volví
hacia ellos.
–¡Deténganlos! ¡Nos están apuntando con sus rifles!
– ¡Todavía no les han disparado! –respondió el sargento.
Los soldados no intervinieron mientras los Morlocks se salían con la
suya, pero si hubiésemos llegado a enfrentarnos con ellos, el imponente
poder armado del estado nos habría caído encima. Los Morlocks
también lo sabían: destrozaron una cámara de Dave, empujaron
a Angie, insultaron a las muchachas y tiraron piedras.
–¿No los van a detener? –apelé a los soldados.
–Lo siento, amigo. Sólo la policía puede ocuparse de ellos –replicó
el oficial. ¡Pero a USTED sí que lo podemos arrestar, si insiste!
El ejército se ocupa de los palestinos y la policía de los colonos,
ese simple truco es una de las mejores invenciones del genio israelí.
Probablemente lo tomaron de los asentamientos europeos en China, donde existían
diferentes fuerzas policiales y diferentes leyes para europeos y chinos. Por
eso los Morlocks hacen que les da la gana. Los palestinos estaban visiblemente
alterados: no eran combatientes, sólo campesinos con mujeres y niños
que cosechaban sus aceitunas; no habían ido allí a morir. Todavía
no, en cualquier caso. Los colonos matan a los aldeanos por deporte o por divertirse,
con y sin provocación. Durante la semana anterior, habían asesinado
a unos pocos hombres que se atrevieron a cosechar sus propias aceitunas. Si
los aldeanos se defendían, si únicamente se atrevían a
poner sus manos sobre un judío, serían masacrados y su aldea arrasada.
Pero era preciso cosechar las aceitunas y el enfrentamiento continuó.
–Todos los problemas provienen de los malditos colonos –dijo Uri, un israelí
de los nuestros, que contenía a los matones colonos a mi derecha–. Sin
ellos, viviríamos en paz. Podríamos visitar Yassouf con pasaportes,
como turistas. Son ellos, los colonos.
Por cierto, era fácil, casi obligatorio, odiar a aquellos jóvenes
despiadados, que destruyen cosechas y hacen pasar hambre a las aldeas. Este
asentamiento, en particular, es conocido como baluarte del credo kahanista o
judeonazi, como lo llamó el difunto profesor Leibovich. Celebraron el
asesinato del Primer Ministro Rabin; adoraron a Baruch Goldstein, el asesino
múltiple de Brooklyn; publicaron el libro prohibido del rabino Alba,
que proclama abiertamente que el deber religioso del judío es exterminar
gentiles. No era necesario hacer esfuerzo alguno para odiarlos y estar de acuerdo
con Uri.
Pero al mirar las caras impávidas de los soldados, recordé algo
de los días de mi infancia, cuando no eran los matones quienes robaban
a los extraños, sino que enviaban a un niño pequeño para
que los liberase del peso de sus billeteras. Y si alguien le hacía algo
al niño, le caían encima como un alud por molestarlo. No tenía
sentido alguno odiar al niño, porque lo enviaban los auténticos
criminales.
Aquellos jóvenes trastornados eran también emisarios de los grandes
perdonavidas. Por eso, los soldados ni se inmutaron cuando los colonos atacaron
a los campesinos. Se trata de la perfecta división del trabajo: los matones
matan de hambre a los campesinos, el ejército protege a los matones y
el gobierno lo endosa. Mientras los fusiles del ejército israelí
aplastan a los palestinos, el ejército de EE.UU. aplasta a Irak, el único
estado de la región que podría asegurar un equilibrio del poder,
y los diplomáticos de EE.UU. ejercen el veto en el Consejo de Seguridad.
Y, tras ellos, uno puede ver a los principales gángsteres, esos que ni
se preocupan de aceitunas, campesinos o soldados. En uno de los extremos de
la cadena de mando se encuentra un desequilibrado colono de Brooklyn con un
M-16 y, en el otro, Bronfman y Zuckerman, Sulzberger y Wolfowitz, Foxman y Friedman.
Y en medio estamos nosotros, los judíos israelíes y estadounidenses,
que votamos y pagamos impuestos como corresponde y que apoyamos dicho estado
de cosas, pues sin nuestro apoyo Wolfowitz tendría que conquistar Bagdad
por sí solo y Bronfman tendría que quemar personalmente los olivos.
Pero, a pesar de todo, cada hombre y cada bestia tiene su propia peste y nosotros
hemos de enfrentarnos con la nuestra. Los campesinos de Yassouf y sus partidarios
internacionales, es decir nosotros, resistimos y no nos doblegamos. Llegó
la policía y confraternizó con los colonos. Poco después,
un alto y sonriente oficial de enlace, de pelo muy corto, bajó a vernos.
–Pueden recoger sus aceitunas, pero trabajen abajo en el valle, donde los colonos
no los vean y se enojen.
Fue una victoria menor, un compromiso, pero no importa. Cosecharíamos
aceitunas. Bajamos al valle, de laderas reforzadas por numerosos bancales, y
la cosecha continuó. Ahí abajo, las aceitunas eran más
pequeñas y menos numerosas. ¿Por qué? Durante tres años
seguidos, se prohibió a los campesinos que trabajaran sus campos, y eso
a sabiendas de que la aceituna requiere muchos cuidado. Normalmente, es necesario
remover la tierra cada año alrededor de los árboles, y lo hacen
con un vetusto arado del que tira un asno, pues los bancales son demasiado pequeños
para un tractor Pero al no haberlo hecho, las lluvias del invierno resbalan
sobre la tierra apelmazada y no llegan a las raíces. Las terrazas también
requieren mucho mantenimiento. Pero en las actuales condiciones no es posible
hacerlo, ya que los campesinos evitan empuñar sus azadones y palas, "armas
peligrosas" para sus bien armados atormentadores.
De nuevo, las pequeñas corrientes de aceitunas verdes y negras empezaron
a deslizarse por nuestras manos hacia los lienzos extendidos en el suelo. Crecen
en el mismo árbol y Dios las hace diferentes, unas verdes y otras negras,
nos dijo Hussein, pero dan el mismo aceite. Es un signo de Dios para nosotros
los humanos: somos diferentes y está bien así para que el mundo
sea más hermoso y variado, siempre que recordemos nuestra común
humanidad.
Sacamos nuestro almuerzo bajo un gran olivo. Umm Tarik, la única mujer,
que vestía el multicolor traje nacional, trajo grandes panes redondos
directamente del horno. Los rociamos generosamente con aceite de oliva, igual
que las bolas de queso blanco de cabra. Hassan ofreció un zir,
una ánfora palestina llena de agua fría de la vertiente Apple.
El zir estaba frío y húmedo por fuera, cubierto por minúsculas
gotas de rocío. Es de arcilla porosa y suda profusamente, lo cual enfría
el líquido en su interior. Con los años, los poros se tapan y
entonces se puede utilizar como recipiente de vino o aceite.
–Echo de menos Ramat Gan (un suburbio de Tel Aviv) –dijo Hassan–. Antes de los
problemas, solía trabajar ahí, pintando casas. Era un buen trabajo
y mi patrón yemenita era un tipo decente, me trataba como a un miembro
de su familia. A veces pasaba la noche ahí y daba un paseo al anochecer
por Tel Aviv, a la orilla del mar. Ahora hace dos años que no dejo la
aldea.
Todos tienen buenos recuerdos de cuando trabajaban en las grandes ciudades en
el Oeste de Palestina y podían traer algo de dinero a casa. Era algo
que les convenía tanto a los recién llegados como a los campesinos,
profundamente injusto, pero aceptable. En todo el mundo, los campesinos y los
agricultores trabajan un tiempo en las ciudades mientras la tierra no los necesita
para la cosecha o el cultivo. Para la gente local, las "judías" Tel Aviv
y Ramat Gan no eran más extranjeras que "las árabes" Nablús
o Jerusalén, porque el país es una sola unidad. Palestina es un
país pequeño y Yassouf está en el centro, a 50 kilómetros
del mar y a 50 kilómetros de la frontera con Jordania. Las ciudades industriales
a la orilla del mar fueron construidas mucho antes de que existiera el estado
de Israel; crecieron con el trabajo de los campesinos de Yassouf, que con razón
las consideran como propias. No exclusivamente propias, pero propias también.
Aquella situación se terminó cuando los judíos comenzaron
a apoderarse de las tierras.
–¿Ven el asentamiento? –nos preguntó Hussein–. Mi padre sembraba su trigo
en ese lado de la montaña. Primero se apoderaron de la tierra y, más
tarde, nos encerraron en la aldea. Ahora tenemos poca tierra, y ningún
trabajo.
– La historia de la Tierra Santa repite la historia de la promesa de Dios –dijo
el reverendo–. Cristo dijo: todos son elegidos. Los judíos replicaron:
perdone, sólo nosotros. Ahora, los palestinos dicen: vivamos juntos en
este país. Y los judíos responden: perdonen, es sólo para
nosotros.
– Debería haber un estado palestino independiente –dijo Uri–, con su
propia bandera y una frontera real. Barak engañó a todo el mundo
cuando ofreció dividir sus tierras en varias entidades. Deberíamos
volver a las fronteras de 1967 y entonces las cosas estarán bien.
–¿Saben cómo decide el Talmud sobre la partición? –pregunté–.
Dos hombres encontraron un chal y cada cual dijo, 'es mío'. Fueron ante
un juez y el juez les preguntó, '¿cómo quieren que divida el chal?'.
El primero dijo, 'divídalo en dos mitades, por igual'. El segundo dijo,
'no, es todo mío'. El juez dijo, 'no hay desacuerdo sobre una mitad del
chal, los dos están de acuerdo en que pertenece al segundo hombre. Dividiré
la mitad del chal que sobra por partes iguales, de manera que el primer hombre,
el que busca justicia, tendrá un cuarto, y el segundo, el egoísta,
tendrá tres cuartos'. Es el enfoque judío. Tal vez los palestinos
debieran aplicarlo también.
Kamal agregó algunas ramas quebradas al pequeño fuego para hacer
café. Era un hombre mayor, respetado en la aldea, un hombre importante
en la política local e incluso más allá. En 1967, a los
veinte años, los judíos lo separaron de su hija recién
nacida al sentenciarlo a cuarenta años de cárcel por pertenecer
a la Resistencia. Salió de la prisión de Ramleh cuando su hija
tenía ya veintiún años.
–También tenemos una historia sobre la división de un hallazgo
–dijo Kamal–. Es la historia de una mujer que encontró a un niño
y lo educó. Entonces vino otra, la madre natural del niño, y exigió
que se lo devolvieran. Fueran a que decidiese el Jeque Abu Zarad, y el jeque
dijo: 'Dividiré el niño en dos partes y le daré una mitad
a cada una.' Una de ellas dijo, 'Bueno, dividamos al niño'. Pero la otra
dijo, 'de ninguna manera, mi niño no será destrozado'. Y el jeque
otorgó el niño a la segunda mujer, ya que era la verdadera madre.
Mis mejillas ardían de vergüenza. Kamal no me había dicho
nada nuevo, pero, tratando de bromear, se me olvidó la verdadera sabiduría
del juicio de Salomón, y él, un auténtico descendiente
de los héroes de la Biblia, me lo había recordado. Los palestinos,
al igual que la verdadera madre, no están de acuerdo con la partición.
La historia demuestra que tienen razón. Palestina no puede ser dividida.
Los campesinos necesitan las ciudades industriales para trabajar entre estaciones
y para vender su aceite; necesitan la orilla del Mediterráneo, que se
extiende a pocos kilómetros de sus casas, necesitan la totalidad del
país, como todo ser humano requiere dos manos y dos ojos.
Los colonos no son monstruos, sólo hombres profundamente engañados.
Como yo, leyeron demasiado el Talmud babilónico y demasiado poco la Biblia
palestina. Sintieron la atracción increíblemente poderosa de la
tierra, que los atrajo a los montes de Samaria. Buscan la unión con la
tierra encantada de Palestina y la quieren con el extraño amor de los
necrofílicos. Están dispuestos a matar sólo para poseerla.
No comprenden las costumbres locales, y se ganaban la vida juntando dinero en
EE.UU. En lugar de odiarlos, los colonos me dan pena. Tuvieron una oportunidad
única de hacer las paces con sus vecinos y con la tierra, pero la desaprovecharon.
Al arruinar la tierra, prepararon su nuevo exilio con sus propias manos. La
verdadera madre se quedará con el niño y, por ello, la victoria
de los palestinos es inevitable, porque el fallo de Salomón no es otra
cosa que una parábola de la sentencia divina.
Pero, ¿dónde quedaron los judíos buenos?, pensará el lector.
Para equilibrar el asunto, para lograr la corrección política,
para nuestra tranquilidad, ¡por favor, mencione algunos judíos buenos!
No hay sólo colonos, también existe "Peace Now" y otros movimientos
que simpatizan con los palestinos.
Sí, existe una diferencia entre los brutales colonos y sus partidarios,
por un lado y, por otro lado, los israelíes liberales, tradicionales
votantes laboristas. Los chovinistas judíos quieren una Palestina sin
palestinos. Luego, importarían chinos para que cultiven los campos y
rusos para que vigilen a los chinos. Es obvio que son un montón repelente.
Los israelíes liberales podrían imaginar algún tipo de
futuro común, en el que los palestinos pudieran abandonar sus bantustanes
vigilados e ir a trabajar a Tel Aviv equipados con un permiso de trabajo, para
ser acosados por la policía, trabajar sin seguridad social, por debajo
del salario mínimo y mal remunerados por sus empleadores. La idea de
una fraternal igualdad, nada celestial, sino la del simple trato justo hacia
los hijos nativos de la tierra, les es tan extraña como a los colonos.
Les darían una bandera y un himno, pero les quitarían su tierra
y su modo de vida.
Ambos tipos de israelíes están unidos en su rechazo de Palestina.
Buscan "un nuevo traje de hormigón y asfalto para la vieja tierra de
Israel". Los liberales sueñan con crear una copia de alta tecnología
de EE.UU. y no necesitan los montes de Samaria. Los chovinistas quieren borrar
la memoria misma de Palestina y recrear el reino del odio y de la venganza.
Y pocos, muy pocos de nosotros hemos comprendido que disponíamos de una
excepcional oportunidad de aprender de los palestinos. Con nuestra arrogancia
europea oriental, llegamos a enseñarles y a cambiarlos, pero deberíamos
haber aprendido y cambiado nosotros mismos. No basta con ayudarles; nosotros,
los conquistadores, tenemos que ajustarnos a la suprema civilización
de los conquistados.
Sucedió antes de nosotros: los victoriosos vikingos se ajustaron a las
costumbres de Inglaterra y Francia, Rusia y Sicilia; los triunfantes griegos
de Alejandro se hicieron egipcios y sirios; los manchúes imperiales se
hicieron chinos. Y deberá suceder así por nuestro bien, ya que
de otra manera estamos condenados a recrear un gueto para nosotros y un gueto
para ellos.
Tomemos una hormiga y construirá un hormiguero. Tomemos un judío
y creará un gueto. Tomemos un palestino... Bueno, mi amigo Musa invitó
a su anciano padre de una aldea samaria a su nueva casa en Vermont, y su anciano
padre comenzó allí a construir bancales para plantar olivos.
Los palestinos no se imaginan a sí mismos sin la tierra y su especial
modo de vida. Hace miles de años, después de que pasó la
Gran Sequía Micénica, sus antepasados formaron una simbiosis con
el olivo, con los viñedos, con el asno, y con las pequeñas vertientes
de las montañas y sus altares en las cumbres. Esta combinación
única de paisaje, gente y espíritu divino fue el gran logro de
los palestinos, que transmitieron durante siglos y preservaron hasta nuestros
días. Si se destruye, la humanidad perderá sus raíces y
se estrellará sobre las rocas de la historia. Es un gran privilegio que
hayan aceptado nuestra limitada ayuda.
Por la tarde, caminamos de vuelta a la aldea, a la espaciosa mansión
de Hussein. No parecería extraña en Cannes o Sonoma. Sobre su
gran balcón, nos sentamos en sillas de paja hechas por los aldeanos de
Beidan. Los amistosos pero dignos gatos de Hussein saltaron sobre nuestros regazos,
mientras que sus tímidas hijas nos trajeron un dulce té de menta.
La gente empezó a conversar con los extranjeros, de una manera como no
estaría dispuesta a hacerlo en las remotas aldeas. Había pequeñas
lámparas de queroseno sobre las mesas y los pasamanos: los patrones israelíes
se negaron a conectar la aldea con el tendido eléctrico. Incluso eso
fue bueno, porque nos permitió contemplar la luna llena de octubre, que
flotaba lentamente por los cielos ensombrecidos y brillaba sobre las terrazas
de los montes y sobre los techos y sobre el blindaje opaco de un tanque Merkava
que, en la ladera del cerro, apuntaba con sus cañones hacia la aldea,
y sobre los silenciosos y viejos olivos ensortijados de Yassouf.
27 de octubre de 2002
Israel Shamir es un autor y periodista israelí de origen ruso. Ha escrito
para Ha'aretz, la BBc, Pravda y traducido a Agnon, Jouce y Homero al ruso. Vive
en Jaffa, Israel.